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Lo que salió del bosque y sobresaltó a McConnell no fue un jinete, sino un hombre de unos sesenta años. Vestía una hermosa falda escocesa, una boina verde y borceguíes gastados. El extraño de ojos grises lo aguardaba inmóvil junto al camino. Cuando McConnell se acercó, alzó su bastón y dos dedos a guisa de saludo.

– Hola -dijo McConnell.

– Lindo día para pasear -replicó el hombre, y se puso a marchar a su lado.

– Así es -convino Mark.

El extraño no dijo más. McConnell no se sintió obligado a hablar ni, para su propia sorpresa, incómodo por el silencio. El caminante con falda parecía estar en total armonía con el entorno; formaba parte del paisaje, como el musgo y los troncos retorcidos. En el silencio fecundo, McConnell reflexionó sobre los hechos de la última semana. Había descubierto muchas cosas sobre sí mismo en Achnacarry. La operación de emergencia junto al río le había provocado un estado de euforia y a la vez le recordaba su vida antes del laboratorio en Oxford. Significaba el comienzo de una recelosa amistad con Stern. El judío taciturno se negaba a revelar qué clase de instrucción recibía, pero cada vez que McConnell oía un estampido sordo entre las laderas, en su mente veía a Stern accionar el detonador.

Después del incidente junto al río, lo había sorprendido en dos ocasiones más. El día anterior, los sargentos McShane y Lewis se habían acercado al trote, cargando sobre los hombros un grueso tronco de tres metros de longitud. Lewis tenía la rodilla vendada, pero se esforzaba por demostrar que Stern no lo había dejado fuera de combate. Cuando los dos sargentos fingieron entregar el tronco a McConnell, éste asombró a todos al cargarlo sobre su hombro y llevárselo por la cuesta, aparentemente sin esfuerzo. No les dijo que cuando era estudiante secundario, durante las vacaciones trabajaba en una fábrica de creosota, donde él y doce negros incansables cargaban palos enormes bajo el sol ardiente de Georgia nueve horas por día.

Por la noche, cuando él y Stern asistieron a un curso al aire libre sobre la cocina de supervivencia, McConnell entró a formar parte de las tradiciones de Achnacarry. El cocinero, un sargento, desafió al auditorio a identificar el animal cuya carne asada comían junto al fuego. Cuando los desconcertados comandos franceses -y Jonas Stern-oyeron que el manjar asado que tenían en la boca era rata de Achnacarry, huyeron en tropel hacia el río para vomitar. McConnell comió tranquilamente su ración y luego explicó que durante la Gran Depresión se había acostumbrado a comer caimán, zarigüeya, nutria, víbora y mapache. Se ganó la amistad imperecedera del cocinero al opinar que la carne de rata era superior a la de nutria, un gran roedor del sudeste norteamericano.

Con todo, eran episodios aislados. La incertidumbre sobre la misión, la impaciencia por iniciarla, los apartaban de los soldados, que sabían que sus batallas contra los alemanes no comenzarían antes de la primavera boreal.

– Usted es el norteamericano, ¿no?

McConnell se sobresaltó al oír la voz. El paso del escocés era tan ágil y sigiloso que casi había olvidado su presencia.

– El pacifista del que tanto se habla.

McConnell miró un instante el rostro curtido bajo la boina y luego volvió la vista al camino. En el extremo del túnel de árboles brillaba un arco de luz, como la ventana de una gran catedral.

– Así es. Pero lamento no saber quién es usted.

– Perdóneme. Creí que habría reconocido el tartán. Soy Donald Cameron.

– ¿Sir Donald Cameron? ¿El laird de Achnacarry?

El montañés sonrió:

– Sí. Suena impresionante, ¿no? -Contempló las altas copas de los árboles, sumidas en las sombras. -Es un hermoso atardecer.

– Sí, señor. Estas montañas me recuerdan las de mi estado natal.

– ¿Cuál es?

– Georgia. Estas colinas tienen la misma bruma y las mismas laderas arboladas que los Apalaches.

– Me han hablado de esas montañas. Muchos norteamericanos vienen aquí. En busca de sus raíces, dicen. Muchos Cameron perdieron sus tierras durante las grandes evacuaciones. Unos cuantos se fueron a Estados Unidos. Incluso a sus montañas.

A medida que se acercaban al arco, su luz parecía atenuarse.

– ¿De veras? -dijo McConnell-. Cuando me dijeron su nombre, fue una sorpresa para mí.

– ¿Por qué le sorprende, muchacho? Los Cameron poseen esta tierra desde hace setecientos años.

McConnell oyó el ruido del agua torrencial.

– Justamente por eso. Mi segundo apellido es Cameron.

El laird no dejó de caminar, pero se volvió para mirarlo:

– No me diga. ¿Cuál es su apellido?

– McConnell.

– Aja, un irlandés.

– Mi abuela era Cameron.

– Bien, hay dos familias Cameron por aquí. Los de Lochiel y los de Erracht. -Sir Donald le guiñó un ojo. -Esperemos que su abuela fuera una Lochiel, ¿eh?

Salieron de la Milla Negra a la suave luz invernal. El aire estaba impregnado de un rocío helado. El laird lo condujo a un puente peatonal de piedra y señaló las dos cascadas que caían al fondo del lago bajo los arcos. Aspiró el aire profundamente y con satisfacción.

– Parece que los muchachos han estado acosándolo por este asunto de su pacifismo, ¿no?

McConnell vaciló:

– Un poco.

– ¿No se cree apto para la batalla?

– Sólo creo que hay mejores maneras de hacer las cosas.

El laird sonrió melancólico.

– Sí, así parece después de todo lo que ha pasado. Pero los hombres son animales sanguinarios.

La luz cambiaba rápidamente, la espuma blanca de las cascadas se tornaba plateada en el crepúsculo.

– Cuando el príncipe Carlos Eduardo quiso iniciar la rebelión -dijo Cameron-, mi antepasado, a quien llamaban el Pacífico Lochiel, fue a hablar con él para que desistiera. Le dijo al príncipe que el momento no era oportuno.

– ¿Lo convenció?

– Lamentablemente, no. Empezó la rebelión y Lochiel combatió como cualquiera. Pero sabía que estaba condenada a fracasar. Todo terminó en la masacre de Culloden. -Sir Donald lo miró y asintió lentamente. -Lo que quiero decir, muchacho, es que uno no es más hombre por pavonearse y golpearse el pecho. El sabio prefiere la paz a la guerra. -Alzó el índice: -Y el sabio elige el momento de pelear. Al menos, cuando se puede.