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– Sí. Dicen que hay escasez de médicos militares, pero me parece que Brandt prefiere rodearse de civiles.

– Yo soy civil.

Asintió:

– Químico, si no me equivoco.

– Secundariamente -dijo con una sonrisa-. En realidad soy doctor en medicina.

La expresión de Anna sufrió una alteración sutil, pero profunda. Parecía mirarlo con otros ojos.

– ¿Es médico?

– Lo fui hasta que empezó la guerra.

– ¿Atendía pacientes?

– Por poco tiempo.

Meditó en silencio antes de preguntarle:

– ¿Es por eso que le disgusta matar?

– Es una de las razones -declaró McConnell, evasivo.

– Es por eso, entre otras razones, que hago lo que hago.

– ¿En qué sentido?

Anna echó una mirada a la ventana de la cocina.

– Es peligroso seguir aquí. Schörner podría disponer una búsqueda casa por casa.

– ¿Quiere que baje al sótano?

Se levantó, sirvió más café y tomó la botella semivacía de vodka del aparador.

– Bajaré con usted -dijo-. Creo que los dos esperamos lo mismo.

– ¿Qué?

– Las sirenas de Totenhausen. Si Stern ataca las oiremos, incluso desde el sótano.

McConnell bajó las escaleras y encendió la lámpara de gas. Se sentaron en el sofá que le había servido de cama la noche anterior, semioculto detrás de las cajas y los repuestos de maquinaria agrícola.

– Quiero hacerle una pregunta -dijo-. Desde luego, no está obligada a contestar, pero siento curiosidad sobre usted.

Ella miró al piso y sonrió con tristeza:

– Usted quiere saber por qué milito contra los nazis. ¿Es así?

– Sí. Reconozca que pocos alemanes lo hacen.

– Claro que lo reconozco. Los pocos que tuvieron el coraje de combatirlos fueron aniquilados en los primeros tiempos. Los demás se dividen en dos grupos: los que aman el nuevo orden y los que buscan la salida más sencilla. Este último es un rasgo muy desarrollado de la personalidad política de los alemanes.

– Pero no de la suya.

Anna echó una buena medida de vodka en su café.

– Podría haberlo sido. -Bebió. -Pero no sucedió. ¿Qué es lo que me hizo cambiar? Lo recordé hace un instante, cuando me habló sobre usted y Stern, y cómo entre los dos conforman un soldado completo.

– No entiendo.

– ¿Por qué soy distinta de la mayoría de los alemanes? Por culpa de un hombre, claro está.

– ¿Un hombre como yo y Stern: No puedo creer que exista semejante cosa.

Rió:

– Se parecía a usted más que a Stern. Y era doctor.

– ¿Médico?

– Sí. Pero también era judío.

Lo dijo con un tono desafiante, y lo tomó completamente por sorpresa. No sabía qué decir. Pero quería conocer la historia.

– ¿Lo conoció aquí en Dornow?

– No, en Berlín. Nací en Bad Sülze, no muy lejos de aquí. Mis padres eran campesinos. Acomodados, pero muy provincianos. Mi hermana y yo teníamos grandes ambiciones. A los diecisiete años me fui a Berlín con toda la idea de convertirme en una chica mundana de la gran ciudad. Cuando me recibí de enfermera, fui a trabajar con un clínico de Charlottenburg. Franz Perlman. Era 1936, las leyes de Nuremberg ya habían sido sancionadas, pero yo era una tonta. No tenía la menor idea de lo que significaba todo eso. Las restricciones a los judíos entraban en vigencia en distintos momentos según el campo de actividad, y los médicos estuvieron entre los últimos que las sufrieron. Franz estaba tan ocupado que no se daba cuenta de nada. Trabajaba de la mañana a la noche y atendía a todo el mundo: judíos, cristianos, cualquiera que lo necesitara.

Sorbió su café y miró la suave luz de la lámpara de gas.

– Éramos tres en el consultorio: Franz, la recepcionista y yo. Imagine lo que sucedió. Un médico y su enfermera, en fin, no es nada raro, ¿no? Yo tenía veinte años. A la tercera semana estaba perdidamente enamorada de él. No era de extrañar. Era un hombre considerado, y muy trabajador. Al principio trató de desalentarme. Era viudo y mayor que yo. Cuarenta y cuatro años. A mí no me importaba su edad ni mucho menos que fuera judío. Antes de que pasara un año dejó de desalentarme, pobre. Yo era una desvergonzada. Quería casarme, pero él se negaba rotundamente. Jamás permitía que nos vieran juntos fuera del consultorio. En todo ese tiempo fue sólo dos veces a mi apartamento, y jamás me permitió visitarlo en el suyo.

Entonces me puse furiosa con él. No entendía por qué se negaba a casarse conmigo, siquiera en secreto. Era una idiota. Por fin, un día se me cayeron las vendas de los ojos. Me habló de sus amigos obligados a abandonar sus actividades, o que habían desaparecido. No le creí.

Vivía en… in einem Traum. Como en un sueño. Las facultades de medicina ya habían cesanteado a los profesores judíos. Franz recibía cartas amenazantes. Me las mostró. Entonces comprendí por qué se había negado a formalizar nuestra relación: temía por mi seguridad. Estaba loco por casarse conmigo.

La voz de Anna se quebró, pero sólo por un instante.

– El consultorio recibía casi tantos pacientes como antes. Muy pocos dejaron de ir. No son muchos los médicos que se desvelan por los pacientes. En general prefieren ir derecho al bisturí, ¿no? O sólo piensan en ellos mismos.

– Sí, conozco a unos cuantos -convino McConnell con una sonrisa.

– Franz era distinto. Para él no había nada más importante que los pacientes. Por eso no dejaba de trabajar. Por fin, los nazis lo dejaron sin margen de acción. Prohibieron a los judíos el ejercicio de la medicina. Era la ley. La recepcionista renunció, pero yo no. Durante cinco semanas hice el trabajo de las dos. Y Franz hacía el trabajo de diez. Visitaba a los viejos, asistía a partos… era uno de los últimos. Lo extraño es que conservó a muchos de sus pacientes arios. ¡Y los recibía! -Tomó aliento. -Perdóneme por extenderme tanto. Es que… nunca he podido hablar sobre esto. No podía decírselo a nadie. Ni a mis padres ni a mi hermana. A ella menos aún.

– Comprendo, Fráulein Kaas.

– ¿De veras? ¿Sabe lo que sucedió?

– Lo llevaron a un campo de concentración.

– No. Cierta mañana, un lindo chico de las SS… de veras era un chico, más joven que yo. Bueno, entró en la sala de espera y exigió ver al doctor. Lo acompañaban cuatro camaradas, todos de negro y con el distintivo de la calavera. Franz vino a la sala de espera con su delantal blanco y su estetoscopio. El SS le dijo que el consultorio estaba clausurado. Franz dijo que nadie tenía derecho a prohibirle tratar a los enfermos y que le importaba un bledo su uniforme. Le dijo al chico que se fuera a su casa y le dio la espalda para volver al consultorio.