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Schörner rió:

– Así es. Mi padre quería que fuese el Asquith alemán. Qué extraño, ¿no?

– Lo extraño es que un hombre que pensara así permitiera que su hijo ingresara en las SS.

– ¿Que me lo permitió? -Schörner se golpeó el muslo. -¡El viejo hipócrita me obligó! ¡De veras! Le contaré algo divertido. En el fondo, mi padre despreciaba a Hitler. El Führer era un trepador, un arribista, un tipo insignificante. Pero a partir de 1935, mi padre vio de dónde soplaba el viento. Lo mismo que muchos aristócratas. Decidió que tal vez Hitler sería capaz de curar los males de Alemania. Por lo tanto, convenía estar cubierto en todos los flancos. Mi hermano Joseph ya estaba en la Wehrmacht, cumpliendo con una tradición familiar. Está en Italia, en la plana mayor de Kesselring. Por eso, la familia alentó al joven Wolfgang para que ingresara en las SS. La aristocracia nacionalsocialista. La élite nazi.

– ¿Usted prestó el juramento de lealtad personal a Hitler?

– Sí. En 1936 no parecía demasiado difícil. Ahora… bueno, digamos que entrar en las SS no es lo ideal para un intelectual. O para un hombre educado a medias, como yo. Los intelectuales suelen hacer preguntas, y en las SS las preguntas están verboten.

Rachel se debatía entre la curiosidad y el miedo de provocar su ira y una represalia.

– Pero aunque las SS fueran una unidad de élite, ¿cómo puede un hombre educado como usted ignorar lo que han hecho durante estos años? Las cosas que he visto… y las que he oído contar…

Bruscamente el rostro de Schörner se volvió pétreo.

– Desde luego, se cometen excesos. Se hacen cosas que me parecen mal. La guerra es la oportunidad de dar rienda suelta a los bajos instintos que se reprimen en épocas normales. Podría contarle lo que sufrieron algunos camaradas míos a manos de los rusos. -Hizo una mueca de asco. -Pero francamente, si ganamos la guerra, nada de esto aparecerá en las conversaciones de salón, ni menos aún en los tribunales. Los carniceros serán héroes.

Atónita, Rachel habló sin medir las consecuencias:

– ¿Si ganan? No me dirá que ustedes… ¿Es posible que triunfen ante la invasión de los norteamericanos y los británicos?

Schörner sonrió con toda confianza:

– Ese es precisamente el problema que nos ocupa en Totenhausen. Estuve a punto de decírselo el otro día. -Se repantigó en el sofá; en momentos de buen humor, le complacía mostrarse generoso. -Usted tiene un poder extraño sobre mí -dijo-. Cuando estamos juntos, siento ganas de decir todo lo que pienso. Qué idiota, contarle todo a una mujer.

Sin embargo, no calló. Parecía disfrutar de lo absurdo de la situación.

– Frau Jansen, lo que le dije sobre la eficiencia del Doktor Brandt es la pura verdad. Es un precursor, un genio de la química. Sus gases bélicos representan la única posibilidad de arrojar a la fuerza de invasión aliada de vuelta al mar. Créame, el Soman puede detener a un número infinito de efectivos. Es lo que llamamos un arma de rechazo. Nadie puede ocupar la zona donde hay Soman. Si rechazamos a los Aliados en Francia este año, luego detendremos a los rusos en el este.

– Pero, ¿pueden ganar?

Schörner se erizó:

– Tal vez. Si no, podemos negociar la paz con conquistas territoriales importantes. Eso sería suficiente. La alternativa sería la destrucción de Alemania. -Schörner se inclinó hacia ella: -Por eso tolero los caprichos de Herr Doktor Brandt, Frau Jansen. Es un problema intelectual interesante, ¿no le parece? En épocas normales, lo mataría por esa debilidad. Pero estamos en guerra. Su valor para Alemania obedece a otras ecuaciones. Quizás a una matemática completamente distinta.

Rachel se preguntó cuál era su lugar en esa matemática "distinta". El representante de la "raza de los amos" conversaba amablemente con un miembro de la tribu que había jurado erradicar de la faz de la Tierra.

– Sturmbannführer, ¿no es peligroso para usted estar así con una judía? ¿Hacer lo que acabamos de hacer?

Schörner inclinó levemente la cabeza y rió:

– Tal vez. Pero en este lugar de locos, lo que acabo de hacer ni siquiera es una infracción menor.

La respuesta no satisfizo a Rachel.

– Soy judía. ¿Qué significa eso para usted?

Schörner alzó las manos palmas arriba:

– Para mí, usted es una mujer. Su religión me da lo mismo. Nunca pensé en ella. La verdad es que Brandt tampoco. Para él, todos somos cobayas de laboratorio.

– ¿Le daría lo mismo mi religión si yo fuera vieja y fea?

Schörner rió:

– Usted no es vieja y fea. A pesar de estar rapada, es muy hermosa. Pero por favor, no me provoque. Todas las sociedades tienen sus paradojas, Frau Jansen. Usted no se crió en un ambiente como el mío, por lo tanto no puede comprender las fuerzas que me llevaron a ocupar esta posición. La verdad es que yo tampoco puedo comprender la suya.

– Así es -murmuró Rachel.

Schörner se levantó, sin apuro pero con un gesto que indicaba el fin de la velada:

– No tengo la menor duda de que nada de lo que he dicho saldrá de estas cuatro paredes. Me comprende, ¿no?

Rachel sintió que en su pecho se corría un interruptor eléctrico. Esa extraña sensación de intimidad no era más que la certeza de Schörner de que tarde o temprano ella moriría, como cualquier otro prisionero. Le pareció increíble haberse atrevido a hablarle, a interrogarlo sobre su vida personal.

– Comprendo perfectamente, Sturmbannführer -dijo sumisa-. ¿Debo retirarme?

– Puede retirarse. No veo la hora de su próxima visita.

Rachel fue hacia la puerta.

– Un momento. Llévese el coñac.

Schörner le ofrecía la copa que ella había dejado sobre la mesa sin poder probarla. Pensó que podría llevárselo a Frau Hagan. La vieja polaca lo bebería sin problemas aunque fuera el regalo de un nazi. Pero Rachel no pudo tomar la copa. Pensaba que si aceptara algún objeto material de Schörner, sería su perdición. Que jamás recuperaría su alma aunque algún día lograra escapar de ese lugar.

Era una victoria pequeña, pero se aferró a ella.

Al salir del cuarto de Schörner, vio a un hombre que fumaba junto al edificio de la administración. Sintió terror al pensar que podía ser Sturm.

Al acercarse, vio que era un guardia con su perro. El hombre no le dio la voz de alto, pero le sonrió de una manera que la hizo correr.

24

– ¡El dinero es mío! -exclamó el sargento McShane.

Al pie de uno de los soportes de un poste de energía de veinte metros, Jonas Stern miraba fijamente a Ian McShane, parado a seis metros de él al pie del otro soporte. Los dos postes estaban unidos en lo alto por un travesaño de unos seis metros. El dispositivo era similar al que Stern debería escalar en Alemania. Tres cables eléctricos estaban tendidos desde el travesaño hasta otro poste cien metros cuesta abajo y de ése a un tercero en la orilla del lago Lochy. McShane le había apostado cinco libras a que, a pesar de la diferencia de edad, era capaz de llegar antes que él a la cima del poste y soltar una de las garrafas que pendía de los cables.