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La enfermera se encogió de hombros y volvió a cubrir la cara del cadáver.

– A veces la vida nos obliga a hacer cosas penosas. Pero uno no tiene por qué disfrutarlo.

Sentada rígidamente en un rincón de la cuadra de judías, Rachel abrazaba a Jan y Hannah contra su pecho. En el otro extremo, Frau Hagan espiaba la Appellplatz a través de una grieta en la puerta. Las veteranas estaban convencidas de que habría represalias.

Rachel no conocía las represalias. En el breve tiempo que llevaba en el campo, no las había visto. Algunas mujeres murmuraban que ojalá los SS mataran a todos los gitanos, ya que era una de los suyos quien había atacado a Brandt. Qué locura. Enloquecidas por el miedo, esas buenas personas dirigían sus iras contra una mujer cuyo único crimen había sido tratar de hacerse justicia contra el asesino de su hijo. Si Brandt violara a Jan, Rachel reaccionaría de la misma manera y probablemente sufriría la misma suerte.

Rogó que la gitana estuviera muerta. ¡Destrozada por los perros! Se estremeció. No podía esperar más a que Schörner la mandara llamar para preguntar por qué no comía los alimentos que le enviaba. Quería convencerlo de que su ayuno se debía al miedo que sentía por la seguridad de sus hijos, y que se acostaría con él de buen grado a cambio de su protección…

Ya no podía esperar. En cualquier momento, Brandt podía llevarse a Jan en reemplazo del gitanito. Podía ordenar una selección y llevarse a los dos niños al pabellón de meningitis. No; tenía que ver a Schörner y negociar con él. Le daría lo que quisiera. Que Frau Hagan lo llamara colaboración: ella no tenía hijos que proteger. Rachel tenía una idea fija. El día que llegaran los ejércitos aliados -rusos o norteamericanos, le daba lo mismo-, encontrarían a Rachel Jansen en la puerta de Totenhausen con sus dos hijos en brazos.

Vivos.

23

Al fin y al cabo, Rachel no tuvo que juntar fuerzas para entrar en la oficina del comandante Schörner y pedir audiencia con él. Quince minutos después de la muerte de la gitana, Weitz fue a buscarla a la cuadra para que se presentara inmediatamente.

Su primera reacción fue de pánico. Pensó que Schörner, cansado de esperar, había decidido castigarla.

– La polaca cuidará a los mocosos -murmuró Weitz con malhumor cuando cruzaban la Appellplatz -. Me parece que esa perra está enamorada de ti.

Atravesaron la oficina del secretario para presentarse directamente ante Schörner. El comandante aguardaba sentado detrás de su escritorio. Estaba bien afeitado y su casaca estaba prolijamente abotonada hasta el cuello. Despidió a Weitz con un gesto y abrió la boca, pero Rachel se adelantó.

– ¡Un momento, por favor, Sturmbannführer ¿Puedo hacerle una pregunta?

Su resolución desconcertó a Schörner.

– Hágala -concedió.

– Es una pregunta difícil, Herr Sturmbannführer.

– No soy quisquilloso.

– ¿Es usted un hombre de palabra, Sturmbannführer?. -preguntó Rachel, esforzándose por pronunciar el alemán a la perfección-. ¿Un hombre de honor?

Había temido que reaccionara indignado, pero Schörner se echó atrás en su silla y la miró con interés. Optó por responder a su pregunta con otra.

– ¿Sabe qué es el honor, Frau Jansen? Yo se lo diré. Cuando nuestro ejército entró en Atenas, un oficial alemán ordenó a un soldado griego que arriara su bandera en la Acrópolis. El griego arrió la bandera, se envolvió en ella y se arrojó del parapeto para morir. Eso es honor. -Schörner miró hacia la ventana de su oficina. -¿Cree que Sturm y sus hombres tienen alguna idea de lo que es el honor? -preguntó con desdén.

"Otra vez el sargento Sturm", pensó Rachel. "¿Por qué se odian tanto? ¿Por qué un oficial se preocupa tanto por un sargento?"

– Si mañana los rusos invadieran este campo -prosiguió Schörner-, Sturm le besaría el culo al primer soldado raso que pasara el portón y le ofrecería un reloj.

– ¿Y usted, Sturmbannführer!

Schörner juntó las puntas de los dedos y la miró a los ojos:

– Esa pregunta sólo se puede responder el día de la batalla. Pero le diré una cosa: Respaldo mi palabra con mi vida.

– Es lo que quería saber, Sturmbannführer. Porque quiero pedirle un favor.

Schörner bajó los párpados:

– ¿Un favor?

– Usted me ha pedido algo. Me pregunto si puedo pedirle algo a usted.

– Aja. Bueno, dígame.

Rachel se quedó sin palabras. Había ensayado su discurso mientras cruzaba la Appellplatz, pero eso de suplicar como una mendiga y ofrecer su cuerpo a cambio… era demasiado difícil.

– ¡Hable! -exclamó Schörner mientras se paraba de un salto-. ¿Qué le pasa? Weitz dice que se niega a comer. ¡No crea que es fácil conseguirle comida! Los demás prisioneros padecen igual que usted, pero no tienen problemas para comer. Al contrario, devoran su ración como cerdos.

Rachel no pudo contenerse:

– ¡Mis hijos, Sturmbannführer! ¡El varón! Me preocupa que… -No pudo seguir. Si Schörner considerara a Jan un obstáculo para sus relaciones sexuales, le bastaría dar la orden de mandarlo a la Cámara E y…

– ¡Hable, mujer! -vociferó. Tuvo que decir la verdad.

– A veces… a veces desaparecen algunos varoncitos, Sturmbannführer.

Totalmente desconcertado, Schörner quedó paralizado durante varios segundos. Por fin fue a la puerta y se aseguró de que estuviera totalmente cerrada.

– Se refiere a Herr Doktor Brandt, claro -murmuró.

Rachel asintió.

– Es verdad, el comandante tiene un… un problema -dijo, suspirando-. Una debilidad. Como hombre, como oficial alemán, lo desprecio. Sin embargo, lo tolero. No porque sea mi superior sino por una razón muy sencilla. Es un hombre competente. Más aún, creo que es un genio. ¿Me entiende? Brandt no es como Mengele y los demás curanderos que se hacen llamar médicos en Auschwitz. Estudió en Heidelberg y se recibió de médico en Kiel. Fue jefe del laboratorio químico de Farben antes de dedicarse a la investigación pura. Trabajó nada menos que con Gebhardt Schrader. -Schörner se frotó el mentón como si reflexionara acerca de qué le podía revelar. -Eso es lo que hace aquí: investigación. Farben le suministra materiales y equipos. Y en cuanto al objeto de su investigación, Frau Jansen… bueno, no importa. Las mujeres hermosas me hacen hablar demasiado. -Miró a Rachel de arriba abajo. -Usted piensa en una especie de trueque, si no me equivoco.

– Sí, Sturmbannführer.

– Sería lo más justo, pero debo ser sincero. No estoy en condiciones de proteger a su hijo. Brandt es el comandante, y tiene autoridad suprema sobre todos los residentes del campo, incluido yo.