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El personal los consideraba una molestia, un trastorno que debían tolerar por pedido de su jefe, quien a su vez le hacía un favor a un amigo. Y el margen de tolerancia era sumamente estrecho, salvo en el caso del sargento Ian McShane. Habían circulado ciertos comentarios de Stern sobre el pacifismo de McConnell, y el norteamericano, como en Oxford, tuvo que soportar las miradas agrias de los instructores. Por su parte, Stern era víctima de prejuicios mucho más arraigados. Había mucho antisemitismo en el ejército británico, y para colmo Stern hablaba con acento alemán. Difícilmente pasaba junto a alguien en el castillo sin recibir una mirada sombría o un insulto por lo bajo.

Y así sucedió que, al cabo de cuatro días, dos hombres tan disímiles en su manera de pensar encontraron un terreno común por ser víctimas de los mismos prejuicios. Stern conservaba su máscara de cínico a ultranza, pero McConnell descubrió rápidamente el intelecto melancólico y reflexivo que había detrás. Stern tardó un poco más en reconsiderar sus opiniones sobre McConnell, hasta que un suceso inesperado le demostró que las primeras impresiones suelen ser las menos certeras.

En el puente de sogas -una gran red de lazos tendida sobre un amplio tramo del tío Arkaig- el sargento McShane explicaba complacido ese empleo ingenioso de su herramienta preferida. Stern replicaba que el puente suspendido sobre las aguas torrenciales había requerido por lo menos cincuenta lazos, en tanto McConnell y él sólo tendrían dos.

Mientras intercambiaban pullas en la orilla, un grupo de comandos franceses era instruido sobre la manera de cruzar ese puente flexible bajo fuego. Las aguas aún crecidas del Arkaig ocultaban rocas capaces de quebrar los huesos de un hombre que sufriera la caída de seis metros del puente al río. Un francotirador oculto disparaba a errar por poco, y para dar mayor realismo a la instrucción, se detonaban cargas explosivas hundidas en el lecho del río. Por consiguiente, varios comandos furiosos se encontraron amontonados en el centro del puente oscilante, mientras un instructor con una tabla sujetapapeles maldecía a sus antepasados hasta Guillermo el Conquistador. Cada vez que estallaba una bomba, los franceses gritaban con furia renovada.

Entre carcajadas, el sargento McShane explicaba a Stern y McConnell los errores de los franceses. Dejó de reír cuando una explosión particularmente violenta hizo perder el equilibrio a un joven comando, quien cayó entre la maraña de sogas enlazadas y quedó enganchado del cuello. Su cuerpo se sacudió como el de un ahorcado, su cabeza se torció hacia atrás y cayó al río.

Sólo los observadores en la orilla comprendieron lo que había sucedido; entre ellos, sólo McShane y el otro instructor sabían que dos hombres ya habían perdido la vida en circunstancias similares. En esa ocasión, una bomba los había arrojado del puente, la corriente los había arrastrado sin dar tiempo a ayudarlos y los cadáveres aparecieron en el lago Lochy. Posteriormente se colgó una red de contención desde un puente peatonal de hierro río abajo, pero el sargento McShane no estaba dispuesto a correr riesgos. Cuando los camaradas del francés apenas empezaban a advertir su ausencia, el montañés se arrojaba al río para recuperar el cuerpo.

Impulsado por sus brazos fuertes y alentado a gritos por los hombres en el puente, McShane alcanzó al francés a tiempo. Los comandos terminaron de cruzar el puente de sogas mientras el sargento arrastraba a su camarada a la orilla opuesta.

A pesar de la distancia, McConnell y Stern se dieron cuenta de que el joven comando estaba gravemente lesionado. El sargento McShane se desesperaba por apartar a los amigos del soldado para que pudiera respirar. Cuando el montañés empezó a clamar por un médico, se quebró el hechizo en la otra orilla. McConnell se lanzó de cabeza al torrente y cruzó a nado. Stern corrió por la orilla y cruzó ágilmente el puente de sogas.

Al atravesar el corrillo de hombres, McConnell vio a un joven que jadeaba como un pez fuera del agua, pero no conseguía introducir aire en sus pulmones. Sus labios ya tenían un tinte gris ceniciento.

Cianosis, pensó. Poco tiempo.

Con gritos desaforados en su idioma, los comandos franceses suplicaban que alguien diera respiración artificial a su camarada para vaciar el agua de sus pulmones. Con ojos desorbitados por el terror, el joven trataba vanamente de respirar. McConnell se abrió paso a los codazos, gritando, "Je suis un medecin! Le docteur!" El grito le abrió paso en la multitud de franceses desesperados. Se arrodilló junto al sargento McShane y palpó el cuello del francés. Tenía la laringe fracturada.

– Necesito una navaja -dijo-. J'ai besoin d'un couteau!

– ¿Qué hace? -dijo McShane-. ¡Tiene los pulmones llenos de agua!

– Nada de eso. No puede respirar. Un couteau!

– ¡Hay que acostarlo de panza! -insistió McShane-. Sacarle el agua. Ayúdeme a volcarlo.

McConnell apartó violentamente el brazo del sargento, tomó la mano del francés y la alzó para que el sargento pudiera verla.

– ¡Mírele las uñas, sargento! ¡Se está sofocando!

Mientras McShane, paralizado, miraba la piel azulada bajo las uñas, alguien puso una navaja suiza en la mano de McConnell. Abrió las dos hojas y optó por la más corta, que era la más filosa. La cara del joven francés adquiría rápidamente un tinte azul. Con su índice izquierdo palpó el cuello en busca del punto principal, la membrana cricotiroidea en el centro de la nuez, y apoyó la punta de la hoja sobre la piel.

– ¡No lo haga! -gritó McShane-. ¡Se va a ahogar con su propia sangre! Lo he visto en combate. Si tiene la garganta quebrada, hay que llevarlo al hospital.

– ¡Se muere! -exclamó McConnell-. ¡Sosténgalo fuerte! -Alzó la hoja y la giró para introducirla entre los cartílagos cricoides y tiroides. -¡Sosténgalo fuerte, sargento!

Asombrado por la inesperada muestra de autoridad, McShane posó el antebrazo izquierdo sobre el francés, pero aferró el brazo de McConnell con la mano derecha:

– ¡Espere, carajo!

– ¡Soy médico!-vociferó McConnell. Y en francés- Mettez-le dehors! ¡Aparten a este hombre!

Una docena de manos aferraron al montañés atónito. Tres comandos franceses ocuparon su lugar para sostener el cuerpo de su joven camarada sobre la tierra. De un solo golpe la punta de la navaja atravesó la piel y las membranas.

Se hinchó el pecho del francés.

– Mon Dieu! -exclamó un coro de comandos.

– Necesito algo hueco -dijo McConnell-.J'ai…, mierda… J'ai besoin de quelque chose de creux. Un junco, una paja, una pluma… un stylo! ¡Lo que sea, rápido!