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Al acercarse a un recodo en la senda, oyó un golpe sordo más adelante. Le pareció vagamente conocido, pero la lluvia alteraba los ruidos. Al doblar el recodo oyó un susurro de hojas entre los árboles a su izquierda, seguido por otro golpe. Pensó que tal vez el sargento Sturm lo espiaba para averiguar qué hacía en el bosque por las noches.

Segundos después, Willi se detuvo en seco sobre la senda barrosa. A diez metros de él había un hombre gigantesco enfundado en un uniforme oscuro. En el espacio que debía ocupar la cara sólo se veían los blancos de un par de ojos. Al ver el paracaídas y las cuerdas agitados por el viento, una vocecilla interior dijo Kommando. La desoyó. ¿Acaso no estaba en tierra alemana, a gran distancia del frente más cercano? Tal vez el comandante Schörner había dispuesto un operativo para ejercitar a los efectivos de Totenhausen. Eso lo hizo vacilar un instante, antes de buscar la pistola en la cartuchera que llevaba en el cinturón.

Un destello se abrió como una flor frente al paracaidista.

Willi sintió un golpe brutal en el estómago. A continuación, descubrió que contemplaba el cielo lluvioso sobre Mecklenburg. El paracaidista se inclinó sobre él. Willi se sintió más desconcertado que temeroso. Y cansado. Insólitamente cansado. Ante sus ojos, la cara pintada de negro giró, se borró y en su lugar aparecieron los rasgos tiernos de Sybille Kleist. Había cambiado. Estaba… hermosa. Antes de perder el conocimiento, Willi pensó que, después de todo, tal vez la amaba.

– Está muerto, Ian -dijo una voz en inglés. El sargento McShane dio un puntapié al cadáver, que no reaccionó.

– Asegúrate -ordenó.

Una silueta oscura se arrodilló junto al alemán y le hundió una daga en el corazón.

– Documentos -dijo McShane.

El hombre arrodillado hurgó en los bolsillos del muerto hasta encontrar una billetera de cuero marrón.

– Es un sargento. SS Oberscharführer Willi Gauss. Tarjeta de racionamiento con la palabra Totenhausen.

McShane asintió:

– Me parece que un sargento a solas con una pistola no es una patrulla, Colin. Pero alguien podría esperarlo en el campo.

El instructor de tiro de Achnacarry alzó la vista:

– Huele a alcohol, Ian.

McShane vigiló la senda mientras se desenganchaba del paracaídas. Segundos después, otras dos sombras corrieron hacia él. Ambos eran instructores en Achnacarry. Uno era Alick Cochrane, un montañés de físico similar al de McShane, y el otro John Lewis, el maestro de yudo humillado por Stern el primer día de la instrucción. Mediante vendas, ejercicios constantes y bolsas de hielo durante las noches, Lewis había cumplido su promesa de recuperarse a tiempo para la misión.

– ¿Dónde estamos, Ian? -preguntó Alick Cochrane.

– Entre los dos grupos principales de lomas. Al oeste del pueblo y el campo, como queríamos, pero demasiado al sur. Tormenta de mierda. Pero pudo ser peor, ya que tuvimos que saltar a ciegas.

– Eso -asintió Cochrane-. Creo que no habría saltado si tú no lo hubieras hecho primero.

– ¿Dónde están las garrafas y el equipo? -preguntó Lewis.

McShane contempló las laderas oscuras, alzando una mano para protegerse los ojos, azotados por el viento y la lluvia.

– Deberían de estar al norte de aquí, en el llano. Donde debíamos caer nosotros. Se supone que la usina está en la cima de esas lomas a la izquierda. Es decir, al este.

Colin Munro limpió su daga y se puso de pie.

– ¿Cómo quieres hacerlo, Ian?

McShane contempló al muerto sobre la senda e intentó poner orden en sus pensamientos. Desde que ingresaron en el espacio aéreo alemán, todo empezó a andar mal. Habían partido de la base aérea de Wick, en Escocia, en el aparato más secreto de la Escuadra de Tareas Especiales, un JU-88A6 de la Luftwaffe que había realizado un aterrizaje forzoso en Cornualles. El SOE lo había equipado para misiones de alta prioridad en Europa. Al mando de un piloto de la Real Fuerza Aérea que hablaba alemán, el Junker los transportaba sin problemas sobre los Países Bajos, pero de pronto se alteró el clima. Una tormenta del Báltico había virado inesperadamente hacia el sur para descender como un muro sobre la antigua frontera alemana. El piloto quería volver, pero McShane lo obligó a penetrar en la tormenta. Siguiendo el curso del río Recknitz, transportó a los comandos prácticamente al lugar previsto.

Se lanzaron a ciegas, sin bengalas ni radio que los guiara, y por puro milagro aterrizaron ilesos. Pero los paracaídas de carga con las garrafas tardaron demasiado en caer. McShane sabía que los hallarían; no los había perdido de vista mientras caían. El problema era el cadáver tendido a sus pies. Por haber estado en el lugar equivocado en el momento menos oportuno, el Oberscharführer Willi Gauss podía echar a perder la misión antes que McConnell y Stern llegaran a Alemania. McShane miró alrededor. Era muy posible que alguien oyera los disparos fatales. Los silenciadores de las metralletas Sten eran poco eficaces.

– ¿Ian? -insistió Cochrane.

– Enterrémoslo aquí, en el bosque -replicó McShane-. Junto con los paracaídas. No hay tiempo para otra cosa. Después vamos a buscar las garrafas, enterramos los paracaídas de cargas y subimos la cuesta.

– Hablando de garrafas -dijo Colin Munro-. Si dejamos las estacas de carga y cada uno alza una garrafa sobre el hombro, reducirnos el tiempo de transporte a la mitad. Sobre todo en estos bosques.

– Son más pesadas que la mierda -comentó Lewis.

– No tanto como los troncos en Achnacarry -dijo McShane-. ¿Aguantará tu rodilla, John?

– Me arreglaré.

– Bien. Llegó el momento de poner en práctica esa chachara que damos a los reclutas sobre…

– ¡Cuerpo a tierra!

McShane cayó sobre la nieve húmeda junto al cadáver de Willi Gauss.

– ¿Qué viste, Alick?

Cochrane le tomó el brazo y señaló hacia el bosque.

Cuarenta metros al norte, una luz amarilla brillaba entre los árboles. Al cabo de treinta segundos de observación, McShane decidió que era una luz estacionaria.

– ¿Qué hacemos? -preguntó Lewis.

– Cerramos el pico y rogamos que se apague.