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Desde la ventana del frente de su casa, Sybille Kleist trataba de penetrar la oscuridad. Conocía los ruidos de sus bosques. El breve tableteo que atravesó la noche después de la partida de su adorado Willi no formaba parte de la serenata mecklemburguesa normal. Tal vez era su amante que volvía para hacer el amor una vez más -al menos, eso deseaba-, pero Willi no reapareció.

Chupó ávidamente el cigarrillo y lamentó por enésima vez no tener teléfono. Claro que no podía comunicar sus temores a nadie. Sus amores con Willi saldrían a la luz y sería el fin de todo. La vida se volvía demasiado complicada. ¿Qué haría al regresar su esposo? Divorciarse de un heroico capitán de submarinos, aunque fuese un pelmazo, la convertiría para siempre en una ramera infiel, además de una enemiga de la patria.

Las cosas nunca resultaban como una quería.

Observó y escuchó ansiosamente durante un minuto más, pero acabó por volver a la cama. Encendió otro cigarrillo. Las sábanas todavía estaban húmedas por causa del entusiasmo de Willi. Al pensar en él, recordó el ruido que había oído en la senda. Seguramente era un ciervo que se frotaba la cornamenta contra un árbol. Pero sería un alivio volver a ver a Willi.

– Arriba la compañía -susurró McShane-. Faltan apenas siete horas para el amanecer. Después de montar las garrafas y ocultar la radio, tenemos que volver a la playa.

Colin Munro sacó una pala de trinchera de su mochila:

– Enterremos al hijo de puta de una buena vez.

Tardaron noventa y seis minutos en enterrar a Willi Gauss, hallar las ocho garrafas, sujetar los mecanismos de rodamiento y los brazos de suspensión a las cabezas de aquéllas y enterrar los paracaídas de carga que habían transportado los equipos a tierra. Necesitaron dos horas más para cargar las ocho garrafas -y la caja que debían ocultar donde luego la recogerían McConnell y Stern- hasta la cima de la colina más alta.

Se instalaron al pie del primer poste por fuera del alambrado que cercaba la usina transformadora. El edificio en sí estaba oscurecido para ocultarlo de los bombarderos aliados. Un zumbido grave en el bosque indicó a los comandos que la usina estaba funcionando. Cochrane efectuó un reconocimiento rápido: el lugar estaba desierto.

Lewis protestó que trepar el poste y trabajar con cables de alto voltaje bajo la lluvia era suicida. McShane no le prestó atención; se colocó las correas claveteadas, sujetó una soga enlazada a su cinturón y trepó rápidamente uno de los postes de apoyo, de veinte metros de altura. Colin Munro lo siguió. En la cima del poste, azotado por el viento y la lluvia helada, McShane sujetó el lazo al travesaño para mayor seguridad, desenrolló la soga larga y la utilizó para alzar el aparejo de poleas con que luego elevarían las garrafas de gas.

Los comandos trabajaron en silencio y a un ritmo febril. Habían ensayado la operación una docena de veces en Achnacarry. En tierra, Cochrane y Lewis sujetaban cada garrafa a su correspondiente rodamiento y alzaban todo el dispositivo hasta la cima del poste por medio del aparejo. McShane y Colin Munro se ocupaban de montarlo sobre los cables auxiliares.

En Achnacarry, Munro había dicho que la operación era como colgar un adorno de Navidad de sesenta kilos de una cuerda floja. La garrafa era el adorno, el rodamiento y la barra de suspensión formaban el gancho. Era una buena analogía, que todos adoptaron. Para colgar el adorno se requería una combinación de equilibrio perfecto con gran fuerza, ya que debían desengancharlo del aparejo que lo había alzado, luego elevarlo un poco más e instalarlo sobre el cable auxiliar externo; todo eso había que hacerlo sin que la carne o una pieza metálica rozara el cable electrificado que pasaba a pocos centímetros del auxiliar.

