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– ¡Cara a la pared! -ordenó.

Rachel estiró el cuello para ver a su hijo. Frau Hagan abrazaba a Jan contra su seno.

Sturm abofeteó a Racheclass="underline"

– ¡Agáchate y agárrate los tobillos, puta!

– ¡Sí, sí! Por favor, no le haga nada al niño.

– Le haré lo que me dé la gana. ¡Agáchate! ¡Larga los diamantes!

– ¡Jan! Cierra los ojos.

Frau Hagan cubrió los ojos del niño mientras Rachel se doblaba en dos.

El Kubelwagen que transportaba al comandante Wolfgang Schörner entró por la puerta principal de Totenhausen a toda velocidad y se detuvo con un chillido de frenos frente al edificio administrativo. Schörner no había encontrado el paradero del sargento técnico Willi Gauss en Dornow, pero un poco de esfuerzo adicional rindió grandes frutos. Había resuelto interrogar a los residentes de las afueras, entre la aldea y Totenhausen; la cuarta casa que visitó fue la de Sybille Kleist. Le bastó pronunciar el nombre del sargento Gauss para que Frau Kleist estallara en llanto.

– ¡Le pasó algo malo a Willi! -sollozó-. ¡Lo sabía! Iba a prestar declaración, Sturmbannführer, pero… Le juro, esta mañana salí dos veces hacia el campo para informar, pero no pude hacerlo.

– ¿Por qué, señora? -preguntó Schörner.

Frau Kleist trató de adoptar una pose de altiva dignidad.

– Soy una mujer casada, Sturmbannführer. Willi… el sargento Gauss me ayuda con ciertos quehaceres pesados de la casa. No sucede nada indecente, pero si hubiera algún malentendido y mi esposo…

– Pierda cuidado que investigaré con absoluta discreción -aseguró Schörner con paciencia forzada.

– El sargento Gauss vino anoche. Poco después de su partida, me pareció oír algo. Mejor dicho, estoy segura. Miré, pero no se veía nada. Le juro por Dios, Sturmbannführer, que cuanto más lo pienso más me convenzo de que fueron disparos. Suaves, pero muy rápidos.

Schörner interrumpió a Frau Kleist para leerle el edicto sobre motines. Ordenó a las cuadrillas de búsqueda que se concentraran en la zona circundante al domicilio de los Kleist y partió hacia Totenhausen en busca del sargento Sturm y sus mejores perros.

Al bajar del Kubelwagen, Schörner vio al operador de radio que salía del cuartel general.

– Rottenführer! -exclamó-. Dónde está el Hauptschárführer Sturm?

– No lo sé, Sturmbannführer. Pero hace unos minutos oí ladrar los perros. Tal vez esté ejercitándolos.

Cuando Schörner entró en el callejón entre las perreras y la cuadra de los SS, el sargento Sturm levantaba la falda de Rachel y la sujetaba en torno de su cintura. Al acercarse, marchando con paso rápido, vio que Sturm le bajaba los calzones, le apoyaba la izquierda sobre la espina lumbar e introducía la diestra entre sus muslos.

– Achtung, Hauptscharführer!

El sargento Sturm se enderezó rápidamente y miró boquiabierto al comandante que se acercaba por el callejón. Afeitado, enfundado en el uniforme de combate gris de las Waffen SS, el parche sujeto sobre la cuenca del ojo como una medalla al valor, era la encarnación de las peores pesadillas del suboficial.

– Achtung!

Sturm enderezó los hombros y pegó las manos sobre las costuras de sus pantalones. Rachel se alzó los calzones y corrió a Frau Hagan.

– ¿Se puede saber qué pasa?

Sturm se rehízo rápidamente.

– Esto es una requisa, Sturmbannführer.

– Pues a mí me parece una violación.

– Sturmbannführer, esta mujer oculta contrabando en su persona.

Schörner miró brevemente a Rachel.

– ¿Qué clase de contrabando? ¿Alimentos? ¿Explosivos?

– Diamantes, Sturmbannführer. Las mismas piedras de las que debí deshacerme las otras noches por orden suya.

Sorprendido, Schörner frunció los labios.

– Comprendo. ¿Cómo sabe usted que los tiene?

– Tengo buenos informes, Sturmbannführer. De otra prisionera.

Rachel sintió un nudo en el estómago. ¿Qué compañera de cautiverio la habría delatado a los SS?

– ¿Y dónde oculta esas joyas?

Sturm se sintió lleno de confianza; esta vez, los hechos lo respaldaban.

– En sus partes pudendas, Sturmbannführer, como hacen todas estas yeguas judías.

Schörner meditó su respuesta un instante.

– Si usted tenía esa información, Hauptscharführer, debía transmitírmela a mí. Yo habría instruido a una enfermera civil para que registrara a la prisionera. Su conducta fue sumamente irregular e indigna de un soldado alemán.

Sturm enrojeció. No iba a permitir que lo humillaran en presencia de un judío.

– ¡Conozco mi deber, Sturmbannführer. Si la prisionera viola las reglas, la requisaré dondequiera que la encuentre.

– ¿Su deber, Hauptschárführer? -Schörner alzó las cejas. -Mientras usted abusaba de una mujer en un callejón, yo estaba cumpliendo con su deber. No sólo descubrí que nuestro sargento ausente tenía una aventura clandestina con la esposa de un héroe de la Kriegsmarine sino que precisamente anoche estuvo retozando en la cama con esa mujer. Ella dice que oyó disparos poco después que él partió. Volví inmediatamente en busca de usted y sus perros para batir la zona. ¿Y con qué me encuentro? ¡Con que usted está una actitud aún más repugnante que la de Gauss!

Aunque sorprendido por la novedad, Sturm no iba a permitir que Rachel escapara de sus garras.

– Sturmbannführer, yo mismo iré con los perros a batir la zona. Pero antes debo quitarle el contrabando a la prisionera.

Schörner echó una mirada rápida al callejón. El soldado SS miraba hacia otro lado. Sturm había elegido a propósito un lugar apartado, pero el tiro le salió por la culata.

– Hauptscharführer, sugiero que busque los perros y deje de perder el tiempo -señaló Schörner fríamente-. Conozco a la prisionera. Dudo mucho de que posea diamantes o los oculte de manera tan repugnante como usted sugiere. Me parece que su mente es tan sucia como la del sargento Gauss.

Sturm sabía que no debía responder. Pero no podía abandonar la partida.

– ¿Cómo sabe usted lo que ella tiene o no tiene entre sus piernas?

Schörner echó la cabeza atrás como si recibiera una bofetada.