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– La asusté -explicó Stern desde la puerta del vestíbulo-. Llegué antes, pero usted no abrió la puerta. No quise derribarla porque pensé que usted dispararía. La esperé, y cuando entró me metí detrás de ella.

– ¿Dónde mierda estuvo todo el día?

Stern se acercó a Anna, tomó la botella de vodka y bebió del pico. -En Rostock -dijo después de limpiarse la boca con el revés de la mano.

– ¡Está loco! -exclamó Anna. Su vaso tintineó sobre la mesada. -¿Por qué fue allá?

Stern bebió otro trago de vodka.

– El viento era demasiado fuerte para atacar. Además, si suena una alarma, no podremos llegar a la costa, al menos de día.

– ¿Cómo llegó a Rostock?

– Robé un auto en el pueblo.

Anna meneó la cabeza:

– Está loco.

– Lo devolví -dijo Stern con indiferencia-. No tiene importancia. Cuando usted llegó, dejó caer la bicicleta y corrió a la puerta. Estaba asustada mucho antes de verme. ¿Qué pasó?

Anna apartó la vista y bebió.

– Tiene razón en lo que dijo anoche. Totenhausen debe ser destruido, cueste lo que cueste. Es algo monstruoso.

McConnell la miró desconcertado.

– Dígame que pasó -ordenó Stern.

Dio un paso atrás, asustada por la vehemencia de Stern.

– Hubo una matanza.

– ¿No son frecuentes?

– No. Sucedió porque una prisionera mató a un SS.

– ¿Cómo?

– Una mujer. La Blockführer de la cuadra de las judías. Le clavó una azada en la garganta a un cabo. La bestia más bruta del campo.

– ¿Por qué lo hizo?

– Para evitar que el guardia matara a golpes a otra prisionera. Una judía de Amsterdam.

Stern meneó la cabeza con furia.

– ¿ La Blockführer también era judía?

– No, pero era amiga de la judía.

– ¿La judía murió?

– No. La saqué de ahí y la mandé a la cuadra. -Anna apartó la cara y clavó los ojos en el piso como si fuera a revelar un secreto de familia espantoso. -El Hauptscharführer Sturm se volvió loco cuando vio que el hombre estaba muerto. En ausencia de Brandt y Schörner, es el oficial superior del campo y ordenó una represalia inmediata. Colgaron a dos mujeres del Árbol y fusilaron a otras ocho. Diez asesinatos.

Stern le aferró el hombro y la obligó a mirarlo de frente:

– ¿Eran judías?

– No -murmuró-. Eran cristianas polacas.

Lo apartó y fue a sentarse junto a la mesa. Aún aferraba el vaso.

– Suerte que volvió Schörner de Peenemünde. Si no, habrían asesinado a todos los prisioneros.

– ¿El comandante Schörner impuso orden? -preguntó Stern, mirándola fijamente.

– Más que eso. Confinó a Sturm a su cuadra. Tiene la audacia del demonio.

– ¿Por qué habrá hecho una cosa así?

– Creo que hay algo personal entre él y Sturm. Tiene que ver con la mujer.

– ¿La que mató al SS?

– No, la judía golpeada. Creo que Schörner la obliga a mantener relaciones con él.

Stern miró a McConnell con ojos que decían claramente: ¿Comprende lo que son capaces de hacer estos cerdos nazis?

– ¿Y al sargento le disgustan las aventuras sexuales de su comandante?

– No creo que sea por eso. Hay otro problema entre ellos. Sturm lo detesta.

– ¿Qué locura es esta? ¿No hay disciplina en el campo? Meneó la cabeza lentamente. Las lágrimas contenidas empezaban a asomar.

– Es peor de lo que se pueda imaginar. El jefe es Herr Doktor Brandt. Tiene el grado de teniente general de las SS, pero no hizo instrucción militar. Dicen que es amigo de Himmler. El cuadro de oficiales se completa con dos capitanes y un comandante, todos médicos. El comandante Schörner es el jefe de seguridad. Por debajo de él sólo están el Hauptscharführer Sturm y sus hombres.

– ¿No hay oficiales subalternos?

Anna meneó la cabeza:

– Brandt lo dispuso así. Quiere estar rodeado de médicos, no de soldados.

Por fin Stern se apartó y se paseó por la cocina. McConnell se sentó para no estorbarle el paso.

– ¿Qué pasaría si yo atacara el campo ahora mismo?

– Lo mismo que anoche -contestó Anna con tono exhausto-. Se salvaría la mitad de la guarnición porque todavía están buscando a los paracaidistas, pero morirían los prisioneros. Y no sólo ellos. Usted mencionó el viento. En el campo es más fuerte que de este lado de las colinas. Sopla a lo largo del río.

Stern gruñó con furia impotente.

– Además, cuando salí del campo, Brandt no había regresado de Berlín.

– Verdammt! ¿Volverá esta noche?

– Tal vez, pero podría llegar muy tarde. -Anna fue a la pileta, mojó un trapo con agua y se lo puso sobre la cara. -Todo el campo se ha vuelto loco -dijo con la cara tapada por el trapo-. Empezó con la visita de Himmler. A la noche siguiente, Sturm y sus muchachos violaron y asesinaron a seis mujeres traídas de Ravensbrück. Antes Schörner estaba borracho día y noche. Ahora vigila todo como un halcón. Como si hubiera despertado de un sueño profundo. Brandt abusa de los niños… es una locura. El fin del mundo.

– ¿Qué pasa con los niños? -preguntó McConnell.

Anna dejó el trapo en la pileta y se volvió hacia él.

– Brandt experimenta con niños. Dice que es investigación médica, pero es algo atroz. Tres veces en los últimos dos meses y medio hizo llevar chicos a su habitación. Niños. Los tiene ahí una semana y después… qué sé yo, el gas. Dios me perdone, no sé qué pasa ahí. -Se secó las lágrimas. -No lo sé ni quiero saberlo.

Stern dejó de pasearse y miró a McConnell con el rostro deformado por la furia.

– Y a pesar de todo, ¿no me ayudará a destruir ese lugar?

McConnell miró la botella de vodka con cierta avidez.

– Escuche, usted quiere matar a Brandt. Eso lo entiendo, de veras. Un torturador de niños no merece vivir. Pero también quiere matar a todos los prisioneros inocentes que ese hombre tiene en su poder. ¿Le parece lógico?

– ¡Estamos hablando del fin de la guerra!

– Eso lo dice Smith. -McConnell buscó su tono más persuasivo. -Vea, Stern, tenemos que analizarlo bien. No es fácil de resolver. Si nos tranquilizamos, tal vez podamos ponernos de acuerdo y…

Stern derribó una silla al acercarse.

– Hubiera debido venir conmigo a Rostock, doctor. Tal vez no estaría tan tranquilo. ¿Quiere saber qué vi?