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– Así es -continuó Sturm con mayor confianza-. No crea que desconozco su juego. Usted no es mejor que Gauss ni que nadie. Para mí, es mucho peor.

En una fracción de segundo la mano de Schörner aferró la garganta de Sturm. Estrelló al atónito sargento contra la pared de la perrera y le apretó la garganta como si fuera a matarlo. Los pastores alemanes enloquecieron.

Sturm trataba de hablar, pero su garganta estaba totalmente cerrada.

– ¿Tiene algo que decir, Hauptschárführer? -dijo Sturm con una voz que rechinaba como vidrios rotos. Aflojó la mano apenas lo suficiente para que pudiera susurrar. El sargento tomó aire y gruñó:

– Hijo de puta, ese uniforme no es para los que andan con judías.

Schörner se puso lívido. Esas palabras en boca de un hombre que jamás había estado en combate, que no conocía el fuego enemigo ni de lejos, lo sacaron de quicio. Le dio un rodillazo violento en la entrepierna. Cuando Sturm se dobló de dolor, lo derribó de un puñetazo en la nuca; sin darle tiempo a reaccionar, le puso la bota sobre la cabeza y le aplastó la cara sobre el ripio.

Rachel lo miraba, horrorizada y fascinada a la vez. Se dio cuenta de que Frau Hagan estaba aún más estupefacta que ella. El comandante Schörner aplastaba la carota roja de Sturm sobre el ripio como si fuera la cabeza de un perro rebelde y parecía estudiar la posibilidad de desnucarlo con la puntera de su elegante bota claveteada. Contempló la cabeza rapada del sargento durante varios segundos, como si ponderara los pros y los contras de la decisión.

Rachel oyó un rugido de motores al otro lado de la cuadra. Una moto con sidecar desocupado dobló la esquina y patinó al detenerse junto a Schörner. El conductor se quitó las antiparras y miró atónito al hombre en el suelo.

– ¿Qué pasa, Rottenführer? -preguntó Schörner.

El motociclista no podía apartar los ojos de Sturm.

– Sturmbannführer, yo…

– ¡Hable de una vez!

– ¡El sargento Gauss, Sturmbannführer!. Encontramos su cadáver. ¡Fue asesinado! ¡Lo mataron a tiros con un arma automática!

– ¿Qué? ¿Dónde?

– Cerca de la casa de la señora Kleist, como usted dijo. Enterrado en la nieve. Revolvimos la mitad del jardín, pero lo encontramos. Y eso no es lo peor, Sturmbannführer. Junto con el cuerpo encontramos cuatro paracaídas. Eran paracaídas ingleses.

Schörner levantó la bota de la nuca de Sturm.

– ¡De pie, Hauptscharführer! junte, a todos los hombres y perros disponibles y vaya inmediatamente a la casa de los Kleist. -Subió al sidecar. -¡Lléveme allá, Rottenführer!

– Zu befehl, Sturmbannführer!

Sturm se paró lentamente mientras el cabo encendía el motor de la moto.

– ¿Qué mira? -preguntó Schörner como si no hubiera ocurrido nada entre ellos-. Puede haber paracaidistas británicos en la zona. ¡Lo demás puede esperar!

Sturm asintió, aturdido. Tantos sucesos en tan poco tiempo lo desbordaban por completo. Farfullo un "Jawohl!", entró en la perrera y tomó seis cadenas que colgaban de un gancho sujeto a la puerta.

Schörner se volvió hacia Rachel con una mirada tan intensa como imposible de interpretar justo antes que la moto se pusiera en marcha y desapareciera en medio de un rugido de su motor.

Rachel apretó a Jan contra su pecho y miró a Frau Hagan. La polaca meneó la cabeza.

– Está loco -dijo-. Perdió la chaveta.

– Jan, Jan -canturreó Rachel-. Tranquilo, mi amor, ya pasó.

– Al contrario -señaló Frau Hagan-. Esto recién empieza.

– ¿Qué quieres decir? ¿Sturm lo delatará?

– No lo creo. Me parece que ajustarán las cuentas en privado. Schörner debe de haberlo pescado en algo muy gordo, por eso Sturm no lo delata por sus relaciones contigo. Trató de vengarse de él de esta manera y le salió mal, pero no puede informar a nadie sobre esto. -La polaca se frotó el pelo marrón ceniciento con las dos manos. -Igual seguirá tratando de matar a Schörner. Le llevará algún tiempo, pero ya encontrará la forma. De ahora en adelante deberás cuidarte muchísimo, ya que eres el peón en este juego.

Rachel se estremeció:

– Vamos a la cuadra, Quiero ver a Hannah. -Alzó a Jan y juntas salieron del callejón. -¿Sabes qué es lo peor de todo? Eso que dijo Sturm, de que le habían informado sobre mis diamantes.

– ¿Los tienes? -preguntó Frau Hagan sin vueltas.

Rachel vaciló, pero decidió que debía dejar de fingir:

– Sí. Perdona que te mintiera.

Frau Hagan agitó la mano para indicar que no tenía importancia.

– ¿Los guardas donde él dijo?

– Sí.

– ¿Dónde los dejas cuando vas con Schörner?

– No preguntes. -Rachel apuró el paso. -No puedo creer que alguien me haya delatado. ¡Una prisionera en la misma situación que nosotros! Me habrá visto en el baño o en las duchas.

– Si me entero de quién fue, la estrangularé con el cordón de mis zapatos -declaró Hagan fríamente.

– Pero, ¿cómo pudo hacer semejante cosa?

La jefa de la cuadra soltó un gruñido que expresaba toda una vida de desencantos.

– Te lo dije el día que llegaste, holandesita. El peor enemigo del prisionero es el prisionero.

27

– ¿Cómo? ¿Qué?

McConnell se despertó en la oscuridad como solía hacerlo durante su residencia hospitalaria en Atlanta, con los ojos muy abiertos pero semidormido, tratando de obligar a su cerebro a entrar en acción.

Alguien le sacudía el brazo.

– ¡Levántese, señor Wilkes! ¡Despierte, señor!

Los ojos de McConnell se clavaron en el hombre. Para su sorpresa, no era una enfermera sino un ordenanza del coronel Vaughan. El soldado lo alzó de la cama.

– ¿Este es todo su equipaje, señor?

– No, carajo, tengo unas valijas en el castillo. Un momento. Dios mío… ¿es la misión? ¿Esta noche?

– Déjelo todo aquí, señor. No lo necesitará. Sígame.

El ordenanza salió. McConnell tanteó en la oscuridad hasta encontrar sus zapatos, se calzó y lo siguió. Llovía, como casi siempre en Achnacarry. El ordenanza lo esperaba en la senda al castillo, saltando de impaciencia.

McConnell lo siguió a paso rápido, pero sin correr. Ese hábito, adquirido en sus años de residente, le daba tiempo para pensar. ¿Dónde diablos estaba Stern? Después de cenar, los dos se habían retirado a la casilla, pero ahora no estaba ahí. Habían perdido todo el día; era la primera vez que el sargento McShane no aparecía al amanecer para matarlos de cansancio. No había aparecido en todo el día y, cosa extraña, Stern no había expresado la menor curiosidad.