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Pero el comandante había cometido un desliz. ¡Encamarse con una judía! Una cosa era violarla al calor de la acción, pero eso era muy distinto. Tres veces sus espías habían visto a la Jansen salir del cuarto de Schörner avanzada la noche. Sólo reñía que elegir la mejor manera de proceder.

Por reglamento debía denunciar a Schörner al Herr Doktor. Pero acusar a un oficial de violar las leyes raciales de Nuremberg era un asunto delicado, sobre todo cuando el receptor de la denuncia era culpable del mismo delito en grado aún más repugnante. Otra alternativa era violar la cadena de mando para denunciar a Schörner ante una autoridad superior de las SS, por ejemplo ante el coronel Beck en Peenemünde. Pero la violación de la cadena de mando era un crimen en sí mismo. Para colmo, Schörner pertenecía a una familia importante. Quién sabe qué influencias tenía su padre en Berlín… y además tenía esa condecoración de mierda.

No había alternativa: la venganza particular era el camino. Y Sturm había elaborado un plan a prueba de error. Provocaría a la Jansen para que cometiera un acto desesperado. Entonces podría matarla con todo derecho. Brandt no se quejaría y Schörner no podría hacerlo sin revelar que estaba encariñado con una judía. Le fastidiaba infinitamente tener que recurrir a semejante plan. En cualquier otro campo no habría necesitado pretextos para desenfundar la pistola y matar a Rachel Jansen de una vez. Pero aquí era una cobaya de Brandt y no podía matarla sin motivo. Los diamantes serían el motivo. Valía la pena matar a la perra aunque tuviera que perder las gemas.

El lugar elegido para la emboscada era un callejón entre la cuadra de los SS y la perrera. El día y la hora eran ideales. Brandt había ido a Ravensbrück a presenciar un experimento; Schörner, a Dornow a interrogar a los aldeanos sobre Willi Gauss, el sargento desaparecido. Y era la hora en que la Jansen paseaba por el campo con Hagan, su jefa de cuadra. Para atraer a la judía al callejón, bastaba uno de sus niños.

Eligió al varón.

– Cavas tu propia tumba -dijo Frau Hagan-. Esto no puede terminar bien.

Rachel mantuvo los ojos clavados en la nieve mientras caminaban. -Los niños comen bien. Están engordando.

– ¿Por cuánto tiempo más? ¿Crees que Schörner nunca se cansará de ti? Tú no conoces su manera de pensar. Schörner se sentía solo, por eso te mandó llamar. En poco tiempo empezará a sentir asco de sí mismo, y serás tú quien pague por ello.

– No tengo alternativa. Es el único que puede proteger a Jan y Hannah.

– ¿De veras lo crees? El día de mañana, cuando Brandt ponga los ojos en Jan, ¿qué podrá hacer Schörner? Si desobedece una orden, Brandt lo mandará al paredón. Él dirá cualquier cosa con tal que abras las piernas. Como cualquier hombre.

– Él me eligió a mí, ¿recuerdas? No hablemos más sobre esto.

Frau Hagan alzó las manos con gesto de impotencia.

– Siempre escuchas mis consejos, salvo cuando hablamos de esto. ¿Crees que no lo he visto antes? ¿Alguna vez te preguntaste cómo hice para sobrevivir tanto tiempo?

– Eso sí me gustaría saberlo -dijo Rachel, mirándola a los ojos.

– Pues no lo hice actuando como tú. Ni como el zapatero. Escucha, en 1940 me trasladaron junto con otros setecientos polacos de Tarnow a Oscwiecim, en la Alta Silesia. Es lo que los alemanes llaman Auschwitz. Nosotros construimos el campo. Cavando todo el tiempo, sin agua ni comida. Sólo sobrevivían los más fuertes.

"Allí me hice comunista. Construimos una planta de caucho sintético en Buna. La llamaban Auschwitz Tres, y era el infierno en la Tierra. Había un tipo llamado Spivack, un polaco de Varsovia. Menudo, delgado, pero fuerte como un mono. Juntos acarreábamos ladrillos y cemento. Al cabo de una semana me di cuenta de que nunca había conocido a un tipo tan resistente. Al final del día, cuando los grandotes se desplomaban de cansancio, él seguía trabajando. Toda su resistencia estaba en la mente, ¿entiendes? Era comunista. Lo único que podía vencerlo era la muerte.

Frau Hagan alzó un índice amonestador.

– Al comienzo, los únicos que trataron de detener a Hitler fueron los comunistas alemanes. Pero el pueblo alemán temía a los marxistas. Incluso los judíos. Cobardes todos ellos. Sólo les interesaban sus privilegios burgueses. -La polaca rió con amargura. -¿Qué consiguieron con sus privilegios, eh? La cámara de gas, eso es lo que consiguieron.

– ¿Qué le pasó a Spivack?

Frau Hagan se encogió de hombros:

– A mí me trasladaron aquí. Pero te diré una cosa. Él nunca se dejó humillar por los SS. Algunos de esos desgraciados lo respetaban por su manera de aguantar el castigo. Eso hice yo, y aquí estoy. Viva. Pero tú, holandesita, estás cabalgando sobre el lomo del tigre.

– No todos son tan fuertes como tú. Y yo no juzgo a nadie.

– ¡Rachel! ¡Hagan! ¡De prisa!

Una mujer mayor se acercaba a la carrera por el callejón entre el hospital y la Cámara E. Frau Hagan le gritó que no corriera, pero la mujer sólo se detuvo al llegar a ellas y aferrar la túnica de Rachel.

– ¡Se llevaron a Jan! ¡Ven, de prisa!

La sangre afluyó bruscamente a toda su pieclass="underline"

– ¡Cómo!

– Se lo llevó uno de los hombres de Sturm. No pude hacer nada para impedirlo.

Rachel le aferró el brazo:

– ¿Y Hannah?

– No te preocupes por ella.

– ¿Adonde llevaron al chico? -preguntó Frau Hagan.

– A las perreras.

Rachel partió a la carrera, pero Frau Hagan alcanzó a tomarle el brazo.

– Camina -dijo en tono perentorio-. Si corres te meterán un tiro en la espalda.

– ¡Tengo que encontrarlo!

– Sí, pero con cuidado. Me parece que Sturm lo ha planificado bien.

– ¿Por qué?

– Brandt está de viaje y Schörner fue a Dornow esta mañana. Demasiada casualidad.

– ¿Schörner no está en el campo? -Rachel se sintió desfallecer. -Dios mío, ¿qué haré?

– No lo sé -dijo Frau Hagan con una mueca sombría-. Iré contigo.

Al doblar la esquina de la cuadra de los SS, vio a Jan parado de espaldas a las perreras. El sargento Sturm se había acuclillado frente a él, y su cara ancha estaba muy cerca de la del niño. Jan lloraba. Un soldado SS estaba a un costado, y su metralleta apuntaba al niño de tres años como al descuido.

Rachel chilló y se abalanzó hacia su hijo, pero Sturm se paró y la aferró entre sus brazos.

– ¡Por favor! -gritó Rachel, pataleando como loca-. ¡Deje al niño!

– Moeder! Moeder! -lloriqueaba Jan.

Frau Hagan recogió al niño para llevárselo, pero el soldado, apuntándole con la metralleta, la obligó a retroceder contra la pared de la cuadra. Sturm alzó a Rachel del suelo y la dejó caer junto a la perrera.