– Bueno… empieza por el principio.
3
Los ojos de Mark se pasearon sobre los parroquianos que aún permanecían en el local. A la mitad de ellos los conocía de vista. Dos eran profesores que trabajaban en el desarrollo de armamentos. Bajó la voz.
– Hace un mes -comenzó-, llegó a mi laboratorio una muestra de un líquido incoloro con el rótulo Sarin. Yo debía analizarlo. La mayoría de las muestras provienen de fuentes civiles anónimas, pero esta no. La trajo un general de brigada escocés llamado Duff Smith. Es un viejo veterano manco que me presiona desde hace años para que lo ayude a desarrollar armas químicas ofensivas. El general Smith dijo que quería una evaluación inmediata de la capacidad mortífera de Sarin. Y luego que desarrollara un filtro eficaz para la máscara antigás. Pero en el caso de Sarin la máscara no sirve. Todo el cuerpo necesita protección.
– ¿Es un gas alemán? -preguntó David, pensativo-. ¿O lo desarrollaron los aliados?
– Smith no quiso decírmelo. Pero me advirtió que tomara precauciones especiales. ¡Cristo!, cuánta razón tenía. Nunca he visto nada igual. Sarin mata al causar un corto circuito en el sistema nervioso central. Según mis experimentos, es treinta veces más mortal que el fosgeno.
David no se inmutó.
– ¿Entiendes lo que digo, David? El fosgeno fue el gas más mortal de la Primera Guerra Mundial. Pero en comparación con Sarin es… nada. Una décima de miligramo, una gota del tamaño de un grano de arena, te mata en menos de un minuto. En esa concentración mortal es invisible y atraviesa la piel humana. ¿Entiendes? Mata a través de la piel.
David movía la boca en silencio.
– Sí, entiendo. Sigue.
– La semana pasada, el general Smith vino a verme otra vez. Me preguntó qué pensaría yo si me dijera que el Sarin era un gas alemán y que el arsenal aliado no poseía nada parecido. Quería saber qué podía hacer yo para proteger las ciudades aliadas. Le dije que honestamente no podía hacer nada. Sería imposible proteger del Sarin a los habitantes de una ciudad. No es como los bombardeos. Estos son terribles, pero cuando pasan, la gente sale de los refugios. En cambio el Sarin, si el tiempo lo permitiera, permanecería ahí durante días y días, en las calles, las ventanas, el césped, la comida, todo.
– Ya, ya. ¿Y qué pasó?
– Smith dice que Sarin es un gas alemán. Dice que lo robaron del corazón del Reich. Y algo más: dice que me equivoco, que sí puedo hacer algo para proteger nuestras ciudades.
– ¿Y bien?
– Puedo inventar un gas igualmente mortal para que Hitler no se atreva a usar el Sarin.
David asintió lentamente.
– Si lo de Sarin es cierto, no veo qué alternativa nos queda. ¿Cuál es el problema?
– ¿De veras no te das cuenta? -preguntó Mark, decepcionado-. ¡Mierda!, lo sabes mejor que nadie.
– Oye, no me vengas con discursos pacifistas. Creí que habías asumido tu situación. Carajo, si trabajas con los ingleses desde 1940…
– Sólo en tareas de defensa.
David infló las mejillas y expulsó el aire ruidosamente.
– La verdad es que nunca entendí ese argumento. Uno trabaja para la guerra o no lo hace.
– Créeme, David, la diferencia es muy grande. Hasta en Oxford, que se precia de ser tan tolerante, soy el leproso oficial.
– Suerte para ti que estás en Oxford. En mi base aérea te reventarían a golpes.
Mark se frotó las sienes con las palmas.
– Escucha, comprendo la lógica de la disuasión. Pero nunca hubo un arma parecida a ésta. Jamás. -Miró con alivio a los dos profesores que salían de la taberna. -David, te diré algo que la mayoría de la gente no sabe. Nunca hemos hablado de esto. Hasta hace un mes, el gas venenoso era el arma más compasiva del mundo.
– ¿Cómo?
– Como oyes. A pesar del dolor insoportable de las quemaduras y el horror de las armas químicas, el noventa y cuatro por ciento de los hombres que sufrieron sus efectos en la Primera Guerra Mundial recuperaron la aptitud para el combate en nueve semanas. Nueve semanas, David. La tasa de mortalidad del gas venenoso es del dos por ciento, más o menos. La de los cañones y fusiles es del veinticinco por ciento: diez veces más alta. Tenemos que aceptar que lo de nuestro padre fue una lamentable excepción.
El entrecejo fruncido de David dejaba traslucir su desconcierto.
– ¿Que tratas de decirme, Mark?
– Trato de explicarte que antes de conocer el Sarin, mi rechazo de la guerra química se debía principalmente a que los soldados quedaban paralizados por el miedo y a las secuelas psicológicas de las heridas. Las estadísticas no expresan toda la verdad, sobre todo cuando hablamos del dolor humano. Pero con el Sarin, la guerra química pasa a otro plano. Es un arma cuya tasa de mortalidad es cuatro veces más alta que la de los cañones y fusiles. Sarin es ciento por ciento fatal. Mata todos los seres vivos que toca. Prefiero ir al frente con un fusil antes que crear un arma tan destructiva.
La pose de David revelaba su disgusto al entrar en ese terreno.
– Escucha, una vez juré que jamás volvería a discutir contigo sobre estos temas. Papá era igual. El Sermón de la Montaña contra la ametralladora. Gandhi contra Hitler. La resistencia pasiva no vencerá a Alemania, Mark. A los nazis Les importa un carajo. Si les ofreces la otra mejilla, los hijos de puta te la cortan. ¿Quién carajo bombardeó a papá con gas?
– Baja la voz.
– Bueno, está bien. No me gusta esta discusión. -El joven piloto se rascó el mentón donde ya crecía la pelusa. Estaba sumido en sus pensamientos. -Bueno, déjame hablar, ¿sí? En casa todos te llaman Mac. Desde siempre.
– ¿Y eso qué tiene que ver?
– Espera y verás. A mí me llaman David, ¿no? O Dave, o Slick. ¿Por qué te llaman Mac?
Se encogió de hombros:
– Será porque soy el mayor.
– No. Te llaman así porque eres igual a papá cuando era chico.
Mark se agitó, inquieto.
– Puede ser.
– Puede ser, no: es. Lo que tú no sabes o no quieres saber es que todavía actúas como él.
Mark se crispó.
– Nuestro padre, ese gran médico, pasó la mayor parte de su vida dentro de la casa. Escondido.
– ¡Era ciego, qué mierda!
– No -rebatió David con vehemencia-. Había sufrido daños oculares, pero era capaz de ver cuando se lo proponía.
Mark apartó la vista, pero no replicó.
– Y su cara estaba deformada, pero no tenía por qué ocultarla. Cuando yo era chico pensaba que hacía bien en esconderse. Pero no era así. La gente se habría acostumbrado a las cicatrices.
Mark cerró los ojos, pero la imagen en su mente se volvió más nítida. Vio a un hombre decrépito tendido sobre un sofá. Buena parte de su cara y su cuello estaban mutilados por los venenos abrasadores que habían bañado la mitad de su cuerpo y penetrado en sus pulmones. En su infancia Mark había visto a su madre colocar algodones sobre los ojos de ese hombre para restañar las lágrimas que fluían incontrolables de las membranas lesionadas. Una vez que aquél se dormía, la madre se retiraba a la cocina a llorar en silencio.