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McConnell sintió escalofríos en el cuello y los brazos. -No me diga que…

– El chico desenfundó una Walther y le disparó por la espalda. La bala le destrozó la columna. -Anna se secó las lágrimas de las mejillas. -Murió un minuto después, tirado en el piso de su sala de espera.

McConnell no supo qué decir. Ella lo miró.

– ¿Sabe qué fue lo peor? Habría cristianos en esa sala de espera. Pacientes de Franz desde hacía quince años. Ninguno de ellos, ni uno, dijo ni pío. Ni siquiera al chico que había asesinado a su médico delante de sus propios ojos.

– Anna…

– ¿Stern pregunta por qué odio a los nazis? -Crispó los puños. -Si no fuera tan cobarde, mataría a Brandt con mis propias manos.

Un nuevo pensamiento asaltó a McConnell.

– Después de lo que sucedió, ¿cómo demonios fue a parar a un campo de concentración?

Bebió otro sorbo de café con vodka.

– Esta historia es la que se lleva la palma. Cuando volví de la ciudad, deprimida y casi desamparada, mi hermana mayor se ocupó de mí. Y estaba en muy buena posición para ayudarme. Para escapar del tedio de la vida rural se casó con el Gauleiter de Mecklenburg. ¿Qué le parece? ¡Mi hermana Sabine era una nazi rabiosa! Me consiguió el puesto en Totenhausen y no pude rechazarlo. La verdad es que la primera vez que recorrí el hospital de Brandt, pensé que estaba en una institución civil. ¡Seguía siendo una idiota!

Qué locura, pensó McConnell. Pero así era la guerra: alteraba la vida de la gente en las formas más inesperadas.

– Usted dijo que hay distintas clases de coraje -dijo-. Yo admiro el de su Franz Perlman. Era un hombre de principios. Y los defendía con carácter y convicción.

– Así es -convino Anna-. Y está muerto. Mire adonde van a parar los hombres de principios en este mundo que hemos forjado.

– Puede ser. Pero lo prefiero antes que la capitulación.

– ¿Qué me dice de usted, doctor? Yo me confesé, ahora le toca a usted. ¿Por qué se niega a subir la cuesta y ayudar a Stern?

McConnell se deslizó del sofá hasta quedar sentado en el piso con la espalda apoyada contra una pata.

– En el fondo es muy sencillo. La culpa la tiene mi padre. Era médico. Murió hace un tiempo. Combatió en la Primera Guerra, contra los alemanes, claro.

– Como mi tío. Murió en el Marne.

– Mi padre fue gaseado en St. Mihiel. El gas de mostaza le causó unas quemaduras terribles. Jamás se curó del todo.

Anna le palmeó suavemente el hombro:

– Lo siento.

– Creo que Freud tendría algo que decir sobre mi decisión vocacional -dijo McConnell con una sonrisa-. Me importa un carajo. Era muy joven cuando vi cómo la guerra afecta a la gente y no me gustó. No me gusta. Cuando empezó ésta quise usar mis conocimientos para aliviar el sufrimiento, no para infligirlo. Como ve, a los ingleses no les basta.

Anna se inclinó hacia él y lo miró a los ojos.

– Usted me recuerda a Franz, doctor. Es un hombre bueno, considerado. Pero me parece que no termina de entender lo que sucede en Alemania. -Se puso de pie y fue a un estante cargado de libros que parecían ser de contabilidad. -Le mostraré algo.

Retiró varios libros, introdujo la mano en el hueco y sacó un pequeño volumen encuadernado en cuero. Las tapas estaban gastadas por el uso.

– Este es mi diario íntimo -dijo-. Lo inicié el día que murió Franz. Casi diría que es mi único amigo. En la primera parte no encontrará nada interesante: sólo asuntos personales. Pero alrededor de la página treinta, empiezo a registrar mis vivencias en Totenhausen. Ahí están todos los experimentos que he presenciado y también los que el doctor Brandt describió a otros médicos, personalmente o por teléfono. Cosas que él me dijo después de visitas a otras instituciones médicas del Reich. Campos de concentración, centros de eutanasia, clínicas de distinto tipo.

Empezó a subir la escalera, se detuvo y arrojó el volumen a McConnell.

– Usted es médico. Ahí tiene el curriculum vitae de un colega suyo.

Salió, y McConnell abrió el diario y empezó a leer.

Sentada en el sillón de la antesala del comandante Schörner, Rachel Jansen lo miraba en silencio mientras él sorbía su copa de coñac.

– ¿Por qué no me mataron en las represalias? -preguntó por fin. Schörner alzó la copa para mirar la luz a través del líquido ambarino.

– Sturm me tiene un poco de miedo -dijo-. Y tiene razón. Me gustaría degollarlo con su propio cuchillo. Cuando veo los moretones en tus hermosos brazos… me hierve la sangre. Al verte sentada así y oír cómo respiras me doy cuenta de que te duelen las costillas. ¿Te pateó ese desgraciado de Grot?

– Esto es una locura -susurró Rachel. Al hablar sentía punzadas de dolor en el pecho. -¿Qué pasará si me descubren aquí esta noche?

Los finos labios de Schörner se torcieron en una sonrisa desafiante.

– Es justamente lo que no sucederá esta noche, Liebling. Brandt no quiere conflictos, nada que altere sus planes con el Reichsführer Himmler. Para Brandt, Sturm y yo no tenemos la menor importancia. Además -su voz se volvió más suave-, tenía que verte. Quería asegurarme de que ese cerdo no te hubiera hecho demasiado daño. -Se inclinó hacia ella: -¿Te hizo daño? Si esta noche no puedes… comprenderé.

Rachel se estremeció.

– ¿Tienes frío, Liebling? Ven aquí conmigo -dijo Schörner con ternura.

Rachel titubeó, se paró y fue al sofá como si caminara hacia el patíbulo.

32

Jonas Stern escuchó los ruidos desde la sombra de una barraca de madera. Al principio sólo oyó el silbido del viento que soplaba sobre el río Recknitz. Anna Kaas tenía razón. Era más fuerte allí que entre los árboles de la cima.

Poco a poco empezó a distinguir otro ruido. Eran ronquidos. Se deslizó sigilosamente a lo largo de la hilera de cuadras.

Había llegado hasta ahí con una combinación de audacia y sigilo. Antes de llegar al alambrado trasero de Totenhausen, cruzó tres zanjas largas y estrechas entre los árboles. En África había conocido el olor de la piel quemada; por eso supo qué había en las zanjas.

La vista de los árboles le permitió elaborar su plan. Las altas confieras crecían muy cerca del alambrado en tres costados del campo. Colgó su Schmeisser de un hombro, trepó a un abedul, se deslizó por una rama y saltó al suelo nevado junto al granero que ocultaba la fábrica de gases.

Antes que lo traicionaran los nervios, se irguió y marchó resueltamente hacia el portón que separaba la fábrica del campo propiamente dicho. Había un centinela, un soldado raso SS con el uniforme pardo del guardia de campo de concentración. Stern iba a mostrar sus documentos, pero su uniforme verde grisáceo de la SD y la Cruz, de Hierro bastaron para identificarlo. Con un enérgico Heil Hitler! pasó junto al centinela que se había cuadrado respetuosamente para dejarlo pasar.