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Parpadeó, incrédula:

– Dios mío, es judío y se atreve a venir aquí. ¿Está loco?

– No. Pero estoy dispuesto a morir por mi pueblo. Si han de morir otros judíos, sea.

– ¿La decisión es suya? -preguntó McConnell.

– Esos judíos estaban condenados mucho antes de nuestra llegada, doctor. Así, al menos su muerte tendrá alguna justificación.

– No cuente conmigo.

– Nunca conté con usted. -Stern volvió a la ventana y espió entre las cortinas. -Le dije a Smith que era un idiota si pensaba que usted me ayudaría. Pero no importa. No lo necesito.

McConnell, sumido en sus pensamientos, no lo escuchaba.

– ¿Dice que las garrafas que dejaron en la colina contienen gas neurotóxico?

– Así es.

– ¿Qué clase de gas neurotóxico?

Stern se encogió de hombros:

– No tengo la menor idea, sólo sé que es gas.

– ¿Lo ha visto actuar?

– Claro que no. Es invisible, ¿no?

– A veces sí, a veces no. ¿Sabe de dónde viene?

– Vaya al grano, doctor.

McConnell no respondió. Era evidente que su silencio enfurecía a Stern, que lo miraba desde la ventana. Anna miraba a uno y otro, asombrada por la hostilidad entre los dos.

Stern se volvió bruscamente hacia la ventana como si hubiera oído un ruido. Empuñó su Schmeisser.

– ¡Veo un ómnibus! Un ómnibus gris atestado de hombres que viene del pueblo hacia aquí. ¿Quiénes son?

– Técnicos de la planta -informó Anna-. Se alojan en Dornow. El ómnibus los lleva al trabajo y los trae de vuelta.

Cuando McConnell comenzó a reír, Anna y Stern se miraron como concurrentes a un funeral que se han equivocado de cortejo. Empezó con una serie de carcajadas breves que se transformaron en la risita socarrona de un hombre que comprende que ha sido objeto de una broma de magnitud cósmica.

– ¿Qué mierda le pasa? -preguntó Stern-. ¿De qué se ríe?

– De usted -dijo McConnell-. Mejor dicho, de nosotros dos.

– ¿Cómo?

– Vea, Stern, somos un par de pobres infelices de tan estúpidos. ¿Qué le dije en Achnacarry? Que la misión tal como me la habían explicado no tenía sentido. Usted no le dio importancia porque sabía que Smith me había mentido. ¿No entiende? La misión tal como se la explicaron a usted tampoco tiene sentido.

– Explíquese de una vez, coño.

– ¿Está ciego? Si los ingleses desarrollaron un gas neurotóxico, ¿qué sentido tiene eliminar a la gente en este campo?

Stern trató de recordar su primera conversación con el general Smith, la noche que lo llevó a pasear en el Bentley.

– Los ingleses tienen una cantidad limitada de gas -dijo pensativamente-. Uno coma seis toneladas, creo. Los alemanes tienen miles de toneladas almacenadas en distintos lugares del país. Smith dice que los Aliados no tienen tiempo para alcanzarlos en esa carrera antes de la invasión. Su única esperanza es hacer creer a los nazis que tienen el gas neurotóxico y además están dispuestos a usarlo. Además, necesitan la muestra, ¿recuerda? Una muestra de Soman.

McConnell lo miró como un maestro que alienta a su alumno para que descubra la respuesta por sus propios medios.

– Piense, Stern. Consiguieron la muestra de Sarin sin ayuda nuestra. Para eso no nos necesitan a nosotros. Anna puede hacerlo. No, el objeto de esta misión es matar a la gente. Matar a todos en el campo y dejar la maquinaria intacta. ¿No es ese el plan?

– Sí.

– Yo no entendía porque había aceptado la idea de que veníamos a inutilizar la planta. Ahora bien, si suponemos que Smith le dijo la verdad sobre el objetivo, ¿cuál es la conclusión? Si elimina el campo con un gas neurotóxico, habrá dado el primer golpe con gases de la Segunda Guerra Mundial. Los riesgos son incalculables. Duff Smith será un hijo de puta, pero es pragmático. Lo mismo que Churchill. No correrían semejante riesgo si tuvieran alternativa.

– No la tienen -dijo Stern-. Dentro de cuatro días, Heinrich Himmler hará una demostración con Soman para el Führer. Quiere convencerlo de que use el gas neurotóxico para detener la invasión aliada. Hitler cree que los Aliados tienen sus propios gases. Himmler no lo cree, y por una vez tiene algo de razón. Smith y Churchill piensan que este ataque, mejor dicho, este bluff, es el único medio para convencer a Himmler de que se equivoca y obligarlo a anular la demostración con tal de no quedar malparado.

McConnell no estaba convencido.

– Supongamos que sea como usted dice. Ese no es el problema. Si los ingleses tuvieran siquiera un litro de gas propio, bastaría que Churchill hiciera llegar una pequeña muestra a quien correspondiera en Alemania. Mejor dicho, bastaría hacerles llegar la fórmula. Con ello le demostraría a Hitler que tiene la paridad estratégica, sin correr el riesgo de las represalias. Los nazis no tendrían forma de saber si los ingleses poseen diez gramos o diez mil toneladas.

McConnell tamborileó con los dedos sobre la mesa.

– Hay una sola hipótesis que justifica semejante riesgo, Stern. Los ingleses desarrollaron un gas neurotóxico, pero tiene un problema. O varios.

– ¿Qué quiere decir? ¿Qué clase de problemas?

McConnell se encogió de hombros:

– No sé, puede haber muchos problemas. Se necesitan de tres a seis meses para copiar un gas bélico, y hablamos de las variedades convencionales. Sarin es una toxina revolucionaria. Si no me equivoco, los ingleses lo consiguieron hace menos de sesenta días. Con el aliento de Churchill quemándoles la nuca, tal vez los científicos de Porton Down lograron descubrir la fórmula. Pero ahí empiezan los verdaderos problemas. Es sumamente difícil producir un gas en escala industrial para usarlo en el campo de batalla. Debe pesar más que el aire, resistir la humedad, no ser corrosivo para el acero estándar. Debe ser estable, es decir, capaz de conservar la toxicidad durante largos períodos de almacenamiento y transporte, a la vez que sobrevivir a la detonación de los proyectiles de artillería que los transportan. El gas neurotóxico ideal debe ser en lo posible incoloro e inodoro. Si usted ve venir la nube de gas, o la huele en concentraciones bajas, su efectividad como arma resulta inhibida en gran…

– ¡Al grano! -vociferó Stern.

– Perdóneme. Quiero decir que el equipo inglés en Porton probablemente desarrolló una imitación de Sarin, pero con una o más deficiencias. No pueden enviar una muestra a los alemanes porque saben que no resistiría un análisis exhaustivo. O sea, no tiene la efectividad del Sarin.

Stern se apartó de la ventana y puso una bota sobre una silla.

– ¿Por qué no le envían a Hitler una muestra del gas robado y le dicen que es de su propia invención?

– La verdad, no es mala idea -dijo McConnell después de pensarlo-. Estoy seguro de que Smith también lo pensó. Pero los químicos alemanes son de lo mejor. Una copia química exacta del Sarin alemán despertaría sospechas. Se darían cuenta del bluff.