Выбрать главу

Al brotar un hilillo de sangre, hizo girar la hoja para agrandar la incisión. Luego deslizó el índice derecho a lo largo de la hoja hasta introducirlo en el orificio, extrajo la navaja y dejó el dedo en su lugar para mantener la incisión abierta. Estaba a punto dé gritar, cuando Jonas Stern se arrodilló a su lado y puso una pluma fuente desarmada en su mano.

– ¡Es la del instructor!

Stern había quebrado la punta del cuerpo de la pluma para convertirlo en un tubo. McConnell tomó el extremo más ancho, lo deslizó a lo largo de su dedo y lo introdujo en el orificio, tal como había hecho antes al sacar la navaja. Cuando el tubo se introdujo en la tráquea, el pecho del francés se agitó y empezó a llenarse de aire.

– Regardez! -gritó un soldado.

McConnell ordenó a dos comandos que le alzaran las piernas a una altura superior a la de la cabeza. Mientras tanto, sostenía el tubo en su lugar. En menos de un minuto la cara del francés empezó a perder el tinte azulado. Tres minutos después, recuperaba el color y el ritmo cardíaco.

– ¿Cómo está?

El sargento McShane se había sentado en cuclillas a su espalda.

– Mal, pero estable. Hay que operarlo de la laringe.

– Ya viene la ambulancia desde Fort William.

– Bien.

Un paramédico francés se arrodilló junto al paciente, miró a McConnell con muda admiración y sujetó la pluma con cinta adhesiva para el viaje al hospital. Mark se paró y sacudió las manos. Sólo entonces advirtió que temblaban.

– Hacía mucho que no atendía un caso de urgencia. Cinco años sin salir del laboratorio.

– No estuvo nada mal, señor Wilkes -dijo McShane con respeto-. Muy bien, carajo.

McConnell tendió la diestra:

– Me llamo McConnell, sargento. Doctor Mark McConnell.

– Encantado de conocerlo, doctor -dijo McShane al estrechársela con firmeza-. Pensé que era una especie de químico.

McConnell sonrió.

– Tiene razón al decir que no se debe practicar una traqueotomía. Es una intervención peligrosa, incluso en el hospital. Le hice una cricotiroidotomía. Así casi no hay peligro de interesar una arteria.

– Lo que fuera, era lo que correspondía. -Los ojos azules del sargento miraron fijamente los suyos. -Hacer lo justo en el momento justo… No cualquiera.

McConnell se encogió de hombros ante el cumplido.

– ¿Dónde fue Stern?

– ¿Se refiere a Butler?

– Esteee… sí.

– Aquí -dijo Stern, acuclillado junto con los franceses.

– Gracias por la lapicera.

El joven judío lo sorprendió al tenderle la mano. Después de estrecharla, Stern se volvió hacia McShane:

– Sargento, después de todo parece que puede andar bien, ¿no?

– Así parece -contestó McShane, lacónico.

Al volver al castillo, McConnell pensó que hacía mucho que no disfrutaba tanto de los elogios.

Esa noche, tendidos sobre sus catres en el frío de la prefabricada, Stern y McConnell conversaron por primera vez sobre un tema no relacionado con la misión inminente.

– Muchas veces deseé haber sido médico -dijo Stern en voz baja-. No como cosa de la vida cotidiana, entiende, sino desde que llegué a Palestina. Y también en el norte de África. He visto morir a muchos hombres.

Permaneció en silencio durante unos minutos.

– Lo más extraño es que los recuerdo a todos. No los nombres, sino las caras. Los últimos segundos. Y siempre me llama la atención cuánto nos parecemos todos al final. En las películas lo hacen todo mal. La mayoría de los hombres llaman a sus madres. Si es que pueden hablar. ¿Qué le parece? Años sin escribirle una miserable carta, y al final es lo único que les alivia el miedo. Otros llaman a sus esposas, sus hijos. Los he visto morir a kilómetros de cualquier hospital. Sin botiquín de primeros auxilios ni nada.

McConnell lo escuchaba en silencio en medio de la oscuridad. A los veinticinco años, Stern había visto más muerte que la mayoría de los hombres en toda su vida. Se apoyó sobre un codo.

– ¿Alguna vez ayudó a alguien en ese trance, Stern?

– ¿Ayudarlo a qué?

Apenas distinguía la silueta de Stern: un cuerpo supino, con los brazos cruzados sobre el pecho.

– Usted sabe. Poner fin al dolor. Durante la residencia hospitalaria, vi unos cuantos pacientes a los que sólo podía aliviar la muerte. Claro que no podía hacer nada. Pero me preguntaba qué haría si tuviera plena libertad de acción.

La respuesta tardó mucho tiempo. McConnell había cerrado los ojos y se había tendido de costado para dormir, cuando la voz susurró: "Una vez".

– ¿Cómo?

– Lo hice una vez. En el desierto. Habíamos atacado un asentamiento árabe. A caballo. Uno de los hombres, mejor dicho, un chico, recibió un balazo en la espalda. Las tripas le colgaban por delante. No podía cabalgar, y nos perseguían los árabes. Dos en un caballo no hubieran escapado. Chorreaba sangre, y los árabes son persistentes para seguir un rastro por el desierto. No había alternativa: era la muerte rápida o la tortura. Igual, nadie quería hacerlo. Todos rogábamos que se muriera, pero nada. Esperábamos y esperábamos, y él lloraba y pedía agua. -Hizo una pausa. -Tampoco nos decía que lo dejáramos.

– ¿Y entonces?

– Lo hice yo. Nadie me dio la orden. Pero no podíamos esperar más porque nos habrían capturado a todos.

– ¿Lo hizo cuando él no lo miraba?

Stern rió con amargura:

– No es como en las películas, doctor. Él sabía lo que le esperaba. Se tapó los ojos y gimió. Pum. Nos fuimos.

– Diablos.

– No es bueno que lo haga un judío.

– Alguien tenía que hacerlo, ¿no?

– Ojalá hubiera podido ayudarlo. Quiero decir, ayudarlo a vivir, como usted hoy.

McConnell se arrebujó en las mantas. No sabía qué responder. Con el pasar de los minutos, se preguntó si Stern dormía. Y en ese caso, ¿con qué soñaba? ¿Alguna vez había conocido la paz? Su infancia había transcurrido en Alemania, durante la década de locura y desesperación que había parido a Adolf Hitler. ¿Era capaz de evocar imágenes de una Renania perdida para siempre?

McConnell cerró los ojos. Sin haber conocido aún el campo de batalla, el miedo, la vergüenza, la primitiva intensidad de los seres humanos que se mataban deliberadamente ya había penetrado en su ser. ¿Qué había detrás de todo eso? ¿Qué habían llevado a un pacifista criado en Georgia a una fría casilla prefabricada en un castillo remoto de las montañas de Escocia? ¿El asesinato de su hermano? Qué absurdo. El mundo occidental se aprestaba a tomar por asalto la Fortaleza Europa de Hitler.