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Le bastó ver un instante a Klaus Brandt para caer en el abismo.

Rachel estaba sola, cerca del edificio de la administración, cuando vio salir a Brandt del hospital; su guardapolvo blanco de médico era una bandera alegre en medio del mar gris. Al instante, un lío de trapos corrió hacia él desde el alambrado de la cuadra. Era la gitana. Corría en silencio, agitando los brazos, los ojos fijos en el distraído doctor.

El primero que la vio fue un centinela desde su torre. En el campo, correr equivalía a pedir la ejecución instantánea. El centinela lanzó un grito de advertencia y alzó su ametralladora. Rachel aguardó el tableteo que pondría fin a la vida de la gitana, pero otro alemán dio el alto el fuego. Era uno de los hombres de Sturm, que patrullaba la zona de la fábrica con su perro. Horrorizada, vio al guardia soltar el pastor alemán, gritar Jüde! y dar una fuerte palmada.

Nunca había visto semejante horror. El perro cruzó el patio cubierto de nieve a velocidad tres veces mayor que la mujer. Sus ladridos despertaron a Brandt de su ensueño. El corpulento médico parpadeó al ver a la mujer que se precipitaba sobre él, gritando cosas que nadie en el campo podía entender.

El pastor saltó cuando la gitana se hallaba a diez metros de Brandt y la derribó de bruces sobre la nieve. Segundos después, un segundo perro se unió al ataque. Como todos en el patio, Rachel contemplaba inmóvil la escena. Al ver como los perros destrozaban a la mujer, comprendió por primera vez por qué algunos hombres sentían el impulso de rastrear y matar animales salvajes. Era una manera de afirmar que jamás sufrirían esa suerte horrenda que habían corrido sus antepasados primigenios.

Cuando el tercer perro se unió al asalto, Rachel reaccionó y volvió a su cuadra, donde Frau Hagan cuidaba a los niños. No quería que Jan o Hannah tuvieran la ocurrencia de salir, atraídos por los ruidos. Oyó una voz alemana -acaso la de Brandt- dar la orden de retirar los perros, pero no tenía la menor importancia.

Nadie podía sobrevivir a semejante carnicería.

Anna Kaas se afanaba con la mujer, aunque su estado era desesperante. Los canes habían arrancado la piel a jirones, pero eso era lo de menos. Las heridas más graves eran las de los vasos sanguíneos. Y además, desde luego, el shock.

Anna sabía que podía incurrir en la ira del doctor Brandt al colocar una pinza en una arteria importante antes de que llegaran los médicos. Sin embargo, lo hizo y después inició el tratamiento para el shock. Alzó las piernas de la mujer y la cubrió con una manta, que en pocos minutos quedó empapada de sangre. Iba a continuar sus auxilios cuando Greta Müller entró precipitadamente en la guardia médica.

– ¡Cuidado! -exclamó la joven enfermera.

– ¿Por qué?

– Acabo de escuchar al Herr Doktor decir que se ocuparía personalmente de esta mujer.

Ambas sabían lo que eso significaba. Hubiera sido mejor para la gitana que la dejaran morir desangrada. Greta se ocupó de las bandejas y el desinfectante: cualquier cosa con tal de dejar de pensar y además quería mostrarse hacendosa cuando entrara el Herr Doktor.

Treinta segundos después, Klaus Brandt atravesó con paso enérgico las puertas oscilantes de la guardia médica. Con sus mechones de pelo gris, chaqueta blanca y apostura prusiana era la imagen cinematográfica perfecta del médico atento y capaz que acudía a una emergencia.

La verdad era muy distinta. Fue a una autoclave instalada contra la pared del fondo y tomó una jeringa de veinte centímetros cúbicos.

– ¿Quiere asistirme, enfermera Kaas? -preguntó.

– Será un honor, Herr Doktor -asintió rápidamente Greta.

Anna le dirigió una mirada de gratitud, y la menuda enfermera miró hacia la puerta, como si dijera: vete antes que sea tarde. Desde el pasillo principal, Anna oyó la voz fría de Brandt que daba una orden. Se retorció las manos con furia y salió.

La Appellplatz estaba desierta. Las tropas del sargento Sturm habían arreado a todo el mundo a las cuadras. Sabía que a sesenta metros de ahí, del otro lado del patio cubierto de nieve, los ojos se apretaban contra las grietas en las puertas de las cuadras para detectar cualquier señal de una represalia de los SS. Miró a las torres de vigía. Todas las ametralladoras apuntaban a las puertas. Cuatro soldados de Sturm venían desde las perreras, cada uno con un pastor alemán sujeto a una correa. Los perros no tenían bozales.

Anna oyó el ruido de la puerta del hospital a su espalda. Sintió un roce de tela contra el hombro y vio el sacón blanco de Brandt. El médico bajó lentamente los escalones de hormigón cubiertos de hielo. Sabía que debía permanecer en silencio. Que abrir la boca era una locura. Pero no pudo contenerse.

– Herr Doktor?

Brandt se detuvo, se volvió y la miró con rostro inexpresivo.

– ¿La paciente?

La cara de Brandt se animó como si una fotografía se transformara bruscamente en una película.

– La paciente falleció, enfermera. Paro cardíaco. No pudo soportar el shock. -Dio un paso hacia ella. -¿Usted colocó la pinza en la arteria femoral?

Anna titubeó antes de asentir.

– Sabe que eso no le compete. -Brand sonrió maquinalmente. – Sin embargo, hizo bien. La iniciativa siempre es loable. Tal vez le hubiera salvado la vida.

¡Si tú no la hubieras matado!, quiso gritar. Pero se contuvo. Lo vio dar media vuelta y cruzar la Appellplatz hacia su oficina.

Volvió al hospital. Greta limpiaba la sala de guardia. La manta empapada de sangre cubría la cara de la gitana. En la bandeja junto al cadáver estaban la jeringa y un frasco semivacío.

Lo tomó y leyó la etiqueta: FENOL.

Brandt había inyectado ácido carbólico en el músculo cardíaco de la mujer, provocándole una muerte sumamente dolorosa que se había prolongado durante uno o dos minutos. Era su método preferido de "eliminación", como solía decir él mismo.

– La asesinó -murmuró Anna.

Greta se enderezó y la miró como si estuviera loca.

– Somos enfermeras, ¿no?

Greta Müller apartó la mirada. Aparentemente se debatía entre la furia y la pena.

– No entiendo nada de política -dijo por fin-. Soy una chica del campo. El Führer dice que los judíos y los gitanos son una infección. Hay que eliminar la infección para salvar el organismo, o sea la nación. Comprendo ese principio. Muchos de los mejores médicos lo respaldan. Incluso Sauerbruch.

Anna meneó la cabeza con impotencia.

– Pero hay algo que no entiendo.

– ¿Qué es?

La enfermera alzó la manta y señaló la garganta mutilada.

– De todas maneras, habría muerto.

– ¿Qué quieres decir, Greta?