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– ¿Preparado? -insistió.

Stern miró sus borceguíes. Las clavijas de hierro estaban sujetas a sus pantorrillas; dos puntas filosas se proyectaban hacia adentro desde los arcos de sus pies. Habría descartado el cinturón de seguridad que lo sujetaba al poste, pero McShane insistía que era parte de la apuesta. Alzó el pie izquierdo a un metro de la tierra mojada y clavó la punta en el poste. Alzó el cinturón para que no le estorbara al saltar.

– Preparado -dijo.

– ¡Lo espero arriba! -exclamó McShane.

Stern empezó a trepar con movimientos convulsivos; su ascenso era veloz, pero el cinturón le estorbaba. Había jurado que en Alemania no lo usaría. Miró a su izquierda; lo maravillaban los movimientos elegantes de McShane al escalar. El sargento pesaba veinte kilos más que él, pero se deslizaba sobre el poste con la agilidad natural de un mono de la selva. Stern clavó la vista en el travesaño y se concentró en la tarea; al escalar se raspaba las mejillas y la cara interior de los antebrazos. Su mano derecha aferraba el travesaño cuando oyó la exclamación de McShane:

– ¡Me debe cinco libras, compañero!

Stern alzó la vista. El robusto montañés ya estaba sentado sobre el travesaño, sus piernas pendían bajo la falda escocesa y su rostro coronado por la boina verde lo miraba risueño. Stern oyó un zumbido suave: treinta metros cuesta abajo, una garrafa verde oscuro bajaba por el cable que nacía entre las piernas de McShane.

Stern extendió el brazo y dio un tirón a la soga de caucho que colgaba del rodado más cercano a él para extraer la clavija que sostenía la garrafa. Impulsada solamente por la gravedad, la garrafa verde se alejó del poste y tomó velocidad. El dispositivo parecía un gran tubo de oxígeno sujeto por el cuello a una silla aérea desbocada, pero funcionaba con total precisión.

– No tengo cinco libras -gruñó Stern al acomodarse lo mejor posible en el otro extremo del travesaño.

– Convídeme a una jarra de cerveza en Fort William. Eso es mejor que el dinero.

Stern asintió. Aún no recuperaba el aliento.

– Allá está Ben Nevis -indicó McShane-. La que parece un león agazapado. La montaña más alta de Escocia.

Stern alzó la vista para mirar hacia el otro lado del valle. Hacia el sur vio una loma boscosa envuelta en brumas. El lago Lochy brillaba como la pizarra pulida bajo el sol pálido.

– Creo que ya sabe cómo hacerlo -dijo McShane, alzando la voz por encima del silbido del viento-. Claro que necesitaría un mes de entrenamiento para alcanzarme.

– Lo hace muy bien -admitió con renuencia-. Lo que no entiendo es por qué tanto esfuerzo. Usted no es el que va…

Miró fijamente a los ojos azules del montañés. McShane guiñó.

– Por fin se da cuenta. Diablos, le tomó apenas una semana.

– Carajo, y no decía nada. ¡Usted va a colgar las garrafas!

– ¿Qué es eso de colgar las garrafas? -gruñó McShane con fingida indignación-. ¡Soy el jefe de la misión!

– ¿Quién irá con usted?

McShane echó una ojeada cauta en derredor, lo que a Stern le pareció ridículo considerando que estaban a veinte metros del suelo.

– Tres instructores -dijo-. A veces nos cansamos de servir de niñeras a los cachorros como ustedes. Me parece que ésta será la última incursión comando de la guerra. Quiero decir, en el sentido tradicional. Disparar y huir, como se dice.

– Para ustedes es como un juego, ¿no? -dijo Stern, hosco-. La guerra es un juego.

McShane no dejó de sonreír, pero sus ojos se entrecerraron.

– A veces. Y no está mal. Así, cuando las cosas se ponen feas, uno mantiene el equilibrio. Pero le diré una cosa. Cuando la Luftwaffe arrasaba Londres y los muchachos de la Fuerza Aérea caían como moscas sobre el Canal, eso no era un juego. Churchill nos hizo cruzar a Europa sólo para demostrarle a Hitler que Inglaterra no se entregaba. Nos destrozaron. En esos dos años perdí más de un buen compañero. Bueno, pero ya llega el momento de ajustar las cuentas.

McShane dio un puntapié a la tercera garrafa que pendía del cable.

– La mayoría sólo espera la invasión. Pero los montañeses somos gente rencorosa. A veces, para nuestro propio mal. Smith me ofreció la oportunidad de dar un buen golpe a los hijos de puta, y no la iba a desperdiciar.

Stern jamás había pensado que se identificaría con un soldado británico, pero era justamente lo que sentía en ese momento.

– ¿Qué sabe sobre la misión, sargento?

McShane contempló las laderas grises.

– Sólo lo que necesito saber. Igual que usted. No quiero saber más. -Verificó que las clavijas estuvieran bien sujetas para iniciar el descenso. -Alégrese de que vaya yo. Necesitará ayuda.

– ¿Por qué lo dice? Sé cuidarme muy bien.

– ¿De veras? -McShane rió suavemente. -Espero que sepa esconderse mejor que a esa bicicleta. La encontré hace cuatro días.

Stern lo miró boquiabierto.

– No se preocupe. El coronel no está enterado. La llevé a la casa del campesino. -El montañés aferró la clavija que sostenía la garrafa. -Hará muy bien lo que tenga que hacer -dijo-. Smith sabe lo que hace. Eligió al hombre adecuado para la misión. -Sacó la clavija de un tirón. -Y yo soy el más adecuado para la mía. Si hay alguien capaz de colgar estas garrafas, guardar todo el equipo y huir sin que Adolf se dé cuenta de nada, somos los muchachos de Achnacarry.

La garrafa se deslizaba rápidamente por el cable. En verdad, era bueno saber que McShane le allanaría el camino. No sentía demasiada estima por los demás instructores, pero al cabo de cinco días de entrenamiento, debía reconocer que en su vida jamás había conocido soldados mejor entrenados.

La garrafa saltó al pasar el segundo travesaño y continuó el descenso hacia el lago.

– ¿Cuándo irán? -preguntó Stern-. Según mi cálculo, ya es hora.

– Se supone que las garrafas deben llegar de Porton Down dentro de una hora -dijo McShane con calma-. Mis muchachos y yo partiremos inmediatamente.

– ¿Esta noche? -preguntó Stern, excitado.

McShane se quitó el cinturón de seguridad, se bajó del travesaño y hundió las clavijas en el poste. Miró a Stern y sonrió:

– Ojalá estuviera ahí para ver las garrafas entrar en el campo. Qué espectáculo, ¿no? Una sola noche y no sale nadie con vida.

– Salvo McConnell y yo -dijo Stern.

– Exactamente -replicó McShane-. Eso es lo que quería decir.

Más allá del recodo del Arkaig, donde el cauce del río torcía hacia el castillo, McConnell guardó sus textos de química y alemán en una mochila de cuero e inició la marcha hacia el campamento. Estaba cansado, harto de estudiar y su estómago clamaba por alimentos. Tomó un atajo por una parte del bosque llamada Mile Dorcha, la Milla Negra. El motivo del nombre saltaba a la vista. Lo que había sido una huella abierta en el bosque se había convertido en un túnel bajo las ramas de los árboles. La senda en sí corría entre dos taludes cubiertos de musgo y líquenes. Uno esperaba oír en cualquier momento el martilleo de los cascos de un caballo y la aparición del jinete fantasma.