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Todo por la patria.

Churchill fumaba aplicadamente su cigarro cuando volvió el general Smith, quien se sentó frente al escritorio a la espera del intenso interrogatorio al que lo sometía el PM antes de un operativo importante. Churchill soltó una gran nube de humo azul, resopló y dejó el cigarro en el borde del cenicero.

– Es la primera vez que apruebo un operativo directamente contrario a los deseos de los norteamericanos -dijo gravemente-. Todavía no estoy seguro de que sea prudente usar a un norteamericano, aunque sea el hombre idóneo desde el punto de vista técnico. Podríamos tener problemas.

– No habrá problemas, Winston. Si se lleva a cabo la misión, se producirá un hecho negativo: la no utilización de gases neurotóxicos por los nazis. Si fracasa, lo más probable es que McConnell y Stern mueran en el intento.

– Lo que me preocupa es que la lleven a cabo, pero que después el digno doctor decida sincerarse para aliviar su conciencia.

Smith miró fijamente los ojos celestes en busca del mensaje subliminal de la conversación.

– Es una misión peligrosa -dijo por fin-. Aunque tengan éxito, tal vez no vuelvan con vida.

Churchill juntó las puntas de los dedos y su vista se perdió en las sombras detrás de Smith.

– ¿Alguien está enterado de que McConnell participa de una misión?

– Dejó dos cartas a un profesor en Oxford para que las envíe a su madre y su esposa. Dicen lo que era de esperar. Las confisqué.

Churchill suspiró ruidosamente.

– Si Eisenhower o Marshall se enteran de que pasé por encima de ellos para dar un golpe de tanta magnitud…

– ¡No le dejan alternativa, Winston! Si los ejércitos de Eisenhower se desploman al minuto de poner pie en las playas francesas, Rossevelt y Marshall pondrán el grito en el cielo sobre lo que debía haberse hecho y Ike renunciará, pero será demasiado tarde.

– Sí, sí, está bien, Duff. La pregunta es si la misión es realizable. Si las probabilidades son buenas.

– Más que buenas.

– ¿Y el gas? ¿Cuánto tiempo se conserva estable?

– Varía según la partida. Las últimas dos enviadas por Porton se conservaron durante noventa y siete horas.

– ¿Unos cuatro días?

– Un poco más.

– ¿Y era letal?

– Ya lo creo. Mató dos primates grandes rápidamente.

Churchill se crispó:

– No me diga dónde consigue los ejemplares. No quiero problemas con los protectores de animales. ¿Cuánto tiempo tiene el gas que llevaron los muchachos de Achnacarry?

Smith miró su reloj:

– Veintiséis horas.

– Un margen estrecho, ¿no le parece?

– La prueba de Raubhammer está prevista para dentro de cuatro días -dijo Smith-. Si no lo hacemos antes, podemos decir que fracasamos. Cuando lleguen, si el viento está por debajo de los diez kilómetros por hora, Stern liberará el gas esta misma noche. Si no, lo hará mañana.

Churchill hacía garabatos en su anotador.

– ¿Por eso dispuso que el submarino espere cuatro días? ¿Para esperar las mejores condiciones del tiempo?

– Para eso y también pensando en la demostración para Hitler. En cuanto al clima, un viento de seis kilómetros por hora es óptimo para este tipo de ataque con gases. Si no llueve, tanto mejor.

– ¿Saben Stern o McConnell que el gas tal vez pierda efectividad?

– Claro que no.

Churchill se arrebujó en su gabán.

– Dígame cuál es el porcentaje de probabilidad de éxito.

– Para el ataque en sí, cincuenta y cincuenta -murmuró Smith-. Pero si el ataque resulta, hay un noventa por ciento de probabilidades de que el bluff tenga éxito. Estoy absolutamente seguro de que el desarrollo de los gases neurotóxicos es una iniciativa exclusiva de Himmler. Todas las pistas apuntan a eso. Un golpe discreto con su propia arma milagrosa le quitará el suelo bajo los pies. No le quedará la menor duda de que hay diez mil toneladas de Sarin inglés listas para caer sobre Berlín. Tendrá que cancelar la demostración.

– ¿Podrá demostrar que el ataque lo iniciamos nosotros?

– No. Usamos garrafas alemanas de la Primera Guerra Mundial. Pero sabrá quién lo hizo. Me ocuparé de eso.

– ¿Y si el Sarin no actúa?

Smith se encogió de hombros:

– Irán los bombarderos.

Un gruñido profundo escapó de la garganta de Churchill.

– ¿Qué pasará si nos vemos obligados a bombardear el campo?

– Depende de varios factores. Ante todo, el clima. La cantidad de gas almacenado en el lugar. Los aviones lanzarán bombas incendiarias para quemar la mayor cantidad posible de gas antes de que se disperse por la zona. Claro que siempre es posible que extermine los pueblos vecinos. No podemos predecirlo. Si eso sucede, estoy seguro de que Himmler anunciará que se produjo un lamentable accidente industrial. En cualquier caso, nuestra misión no dejará el menor rastro.

– ¿Qué pasará si no hay noticias de Stern y McConnell?

– Si dentro de tres noches no recibo noticias fehacientes del éxito de la misión, enviaré los bombarderos.

– ¿Stern y McConnell están enterados de que habrá un bombardeo?

– Por supuesto que no.

Churchill se frotó las sienes. Había sorprendido a McConnell con su aire de vitalidad, pero Smith sabía que el Primer Ministro había sufrido una neumonía en diciembre, después de sobrevivir a dos ataques cardíacos en el mismo mes. Lo agobiaban presiones tremendas. Sin embargo, se obstinaba en asumir la responsabilidad moral por cada misión.

– Son civiles, Duff.

– Firmarán sus descargos antes de partir.

– No me refería a eso. Ahora que los SS asesinaron a su hermano, ¿no le parece que puede revelarle a McConnell el propósito verdadero de la misión?

Smith meneó la cabeza:

– No creo que el doctor McConnell matara a un ser humano ni para salvar su propia vida.

Sonó el teléfono sobre el escritorio, pero Churchill no le prestó atención.

– Veo una falla que podría causar un desastre, Duff. ¿Qué pasa si los atrapan y los torturan antes del ataque? ¿Les dio píldoras de cianuro?

– Stern lleva una consigo en todo momento, aunque usted no lo crea. En cuanto a McConnell, no lo creo capaz de tragarla. -El general hurgó en su bolsillo en busca de su pipa. -No se preocupe por eso. Ante una posibilidad cierta de caer en manos del enemigo, Stern tiene orden de matar al buen doctor donde se encuentre.