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Fortificándose contra el dolor, Munro aferró la barra de suspensión y alzó las piernas sobre el cable para frenar el descenso. La fricción del cable de acero envainado rasgó los pantalones de lana y la piel. El cable cortó hasta el hueso; Munro chilló, y supo que no tendría valor para mutilar sus manos.

A menos de quince metros del poste, recordó el lazo. Lo tomó de su cinturón con la izquierda y lanzó el mango sobre el cable delante del rodamiento.

La rueda quebró el mango como si fuera un palito, pero la soga se enredó en las horquillas de aluminio y trabó parcialmente el mecanismo. La garrafa patinó un par de metros y empezó a rodar otra vez. El mecanismo se tragó el lazo de un tirón.

El lazo arrastró consigo el brazo de Colin Munro. Atrapada bajo la rueda, su mano se quebró con un crujido aún más ruidoso que el del mango de madera. El rodamiento y la garrafa se deslizaron a lo largo de los últimos tres metros, arrastrando al paracaidista, que se debatía impotente.

La rueda se detuvo centímetros antes de llegar al poste. El cuerpo de Colin Munro siguió de largo. Arrojado sobre el aparejo, rozó el cable electrificado e hizo masa sobre el travesaño.

Sesenta y cinco metros cuesta arriba, Ian McShane vio un deslumbrante destello amarillo con un candente núcleo azul. Las luces remotas de Totenhausen parpadearon una, dos veces… y volvieron a encenderse.

En su prisa por descender, McShane se "quemó" con el poste. La creosota y las astillas rasparon la piel de sus brazos y cara. Apenas sus suelas golpearon la nieve, partió a la carrera cuesta abajo mientras Cochrane y Lewis sujetaban la soga de la última garrafa.

McShane halló el cuerpo de su camarada tendido boca abajo al pie del segundo poste. La mano derecha estaba mutilada, el brazo lacerado y roto, las piernas del pantalón cortajeadas y empapadas de sangre. Había olor a ozono en el aire, como si hubiera caído un rayo. Munro olía a pelo chamuscado y piel cocida. McShane cayó de rodillas y buscó el pulso de la carótida, aunque sabía que era inútil.

Permaneció agazapado, inmóvil, hasta que llegaron Cochrane y Lewis.

– ¿Qué mierda pasó, Ian? -preguntó Alick entre jadeos.

– ¡Mierda, mierda, mierda!. -gruñó McShane-. Se electrificó el cable auxiliar. Me dio una patada que me dejó ciego y tiré de la soga. Mis guantes de caucho estaban sucios, por eso la corriente me llegó al brazo. La garrafa escapó, pero Colin le saltó encima. Qué joder, él solo detuvo esa mierda.

McShane se paró y escudriñó la oscuridad sobre su cabeza.

– Allá quedó un resto del lazo. Colin lo usó para trabar el mecanismo.

– ¡Mierda! -murmuró Cochrane, contemplando el cuerpo de Munro.

– Hizo masa contra el poste -dijo McShane-. Cuando cayó a tierra ya estaba muerto.

– ¿Qué mierda le pasó en el pie? -preguntó Lewis.

El pie derecho de Munro estaba descalzo y tenía un boquete en el tobillo como si hubiera estallado por dentro.

– La corriente salió por ahí -explicó McShane-. Qué joder, le arrancó la bota. A mí no me agarró toda la corriente, o tal vez me pasó por el brazo y la pierna del mismo lado, sin tocarme las tripas. Colin no tuvo tanta suerte.

– No -murmuró Cochrane-. Pero salvó la misión, Ian. Nos salvó la vida.

– Así es, Alick. -McShane tuvo que esperar unos segundos para recuperar la voz. -Pero quedan dos garrafas por colgar. Una allá arriba y ésta aquí.

– ¿Y los alemanes? -preguntó Lewis-. Vi parpadear las luces.

McShane fue al poste más próximo y hundió una clavija en la madera.

– Una de dos: se dieron cuenta o no se dieron cuenta. Si vienen, tendrán pelea. Si no, cumplimos la misión. Dame tu soga.

Lewis se la entregó.

– Voy a quitar el lazo de Colin. Después arrastramos el aparato cuesta arriba y lo trabamos junto con los demás.

Alick lo miró fijamente. Admiraba tanta resolución, capaz de olvidar la muerte de un camarada para seguir adelante con una misión imposible. Pero sabía que su amigo no pensaba con claridad.

– Ian -dijo suavemente-, si tratamos de arrastrarlo moriremos electrocutados.

– Me parece que los cables auxiliares ya no están electrificados -contestó McShane-. El cortocircuito fue temporario porque Colin rozó los auxiliares y las luces allá abajo están encendidas.

Cochrane lo pensó un instante.

– También es posible que el cuerpo interrumpiera la corriente en los auxiliares por un instante. Puede haber corriente en ellos.

– Está bien, en ese caso… saltaré a la garrafa como hizo Colin y trabaré esa mierda donde está con algo que se rompa fácilmente, como una ramita. Cuando llegue el momento, lo destrabará el peso de las otras garrafas.

Cochrane se puso a buscar una rama adecuada.

– ¿Qué haremos con Colin? -preguntó Lewis-. ¿Quieres que lo entierre mientras tú te ocupas de eso?

McShane ya había hundido las dos clavijas en el poste e iniciado el ascenso, pero se detuvo y miró a Lewis a los ojos:

– Si pudimos hombrear las garrafas de gas, John, podremos llevar a Colin a la playa. Lo llevaré a Escocia para enterrarlo o moriré aquí con él.

Cochrane entregó dos ramitas a McShane.

– Son veinticinco kilómetros hasta la costa, Ian.

El montañés entrecerró los ojos.

– En ese caso, no hay tiempo que perder.

26

El sargento Gunther Sturm cruzó el campo de Totenhausen con paso enérgico y una sonrisa de satisfacción. Era una bella mañana y lo aguardaba una tarea de lo más agradable. Ese soberbio hijo de puta que lo tenía al trote desde septiembre había cometido un error. Se había prendado de la judía rapada que se pavoneaba por el campo como una princesa. Por tanto, era vulnerable.

Hasta la noche de la visita de Himmler, había tolerado al comandante Schörner, quien le permitía gobernar el campo a su manera. En los primeros días desde su arribo de Rusia, se habían producido algunos malentendidos, pero apenas comprendió que Schörner no le permitía abusar de la mala suerte de los prisioneros por razones de principios -y no para llenar sus propios bolsillos-, Sturm decidió actuar con discreción y limitarse a los objetos fáciles de ocultar y de vender a buen precio. Por ejemplo, los diamantes. Ambos se detestaban, pero no había reglamento que obligara a oficiales y suboficiales a congeniar.

La culpa la tuvo el viejo judío holandés, que le había puesto los diamantes en la mano en el preciso momento que se acercaba el tonto de Schörner. Entonces el comandante le recordó sus malentendidos previos. Como típico oficial, le echaba en cara sus faltas. El hijo de puta no perdía oportunidad de hacerle saber que podía arrestarlo cuando le diera la gana.