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– ¡Dejó una valija, carajo! -chilló el piloto.

McConnell subió al avión, alzó la mochila que contenía los equipos antigás y los explosivos robados.

– ¡Suerte! -gritó el piloto. El avión negro giró rápidamente sobre la tierra helada y carreteó de vuelta por donde había llegado. En pocos segundos, sólo quedó de la máquina un ruido sordo que se alejaba rápidamente.

– Usted es el atleta -dijo Stern en la oscuridad-. Lleve las garrafas de oxígeno.

Pero cuando fue a recoger la valija, no la encontró. Un hombre gigantesco, de barba negra, grueso abrigo de piel y un viejo fusil con corredera colgado sobre el hombro se encontraba a menos de un metro de él. Había alzado la pesada mochila como si contuviera apenas una muda de ropa. A la vista de McConnell, se apagaron las bengalas que habían guiado el descenso y otras dos personas aparecieron en la oscuridad. Uno era un hombre alto y flaco con gorra de pescador que le cubría la frente. El otro, más menudo, estaba envuelto de pies a cabeza en un chaquetón de hule y una bufanda gruesa que sólo dejaba ver sus ojos. No portaba arma, pero evidentemente era el jefe.

– Santo y seña -dijo en alemán detrás de la bufanda.

– Schwartzes Kreuz -dijo Stern-. Cruz Negra.

– Identifíquense.

– Butler y Wilkes. Él es Wilkes. ¿Y usted?

– Melanie. Sígannos. Schnell! Hemos pasado toda la noche aquí. Si nos pesca el amanecer a descubierto, se acabó.

Los furtivos escoltas cruzaban el llano a paso tan rápido que el mismo McConnell tuvo que esforzarse para no quedar atrás. En determinado momento el jefe ordenó cuerpo a tierra. Aunque no estaba seguro, McConnell creyó oír el rugido remoto de un motor. Tres minutos después, ante una nueva orden, reanudaron la marcha.

Al atravesar los campos helados, McConnell comprendió que el frío correspondía a un orden de magnitud que nada tenía que ver con el de Escocia. Hubiera debido preverlo. No había que ser un genio para darse cuenta de que el viento del norte que barría la Alemania boreal venía del Ártico. Estaban a escasos treinta kilómetros de la costa del Báltico. El viento barría la llanura como si cumpliera una maldición nórdica; su uniforme y el de Stern nada podían contra esa fuerza.

Vio unas luces débiles a su izquierda. ¿Una ruta? ¿Un vía ferroviaria? A su derecha la oscuridad era total. Pero al cabo de unos minutos alcanzó a distinguir la cresta de una cadena de montes bajos perfilada contra una tenue corona azul. Se estremeció. Detrás de esas colinas ya asomaba el Sol.

Al bordear una estribación, aparecieron varias luces amarillentas. El líder se detuvo y conversó en susurros con sus hombres, quienes desaparecieron en las sombras sin decir palabra. Stern y McConnell tomaron las valijas.

Se acercaban a una aldea. Ya habían pasado dos granjas de las afueras. Ladró un perro, pero aparentemente no despertó a nadie. McConnell repasó mentalmente los consejos de Stern sobre los desplazamientos en territorio enemigo. Primero: no fumar en campo abierto. Stern decía que el olor del tabaco traído por el viento le había salvado la vida varias veces. McConnell había respondido con una broma, pero ahora no le parecía gracioso. Se acercaban a una casa.

En lugar de bordearla, el líder fue derecho a la puerta, la abrió con una llave y les indicó que pasaran.

En la escasa luz, McConnell se encontró en un vestíbulo estrecho, sin otro adorno que un perchero en una de las paredes. Stern dejó caer su valija y se sentó sobre ella, jadeando para recuperar el aliento.

– Tomen las valijas -ordenó el líder-. Bajarán al sótano.

– Un momento, por favor -suplicó Stern en alemán-. El paseo me agotó.

El líder gruñó con desdén y salió del vestíbulo. McConnell dejó sus valijas y lo siguió al tanteo hacia otra habitación que sin duda era una cocina. Aspiró el aroma del café y tuvo que contenerse para no correr a la estufa y beber directamente de la cafetera.

El líder encendió dos velas y las colocó sobre una mesa de madera en el centro de la cocina. McConnell contempló los estantes casi vacíos, las paredes pintadas de amarillo.

– Mein Name ist Mark McConnell -dijo-. Gracias por esperarnos.

El líder se encogió de hombros y se quitó el sombrero. Una melena rubia cayó sobre sus hombros. Se quitó la bufanda que le cubría la cara.

– ¡Dios mío! -exclamó McConnell en inglés.

– Soy Anna Kaas -dijo la joven al quitarse el grueso abrigo. Ciertamente, su figura no tenía nada de masculino. -Dígale al holgazán de su amigo que lleve las valijas al sótano. Estamos en Alemania.

– Ach du lieber Hergott! -terció Stern desde la puerta.

– ¿Hubiera preferido que fuera hombre? -preguntó Anna-. Lamento decepcionarlo.

McConnell estudió con asombro a la joven que servía el café. Parecía tener más o menos su edad y sus ojos eran color café: un detalle discordante en una mujer que correspondía en todo otro sentido al estereotipo ario de la Brunilda rubia de ojos azules.

– Los esperábamos hace horas -reprochó-. ¿Quieren que nos maten?

– Una avería -justificó Stern al entrar en la cocina-. ¿Usted trabaja en el campo?

– Sí, soy enfermera. Somos seis.

– ¿Le gusta el trabajo?

A la luz de la vela, McConnell vio cómo le mudaba el color de la tez.

– Si me gustara, ¿cree que alojaría a dos ingleses groseros?

– Soy norteamericano -aclaró McConnell.

– Y yo alemán -agregó Stern-. Nací a treinta kilómetros de aquí, en Rostock.

– Lo felicito -dijo Anna-. Tal vez pueda sobrevivir hasta cumplir la misión.

Stern fue a la ventana de la cocina y espió entre las cortinas. La luz del amanecer ya penetraba en la cocina.

– Si cesa el viento, me bastará sobrevivir más o menos media hora para cumplirla.

– ¿Qué está diciendo? -exclamó Anna.

– Simplemente que realizaremos la misión apenas cese el viento.

– Entonces, será un fracaso.

Stern se volvió de la ventana:

– ¿Por qué? Ya sé que nos verán, pero para eso trajimos los uniformes. Llegaremos a la colina. Escapar de ahí con vida no será tan fácil, pero… -agitó la mano para indicar que no tenía importancia.

– ¿No les dijeron en Londres? -dijo Anna Kaas, atónita-. El comandante Schörner encontró el cadáver de un sargento SS enterrado en la colina. Muerto a tiros de arma automática. Y en la misma fosa encontraron cuatro paracaídas ingleses.

– Verdammt!-exclamó Stern-. Ahora entiendo por qué McShane dijo que tendríamos una cálida recepción. Mataron a un tipo durante la misión preparatoria. Smith le habrá ordenado que no nos dijera nada.

– Qué bien -comentó McConnell.