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McConnell bordeó la esquina trasera del castillo y avanzó rápidamente junto al muro. Al llegar al frente vio que la única luz era la bombilla pálida sobre la puerta. Una mano rígida se apoyó en su pecho.

– Alto, señor Wilkes -dijo el ordenanza.

– Qué mierda…

– Cállese, doctor -dijo una voz conocida. Los ojos de McConnell se volvieron lentamente hacia la figura agazapada contra el muro junto a un talego de cuero. Era Stern.

McConnell se sentó en cuclillas a su lado:

– ¿Llegó la hora?

– El avión de Smith llegó hace un rato. Yo lo oí.

McConnell sintió que se le aceleraba el ritmo cardíaco. Advirtió que su mano aferraba el retazo de tartán de los Cameron. Bajo la lluvia fría que ya le empapaba el cuello, miró hacia la aldea de casillas prefabricadas en el prado al otro lado del camino. Estaba desierta; no había fogatas ni se oían cantos.

– ¿Dónde están? -preguntó.

– Asalto nocturno -dijo Stern.

– ¿Qué es eso?

– El ejercicio de graduación inventado por el coronel -explicó el ordenanza-. Lo más parecido al combate verdadero. En este momento los franchutes cruzan el lago.

McConnell oyó un rugido sordo en la oscuridad. Era un motor. Un camión militar con la caja cubierta por una lona subió lentamente por el camino y se detuvo frente a la entrada principal del castillo. De la compuerta de cola saltaron tres hombres que parecían sostenerse de pie con gran dificultad. McConnell contuvo el aliento al verlos a la pálida luz de la lámpara sobre la puerta.

Uno de los tres era el sargento Ian McShane.

Stern se paró de un salto y corrió hacia el camión, seguido por McConnell. En ese momento se abrió la puerta del castillo y salió el general Smith. Esa noche no vestía saco espigado ni gorra cazadora sino uniforme de combate. Dos ordenanzas lo seguían con las valijas de McConnell y dos talegos de lona.

– Al camión -ordenó Smith secamente. Vio a Stern y McConnell. -Suban, los dos. Hay mudas de ropa en esos talegos. Cámbiense ya.

En el alboroto junto a la compuerta de cola, McConnell miró a los ojos del sargento McShane y quedó atónito por lo que vio: fatiga, furia, los restos del shock. Cuando le tocó el brazo, McShane se estremeció como si le doliera. Entonces vio las raspaduras y las costras de sangre en la cara interna de los brazos, como si hubiera patinado sobre cincuenta metros de hormigón.

– ¿Dónde diablos estuvo, sargento?

– Donde usted irá esta noche, doctor.

El general Smith se interpuso entre los dos:

– Al castillo, sargento. Los espera un buen fuego y una botella de whisky. Sé lo han ganado.

McShane, flanqueado por John Lewis y Alick Cochrane, no respondió. Al mirar sobre el hombro de Smith, McConnell vio que los otros dos parecían estar peor que el sargento. Iba a decir algo, pero Smith se adelantó:

– Vaya, sargento.

Cochrane y Lewis fueron hacia la puerta. McShane dio un paso al costado y apoyó un dedo en el pecho de Stern:

– Tengan cuidado cuando estén allá. Cuide bien al doctor. Tal vez se encuentren con una recepción más cálida de lo que esperaban.

El montañés miró al general Smith a los ojos, dio media vuelta y entró en el castillo.

– ¿De qué está hablando? -preguntó Stern.

– Sufrieron una baja -dijo el general-. Usted sabe lo que lo que es sufrir bajas, ¿no? Colin Munro, el instructor de tiro. Cargaron su cuerpo veinticinco kilómetros a pie hasta el punto de encuentro. Bueno, en marcha. Tenemos que llegar a Suecia a las tres y a Alemania antes del amanecer.

Stern arrastró a McConnell hacia el camión:

– No hay nada que hacer -dijo.

En su talego McConnell encontró ropa de civil seca -con las etiquetas alemanas correspondientes- y también un uniforme militar de invierno, de lana gris, prolijamente doblado. Se estremeció al ver las runas plateadas de las SS y la calavera con las tibias en su gorra de capitán. Stern tenía un uniforme verde grisáceo con los temidos cordoncillos verdes y el distintivo de las SD. En el pecho tenía una Cruz de Hierro Primera Clase y una condecoración por las heridas recibidas. El distintivo en la solapa izquierda indicaba que era un coronel, un Standartenführer.

– ¿De civil o de uniforme? -preguntó McConnell.

– De uniforme -contestó Stern.

McConnell no había terminado de vestirse cuando el camión se puso en marcha. Stern se puso a hurgar en la valija que contenía los equipos antigás de McConnell.

– ¿Qué busca? -preguntó éste.

– La bicicleta no es lo único que robé en el castillo -dijo Stern, alzando la voz por encima del ruido del motor-. Smith está loco si cree que iré a Alemania armado sólo con una Schmeisser y una pistola.

McConnell se arrodilló a su lado. Dentro de la valija había varias granadas de mano, una cajita y un paquete envuelto en papel kraft.

– ¿Qué es eso?

– Explosivo plástico. Detonadores de tiempo. Granadas.

– ¿Dónde los consiguió?

– En el arsenal particular de Vaughan. Gracias a Dios que los ordenanzas no registraron las valijas.

– Tal vez lo hagan más adelante.

– No. De ahora en adelante, las cargaremos usted y yo, nadie más.

Minutos después se detuvo el camión y el general Smith se asomó por la compuerta de cola.

– A la carrera -ordenó-. No hay tiempo que perder.

McConnell saltó al suelo. Se habían detenido junto a un avión que evidentemente no era una máquina común. Era un monoplano de alas altas pintado de negro mate. A cincuenta metros sería totalmente invisible. El piloto de Smith había aterrizado ese aparato de aspecto siniestro en un prado húmedo donde no parecía haber lugar suficiente para una bandada de gansos. Stern pasó junto a McConnell con las valijas. Bruscamente se alzó en la noche un tableteo de armas como una tormenta de verano en Georgia.

– ¡Carajo! -chilló McConnell-. ¿Qué es eso?

– ¡Al avión! -vociferó el general-. ¡Si nos damos prisa, podremos verlo mejor!

McConnell alzó los talegos al avión y antes de que pudiera tomar aliento el Lysander alzó vuelo, esquivando por centímetros la cresta de una loma. A la orden de Smith, el piloto viró sobre el lago Lochy para que pudieran ver el espectáculo. Las balas trazadoras surcaban el cielo nocturno en una escena digna de una novela de H.G. Wells. Las bengalas que estallaban en torno del avión iluminaban una docena de chalupas en el lago como si fueran patos de cartón en un concurso de tiro.

– ¡Los franchutes están cagados de miedo! -exclamó Smith-. Los muchachos de Charlie disparan con munición de guerra a centímetros de sus culos.

Smith le dijo al piloto que enfilara hacia "Checkers" o algo parecido. Cuando el Lysander pasaba sobre la playa apenas, treinta metros por encima de los obuses, McConnell vio una ambulancia con los faros encendidos. En el resplandor húmedo de los faros vio una figura robusta con las manos tomadas a la espalda. El hombre alzó el brazo derecho y lo agitó cuando el Lysander meneó las alas al pasar sobre él.