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Sorbió su café, que ya estaba frío.

– No, a mí me parece que Smith y Churchill estudiaron la situación y llegaron a la conclusión de que no tenían alternativa. Quieren demostrar que el Sarin británico, aunque tenga defectos, es capaz de matar. Por eso sólo enviaron a dos tipos, Stern. Si el Sarin de imitación mata, tal vez los nazis se convenzan de que sería un error atacar a los Aliados con gases neurotóxicos. Si no funciona, ¿qué pierden los ingleses? A usted y a mí. Un par de civiles prescindibles. Funcione o no, el viento se lo llevará en pocas horas. Y le apuesto lo que quiera que las garrafas suspendidas del poste son de fabricación alemana.

– Así es.

McConnell meneó la cabeza, asombrado por la audacia del plan de Smith.

– Somos los chivos expiatorios, Stern. Tal vez a usted le guste ese papel, pero a mí no.

Stern estaba sumido en sus pensamientos. Anna miraba a McConnell con una extraña mezcla de miedo y respeto.

– Duele, ¿no? -McConnell rió suavemente. -El gran terrorista de la Haganá se dejó engañar por un general inglés.

Stern colgó la Schmeisser de su hombro.

– Tal vez el gas funcione. Usted acaba de decirlo. En ese caso, a pesar de todo, la misión triunfará. Habrá que comprobarlo a los golpes, como dicen en su país.

Se levantó y fue hacia la salida.

– Espere -pidió Anna-. Ya es de día. No podrá llegar al poste sin que lo vean. El comandante Schörner reforzó la guardia en la planta generadora.

– ¿Cómo? -dijo Stern con la mano en el picaporte.

– Ya le dije, desde que encontraron el cadáver del sargento hay patrullas por todas partes. Aunque lograra atacar el campo, la mitad de los SS no estarían ahí. Les preparé un escondite en el sótano. Ocúltense ahí durante el día y hagan un plan. A las seis de la tarde ya es de noche. ¿Qué pasa si esperan hasta entonces?

Stern volvió a la cocina.

– Quiero hablar con su superior en el grupo.

– Yo soy el jefe.

– ¿Usted es la que manda?

– Soy la única.

– No le creo. ¿Quiénes son los hombres que nos ayudaron a desembarcar?

– Amigos. No saben nada sobre el campo.

– ¿Usted es el único contacto del general Smith?

– ¿Quién es el general Smith?

McConnell no pudo reprimir una sonrisa maliciosa.

– ¿Qué problema tiene con ella? A mí me cae muy bien. Nuestra propia Mata Hari.

– ¡Cállese, carajo!

McConnell se levantó:

– Béseme el culo, Stern. ¿Conocía esa expresión? Acaba de aprender algo nuevo.

Stern les echó una mirada fulminante y asintió como si acabara de descubrir que estaba rodeado de enemigos. Se volvió, fue resueltamente a la puerta.

Anna miró a McConnell con ojos desorbitados, se abalanzó hacia la puerta y llamó a Stern a los gritos. Aparentemente él no le hizo caso, porque al volver a la cocina tenía la mirada aturdida del que acaba de presenciar una catástrofe.

– Se va hacia la colina. Nos va a matar a todos.

– No estoy tan seguro -dijo McConnell, parado junto a la mesa-. Tiene ese uniforme de la SD y habla alemán a la perfección. Tal vez llegue.

Anna miró en torno de su cocina como si bruscamente se encontrara en un ambiente inhóspito.

– Y no me dijeron nada. -Su voz suave estaba cargada de rencor. -Es demasiado pedir. -Miró fijamente a McConnell. La luz del Sol iluminaba su cara. -¿Cree que lo hará? -preguntó-. ¿Será capaz de matar a los prisioneros? ¿A tantos niños?

McConnell se dio cuenta de que la revelación de Stern había sido un golpe durísimo para ella, tanto como para él. Sintió deseos de tocarla, de reconfortarla, pero temió que interpretara mal el gesto.

– Lamentablemente sí, es capaz de hacerlo. La única manera de detenerlo es matarlo. Si no está dispuesta a tanto, será mejor que no vaya a trabajar hoy.

– ¡No puedo faltar! -exclamó Anna con una mirada de pavor-. Si lo hago, el comandante Schörner enviará una patrulla a buscarme.

– ¿No puede avisar que está enferma?

– No tengo teléfono.

– ¿Cómo va a trabajar?

– En bicicleta.

– Entonces, le recomiendo que pedalee lo más lentamente que pueda.

29

Habían pasado apenas veinticuatro horas desde que el comandante Schörner lo había humillado, pero en ese lapso la rabia del sargento Gunther Sturm había crecido a proporciones inéditas. Consumido por una furia atroz, juró que mataría a Schörner. Pero la aparición de los paracaídas británicos provocó un escándalo tal, que llegó a conocimiento del coronel Beck en Peenemünde. Sería una locura tratar de eliminar a Schörner bajo las narices de ese demonio.

Estuvo tentado de desafiar a Schörner a un duelo. El reglamento de las SS lo autorizaba a exigir una satisfacción en un asunto de honor. Pero en la práctica se desalentaban los duelos. Además, aunque tuerto, Schörner era un esgrimista de primera y su puntería con la pistola era excelente. No; si quería vengarse rápidamente, tendría que hacerlo a través de la puta judía.

El hombre elegido para la ejecución de su vendetta fue el cabo Ludwig Grot. No sólo era el hombre más violento de la unidad, sino que le debía a su sargento casi cuatrocientos marcos en deudas de juego. Sturm había abordado el asunto frente a una botella de excelente aguardiente que conservaba para una ocasión especial. Grot se mostró más que dispuesto a cancelar su deuda con un favor. ¡Era tan sencillo! Una paliza. Un par de golpes certeros. ¿Cuál era el problema? Si una judía ofendía el honor del Reich precisamente cuando él pasaba por ahí, el deber lo obligaba a darle una lección. Y si la mataba, ¿qué? Sería un judío menos para contaminar el aire puro de la patria.

Sturm se aseguró de que Grot tuviera el campo libre para atacar. Schörner estaba en Peenemünde, conferenciando con el coronel Beck sobre el asunto de los paracaídas británicos; Brandt había viajado a Berlín a un encuentro con el Reichsführer Himmler. Al pasear con su mascota preferida -un enorme pastor alemán llamado Rudi- hasta el lugar que había elegido para observar el ataque, Sturm vio a Grot apoyado en la puerta de la cuadra de los soldados SS. Lo miró, sonrió brevemente y pensó que, en verdad, había elegido bien a su hombre.

Cuando servían en el Einsatzkommando 8, destinado a limpiar Letonia de judíos, Ludwig Grot solía quejarse de que se aburría. También deploraba el despilfarro de municiones para eliminar judíos. Un día encontró el remedio para los males que lo irritaban tanto. Ordenó a varios judíos que se pararan en fila india, cada uno con el pecho apretado contra la espalda del hombre que lo precedía. Luego aceptó apuestas sobre cuántos judíos podía matar de un solo tiro. En Polonia oriental había ganado treinta marcos al matar a tres hombres adultos con un solo disparo de la Luger. Cerca de Poznan mató a cinco mujeres, pero la última de la fila había muerto después de varias horas de agonía, y por lo tanto no se la contaba.