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– Mamá nunca se acostumbró -murmuró.

– Así es -dijo David-. Pero el problema no era la cara. Nunca pudo asumir sus heridas interiores. ¿Me oyes? Papá era un héroe de guerra condecorado. Hubiera podido pasearse con la cabeza bien alta. Pero no lo hizo. ¿Sabes por qué, doctor McConnell? Porque vivía amargado. Era como tú. Quería llevar el peso del mundo sobre sus hombros. El día que me enrolé en la Fuerza Aérea, amenazó con desheredarme. Y ya estaba en su lecho de muerte. Pero mucho antes, te había asustado inculcado tanto miedo y asco por la mera idea de la guerra que determinó todo el rumbo de tu vida. -David se secó la frente. -Oye, no quiero decirte qué debes hacer. Si hay un genio en la familia eres tú.

– Por favor, David.

– ¡Basta de hipocresía, carajo! Tengo ocho años menos que tú, pero en el colegio todos los maestros te recordaban. Soy piloto, no filósofo. Pero te diré una cosa. Cuando Eisenhower lance su invasión y nuestros muchachos desembarquen en las playas de Francia, las cosas se van a poner feas. Muy feas. Chicos más jóvenes que yo van a atacar nidos de ametralladoras fortificados. Casamatas de hormigón. Van a caer como moscas. Ahora me dices que tal vez los esperen con esta mierda de Sarin. Si tú eres el tipo capaz de impedir que Hitler lo use o inventar algo que nos defienda de él, o siquiera darnos los medios para devolver el golpe… No te será fácil convencer a los muchachos de que no hay que hacer nada. Te llamarían traidor.

Mark acusó el golpe.

– Lo sé -dijo-. Lo que no entiendes es que no hay defensa posible. La ropa necesaria para proteger al cuerpo del Sarin es hermética y muy gruesa. En combate se la puede usar durante una hora, a lo sumo dos. Últimamente los soldados ni siquiera se ponen las máscaras de gas porque les molestan. Con esos mamelucos de cuerpo entero no podrían tomar una playa bien defendida.

– Entonces, ¿qué hacemos? Bajamos la frente, nos damos por vencidos y esperamos la invasión alemana?

– No. Si es verdad que Sarin es un gas alemán, Hitler todavía no lo ha usado. Tal vez no lo haga. Lo que digo es que yo no seré el hombre que posibilitó el Armagedón. Que se lo pidan a otro.

David parpadeó varias veces. Trataba de mirar su reloj.

– Oye -dijo-, creo que volveré a Deenethorpe esta noche.

Mark extendió el brazo sobre la mesa y tomó el de su hermano.

– No lo hagas, David. Hice mal en hablar de esto.

– No, no es eso. Estoy… estoy harto de toda esta mierda. De ver que los tipos que conozco no vuelven de los bombardeos. Hace dos meses decidí que no iba a tener más amigos, Mac. No vale la pena.

Mark vio que el bourbon empezaba a afectarlo.

– Sabes, pienso mucho en ti -susurró David-. Cada vez que siento caer las bombas de la panza de mi avión o cuando nos sacuden los cañones antiaéreos, pienso, qué suerte que mi hermano no tiene que pasar por esto. Él va a volver. Y se lo merece. Siempre trata de hacer lo justo, ser un buen hijo, un esposo fiel. Ahora me entero de que estás metido en esta porquería… -David bajó la vista como si tratara de descubrir un objeto muy pequeño en el centro de la mesa. -Trato de no pensar demasiado en papá. Pero de veras te pareces mucho a él. Quiero decir, en el buen sentido. Tal vez tengas razón y él también la tuviera. No tengo ganas de seguir pensando en eso. Y si me quedo, no hay manera de dejar de hacerlo.

– Comprendo.

Mark dejó una propina para el barman, un gesto que nunca dejaba de provocarle una sonrisa irónica al empleado: no era lo habitual en el país. David guardó la botella casi vacía bajo su chaqueta de cuero y se detuvo en la esquina de la calle George.

– Sé que al final tomarás la decisión más justa. Siempre lo haces.

Pero ni se te ocurra volver a mencionar eso de ir a una unidad hospitalaria del frente. A veces eres un verdadero idiota. Debes de ser el único tipo en toda esta guerra que quiere acercarse al frente en lugar de alejarse de él.

– Aparte de los oficiales.

– Así es. -David contempló la calle a oscuras y luego sus galones de capitán. -Yo también soy oficial, ¿no?

Mark le dio un puñetazo en el hombro.

– No se lo diré a nadie.

– Bien. Ahora me gustaría saber dónde mierda dejé el jeep.

Mark sonrió:

– Por aquí, mi capitán.

4

A treinta kilómetros de Oxford con sus chapiteles de ensueño, Winston Spencer Churchill fumaba un habano y espiaba entre las gruesas cortinas de su ventana. Los tres hombres sentados a su espalda esperaban en silencio tenso, contemplando las volutas de humo azul que se elevaban lentamente hacia la cornisa roja.

– Faros -dijo Churchill con acento triunfal.

Volvió la espalda a la ventana. Fruncía el entrecejo en su expresión habitual de concentración belicosa, pero los tres lo conocían bien. Sus ojos brillaban de euforia.

– Brendan. Salga a esperar el auto -ordenó-. Haga pasar al general directamente.

Brendan Bracken, antes su secretario privado y factótum y ahora ministro de Información, fue rápidamente a la entrada principal de Chequers, una de las fincas rurales que servían de guarida al Primer Ministro durante la guerra.

Churchill contempló a los otros dos hombres. Sentado muy erguido junto a la chimenea estaba el general de brigada Duff Smith. La manga izquierda del abrigo del escocés cincuentón estaba abrochada al hombro; el brazo que debía llenarla estaba enterrado en algún lugar de Bélgica. Amigo íntimo de Churchill, Smith dirigía el grupo Ejecutor de Operativos Especiales, o SOE, organización paramilitar de espionaje cuya misión principal, establecida por Churchill en 1940, era "INCENDIAR EUROPA".

A la derecha del general Smith estaba F.W. Lindemann, Lord Cherwell. Catedrático de Oxford, antiguo confidente del Primer Ministro, Lindemann lo asesoraba sobre asuntos científicos y supervisaba la obra de un grupo de cráneos -en su mayoría reclutados en Oxford y Cambridge- que trabajaban veinte horas diarias para asegurar la superioridad tecnológica de los Aliados sobre Alemania.

– ¿Estamos preparados, señores? -preguntó Churchill directamente.

El general Smith asintió.

– Para mí, los hechos son clarísimos, Winston. Claro que no tenemos la menor seguridad de que Eisenhower coincida con nuestra apreciación.

El profesor Lindemann abrió la boca, pero Churchill ya se enderezaba al oír pasos pesados en el corredor. Brendan Bracken abrió la puerta de la oficina para dar paso al general Dwight D. Eisenhower, seguido por su edecán naval y viejo amigo el capitán de fragata Harry C. Butcher. El sargento Mickey McKeogh, su conductor y valet, se apostó junto a la puerta. El último norteamericano fue un mayor de inteligencia militar. No lo presentaron.