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– Es un milagro que hayamos llegado hasta aquí -dijo Anna-. Schörner tiene a la mitad de su guarnición patrullando la zona. Pasaron por aquí en moto cinco minutos antes que saliera al punto de encuentro. Si hubieran vuelto mientras estuve ausente, ahora estaríamos corriendo a campo traviesa.

– ¿A qué distancia estamos de la usina? -preguntó Stern.

– Unos tres kilómetros cuesta arriba.

– ¿Hay bosque? ¿Árboles para ocultarse?

– Sí, pero hay una ruta en caracol que cruza su camino unas doce veces.

Stern bufó con disgusto.

– ¿Qué pasa con el viento? ¿Ha soplado tan fuerte toda la noche?

– ¿Qué tiene que ver el viento? -Pero Stern no respondió, y ella prosiguió: -Hay ráfagas, pero en todo caso nunca baja de una brisa fuerte.

– A ver, un momento -terció McConnell-. ¿Se puede saber qué tiene que ver la usina? Mejor dicho, ahora que estamos en Alemania, ¿podrían decirme por fin cuál es el plan? ¿Se supone que los dos solos debemos inutilizar la fábrica para que yo vea la maquinaria? ¿O esperamos que lleguen los comandos de Vaughan?

– Nada de eso.

– Yo tampoco entiendo nada -dijo Anna-. Al ver que sólo llegaban dos hombres, di por sentado que los demás ya estaban ocultos en el bosque. ¿Qué pueden hacer dos hombres contra la guarnición de Totenhausen?

– Más de lo que ustedes creen -señaló Stern.

– ¿Usted sabe cuál es la misión? -preguntó McConnell a la mujer.

– No.

– Entonces dígalo usted, Stern. Basta de secretos.

– Gracias por revelar mi identidad, doctor.

– Dejémonos de jugar a los nombres falsos. -Anna miró a McConnelclass="underline" -Su alemán es espantoso.

– Danke.

– Mejor dicho, la gramática es perfecta, pero la pronunciación…

– Les dije que buscaran a otro para la misión, pero ese argumento no los convenció.

– Lo que importa son sus conocimientos de química, no del idioma -hizo notar Stern.

Anna miró a McConnell con respeto:

– Ah, es químico. Tal vez no fue tan mala elección después de todo.

Stern abrió una puerta que daba a un dormitorio, echó una mirada, la cerró.

– ¿Quiere saber cómo haremos para inutilizar la fábrica, doctor? No lo haremos. Vamos a dejarla intacta, salvo un detalle. Todos sus ocupantes estarán muertos.

– ¿Cómo? -Bruscamente lo asaltó el mareo. -A ver, repita eso.

– ¿No me oyó? Vamos a gasear el campo, doctor. Por eso importa la velocidad del viento. Tiene que ser inferior a nueve kilómetros por hora.

– ¿Gasear el campo? ¿Con qué?

– ¿Con los gases neurotóxicos almacenados en Totenhausen? -preguntó Anna.

Stern meneó la cabeza:

– Con nuestros gases neurotóxicos.

– No trajimos gases. Ni siquiera los tenemos -arguyó McConnell-. ¿O me equivoco?

Stern sonrió con la suficiencia de quien está al tanto de todos los secretos.

– Pero… -La voz de Anna se apagó mientras pensaba en lo que había dicho Stern.

– Comprendo -dijo McConnell. Pero no era verdad. Sabía que Smith le había ocultado mucha información sobre la misión y había imaginado distintas alternativas, pero no esa. -Me dijeron que el blanco es una fábrica de gases y sus instalaciones de experimentación. ¿Eso es verdad?

– Sí.

– Pero… ¿cómo gasearemos a los SS y a la vez salvaremos a los prisioneros?

– No salvaremos a los prisioneros.

McConnell se sentó junto a la mesa y trató de asimilar eso.

– No podemos advertir a los prisioneros sin comprometer el éxito de la misión -dijo Stern-. Aunque pudiéramos sacarlos del campo, no tendrían adonde ir.

– Mein Gott -susurró Anna.

– ¿Por qué no lo dijo en Achnacarry? Me cansé de preguntar.

– Porque usted se habría negado a venir. Hay un punto en el que Smith no mintió, doctor. El tiempo es crucial. No hay tiempo para reemplazarlo a usted.

– ¿No podían darme a elegir?

– Puede elegir. ¿Me ayudará?

La indignación que sentía por haber sido engañado era motivo suficiente para negarse. Pero más allá de la furia, lo que Smith les pedía estaba mal.

– No -replicó-. No le ayudaré a matar prisioneros inocentes.

Stern alzó las palmas:

– ¿Lo ve? Hicimos bien en no decirle nada.

– Pero por Dios, ¿qué ganaron con mentir?

– Usted está aquí, ¿no? Sólo le pido que me ayude en la última fase. Vamos a la fábrica, usted me indica qué debo fotografiar y toma algunas muestras. Smith pensó que usted lo aceptaría después de pensarlo bien.

– ¡Pero no lo acepto! Sabía que habría algunos muertos. Estaba preparado para aceptarlo. Pero esto… ¡Por Dios, Stern, usted quiere asesinar a cientos de inocentes! Pensé que habíamos llegado a un entendimiento. ¿No le parece que me debía un mínimo de honestidad?

– ¿Deberle? -La cara de Stern enrojeció. -¡Lo conocí hace dos semanas! Le diré a quién le debo, doctor. A los judíos que esperan la muerte en cincuenta campos de exterminio de Alemania y Polonia. A los soldados que se van a jugar la vida para liberar Europa y a esos judíos. Tal vez esa no sea su prioridad, pero ya llegará el momento. Usted siéntese a esperar la Segunda Venida de Cristo o lo que crea que va a detener a Hitler. Yo voy a subir esa cuesta.

– ¿Allá está el gas?

– Sí.

– ¿Cómo piensa introducirlo en el campo?

– Eso es lo más fácil. Anoche el sargento McShane y sus hombres suspendieron ocho garrafas de gas neurotóxico inglés del cable a la altura del primer poste. Mi misión es escalar ese poste, soltar las garrafas y dejar que rueden por el cable al interior de Totenhausen.

– Ah, ahora entiendo -intervino Anna, contemplando la llama de la vela-. Me he pasado noches enteras haciendo croquis de los postes, los cables y los transformadores. Las conexiones eléctricas dentro del campo. No entendía nada, pensaba que querían anular el alambrado electrificado antes de lanzar un asalto en regla.

Se sentó frente a McConnell y miró a Stern.

– ¿De veras no hay alternativa? ¿Tiene que matar a todos?

– ¿Qué importa sacrificar unos cientos de vidas para salvar decenas de miles?

La mirada de Anna no vaciló.

– Para usted es fácil decirlo, Herr Stern. Hay mujeres y niños en el campo.

– ¿Judíos?

– Muchos son judíos. Otros no lo son. ¿No le gustan los judíos?

– Soy judío.