McShane ponía la fuerza, Munro el equilibrio. Instalado el rodamiento sobre el cable, Munro pasaba del travesaño a la garrafa, mientras McShane sujetaba al hombre y el dispositivo por medio de una soga de caucho atada a un gancho en el fondo de aquélla. McShane daba un poco de rienda para que la garrafa -y Munro aferrado a ella- se alejara hasta una distancia determinada del travesaño. Cuando se detenía, Munro sacaba de la riñonera que llevaba sujeta al cinto una clavija de dos patas engrasada y la introducía en un orificio en el mecanismo de rodamiento. Luego armaba los seis disparadores de presión que asomaban entre las gruesas mallas de alambre que cubrían las garrafas. Por último, abrochaba el extremo de una gruesa soga de caucho a la anilla que pendía de la clavija. Esa soga, sujeta en orden inverso a fin de liberar en primer término la garrafa más alejada del poste, le serviría a Jonas Stern para iniciar el ataque con gases.

El operativo se desarrolló de acuerdo con lo previsto, hasta llegar a la última garrafa. McShane y Munro habían decidido tomarse un minuto de respiro antes de colgarla del cable. Pendía debajo de ellos, suspendida del aparejo que Cochrane y Lewis manejaban desde el suelo. Descansaban sobre el travesaño -McShane sentado; Munro, con su increíble sentido del equilibrio, en cuclillas-, cuando oyeron un estruendo en la usina a sus espaldas.

No supieron si había caído un rayo o si una rama había tocado un cable electrificado, pero Ian McShane vio cuando el cable auxiliar se activó y la soga de caucho saltó en sus manos. El montañés no fue consciente de su grito; sólo sintió el tirón violento y su brazo reaccionó con fuerza. Bruscamente cesó la corriente y él cayó del travesaño.

Lo salvó su lazo. Suspendido del travesaño a dieciocho metros del suelo, estaba en la mejor posición para ver cómo su misión culminaba en una catástrofe. A su vista impotente, la garrafa más alejada del travesaño empezó a rodar por el cable hacia Totenhausen.

Entonces fue testigo de un acto insólito de coraje o de locura. Una sombra negra surcó el aire y se posó sobre la barra de suspensión que unía la tapa de la garrafa con el mecanismo de rodamiento. Al principio pensó que era un búho o una chotacabras.

Después vio que era Colin Munro.

El instructor de tiro había oído el grito de McShane y había visto cómo, al tratar de liberarse, arrancaba la clavija de la garrafa más alejada. Sin pensar en lo que hacía, Munro se lanzó desde el travesaño.

McShane extendió el brazo en un vano intento por detenerlo, pero llegó tarde. La máquina y el hombre ya aceleraban su descenso por el cable. Segundos después, desaparecieron en las tinieblas.

Cuarenta metros más abajo, al acercarse al segundo poste, Colin Munro sintió el chisporroteo de la electricidad en su pelo. Estuvo a punto de perder el valor al comprender que el cable del cual pendía estaba electrizado, y que él mismo lo estaba. Ya era un milagro que no hubiese activado uno de los disparadores armados de la garrafa; en ese caso ya estaría muerto. Sabía que durante algunos segundos no corría peligro. Así como un pájaro puede posarse sobre un cable eléctrico, también puede hacerlo un hombre siempre que no haga masa y que el voltaje no sea excesivo. Más sereno, pudo hacer algunos cálculos rápidos.

Le quedaban unos treinta segundos antes de que el rodamiento llegara al poste siguiente, destrozara la porcelana aislante y provocara un cortocircuito en todo el sistema. El "adorno de Navidad" continuaría el descenso hasta Totenhausen y se detonaría al estrellarse contra el suelo; los gases mortales invadirían sus pulmones… si es que no lo mataba antes la caída. Sería el fin de la misión, y también de sus camaradas. En tanto, su voz interior repetía lo que él había inculcado a miles de reclutas en Achnacarry: "Muchachos, por buena que sea, la instrucción no prevé todas las situaciones. Siempre habrá un imprevisto para saber si uno es hombre de verdad".