Выбрать главу

¿Qué misión podían cumplir él y Stern?

A la tarde siguiente, el sargento McShane lo llamó al castillo. El general Smith lo esperaba en la puerta, vestido con su saco espigado y gorra de cazador. Su agitación era evidente. Con un gesto brusco de la cabeza, lo invitó a seguirlo hasta un lugar detrás del castillo donde el rugido de las aguas del Arkaig apagaba el sonido de las voces. Le habló, mirando hacia el río.

– ¿A qué mierda cree que está jugando, doctor?

Atónito, McConnell miró la espalda del generaclass="underline"

– No entiendo de qué está hablando.

Smith giró violentamente:

– ¡Estoy hablando de por qué mierda tuvo que abrir el pico!

– ¿Está borracho, general?

– Escuche, doctor. No me importa lo que piense de la misión. No tiene derecho a contagiar su pesimismo a Stern. ¿Entendido?

Entonces comprendió. Durante los últimos días, cada vez que intentaba desentrañar la lógica de la misión, Stern decía confiadamente que la respuesta a sus objeciones estaba en ciertos hechos elementales que le ocultaban por razones de seguridad. Tal vez la verdad era otra. Tal vez había despertado dudas en Stern, quien las había formulado al general Smith.

– ¿Habló con usted?

– ¿Que si habló conmigo? -replicó Smith con la cara roja de furia-. Ayer, después que usted resucitó a ese Lázaro francés, entró en la oficina de Charlie Vaughan y me rastreó por teléfono por todo Londres. Me hizo como mil preguntas.

McConnell no pudo reprimir una sonrisa.

– ¿Las contestó?

– De ninguna manera. Tampoco contestaré las suyas. Pero le diré una cosa: no se crea tan vivo. Ustedes nunca sabrán en qué consiste toda la misión, y será mejor que la dejen en manos de los profesionales.

– ¿Como usted?

– Exactamente. Salvo que quiera desertar ahora. Si es así, dígalo.

McConnell se acuclilló junto al río. El gran manipulador merecía que lo tuvieran en suspenso un rato.

– Es una tentación -dijo al cabo de unos minutos-. Sé que usted me miente sobre la misión, general. También le miente a Stern. Pero nunca pensó que seríamos amigos, ¿no?

– ¿Amigo de Jonas Stern? -se extrañó Smith con una risotada sardónica-. Usted es más ingenuo de lo que yo pensaba. Créalo o no, doctor, su único amigo aquí soy yo.

McConnell se paró y lo miró de frente.

– Si somos un par de tarados como usted dice, ¿por qué no viene a Alemania conmigo? Después de todo, es una misión incruenta, ¿no?

– No sea ridículo. Pero estaré a ciento cincuenta kilómetros de ustedes, en la costa sueca.

– Qué interesante.

Smith chasqueó la lengua:

– ¿Y bien? ¿Se va o se queda?

McConnell lanzó una piedra plana, que rebotó varias veces sobre el agua.

– Me quedo. Sólo quiero que sepa que yo sé que miente. No sé cómo ni por qué, pero lo sé. -Se frotó las manos en los pantalones y sonrió: -Es una locura que no me perdería por nada del mundo.

Smith, boquiabierto, lo miró alejarse.

22

Habían pasado cuatro días desde que Schörner habló con Rachel. En tres días más debería ir a su habitación. Desde luego, existía una alternativa: la de lanzarse al alambrado como los suicidas en Auschwitz. Pero Jan y Hannah quedarían abandonados. En un momento de depresión extrema, consideró la posibilidad de lanzarse al alambrado con los niños en brazos: la muerte era mejor que los experimentos horrorosos de Brandt.

Pero no estaba preparada para eso. El instinto vital latía con fuerza en ella. Lo sentía como una voluntad autónoma que dictaba sus acciones sin dejarse estorbar por el pensamiento. En otros prisioneros, el instinto no era tan fuerte. Desde la noche de la gran selección, algunas de las viudas flamantes se hundían progresivamente en la melancolía terminal. No tardarían en volverse musselmen. Su nueva voz interior le dijo que no hiciera caso a esas mujeres. Recordó a Frau Hagan: La desesperación es contagiosa. La voz también sugirió un plan para salvar a Jan y Hannah, y Rachel decidió escucharla.

El eje del plan era la comida.

Las salidas nocturnas al callejón para recibir las raciones especiales del comandante Schörner no pasaron inadvertidas para los demás prisioneros, pero Rachel decidió pasar por alto los insultos y las miradas de odio. Porque los demás prisioneros creían saber qué hacía en el callejón, pero se equivocaban. Noche a noche, cuando Ariel Weitz aparecía con la comida -verduras frescas, salchicha de verdad-, Rachel daba de comer a Jan y Hannah, pero ella no comía un bocado. A la vista de Weitz, se acuclillaba y se cubría la cara con las manos como si la abrumara la depresión. Tarde o temprano, le decía la voz, le dirá a Schörner que no comes. El comandante te quiere gordita y tierna en la cama, no huesuda y dura como las demás mujeres. Con tal de conseguir lo que quiere de ti, tal vez te conceda lo que quieres tú de él.

En verdad, lo que Schörner quería no era gran cosa. Era lo mismo que deseaban todos los hombres desde que ella cumplió los trece. Al principio, su propuesta la había aterrado. Pero ahora -aunque no se lo hubiera confesado a nadie- la perspectiva no le parecía tan repugnante, sobre todo en comparación con las demás alternativas posibles en Totenhausen.

Recordó su matrimonio: cómo lo había visualizado y cómo resultó en realidad. En la infancia le habían inculcado que el matrimonio era una sociedad entre iguales, y en gran medida así fue. Pero no en materia de las relaciones sexuales. Marcus era todo ternura, pero a veces la deseaba y ella no quería entregarse. Y en algunas de esas ocasiones, no aceptaba su negativa. Nunca había llegado a violarla, pero había insistido hasta conseguir lo que quería. En lo esencial, era lo mismo que deseaba el comandante Schörner. Y lo que obtendría dentro de tres días.

A su manera, Schörner era un hombre franco, y nada feo. Y cualesquiera que fueran los crímenes inhumanos que hubiera cometido en nombre de Alemania, aparentemente poseía su propio código de honor. ¿Cuánto le costaría ayudarla? Le bastaría mover un dedo para salvar las vidas de sus hijos.

Durante unos días esa idea le dio fuerzas. Pero a la tarde del cuarto día comprendió que estaba fantaseando. Marcus había impuesto su voluntad alguna que otra vez, pero, ¿acaso no había jurado ser su esposa para siempre jamás? ¿No le había jurado mil veces su amor? Un par de noches de ira y desconcierto eran nada en comparación con años de ternura y sustento. Aquí era una prisionera. Wolfgang Schörner era el carcelero. Miembro de la legión que había asesinado a su esposo y a miles, tal vez millones de sus paisanos.

Schörner era un asesino.

Esas eran sus reflexiones la tarde que la gitana se derrumbó. Desde su intento de suicidio, las mujeres de su cuadra la mantenían atada a su camastro salvo durante el Appell. Pero ese día, después de permanecer absolutamente inmóvil durante siete horas, le permitieron salir de la cuadra.