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La conmoción que le produjo ese pasaje duró hasta que llegó a la primera descripción detallada de un "proyecto de investigación" de Brandt. Bastaban esas líneas para condenar todo el Estado nazi para toda la eternidad.

8-6-43. Hace ocho días, Brandt infectó a cuatro niñas y cuatro varones con meningococo del Grupo 1, de acción fulminante (método de infección por gotas de Pfflüger; gotas obtenidas de portadores encerrados en la sala de aislamiento). Greta Müller y yo hicimos turnos rotativos de doce horas en la sala experimental durante toda la prueba.

Hasta ahora no había tenido oportunidad de registrar lo que sucede.

Nuestras tareas eran (a) registrar la aparición de los síntomas (b) tomar muestras de sangre y realizar conteos de glóbulos blancos en los momentos indicados (t) administrar sulfadiazina (y la fórmula del doctor Brandt) a los distintos grupos en los momentos indicados (d) suministrar líquidos para prevenir la deshidratación (e) registrar la evolución de los pacientes hasta la muerte o la recuperación. El paciente menor (femenino) tenía seis meses, el mayor cinco años (masculino). Edad promedio, tres años y medio.

El cuarto día después de la infección se encontró meningococos en la sangre de todos los pacientes. En ese momento la mayoría mostraban la erupción cutánea característica. Brandt indicó la administración oral de sulfadiazina a dos pacientes y su fórmula secreta a otros dos. A los cuatro restantes (incluida la niña menor) los designó sujetos de control.

El grupo de control mostró rápidamente los síntomas de la etapa septicémica del maclass="underline" fiebres discontinuas, hipersensibilidad, pulso y respiración acelerados. La mayoría se tendió en la posición característica. Lloraban al ser movidos. Los cuatro hicieron erupciones graves, que en tres casos fueron hemorrágicas. El conteo de glóbulos blancos osciló entre 16.500 y 17.500.

Primer deceso en el grupo de control (niña de cuatro años) provocado por infección septicémica generalizada. 80 por ciento del cuerpo cubierto por erupción hemorrágica. Autopsia de rutina realizada por el doctor Rauch.

El estudio del sujeto de control reveló hinchazón de las fontanelas debido a la infección generalizada. Paciente mostró convulsiones, pulso y respiración débiles. Deceso sobrevino a los seis días de la infección inicial.

Los dos pacientes tratados con sulfadiazina mostraron una mejoría notable en 48 horas. Los tratados con la fórmula de Brandt mejoraron más lentamente. Los controles avanzaron rápidamente á la fase siguiente del mal. Los gérmenes desaparecieron del torrente sanguíneo y se localizaron en las meninges. Los pacientes sufrieron vómitos y la jaqueca característica provocada por la mayor presión del líquido cefalorraquídeo. Además, constipación, retención de orina y rigidez de los músculos cervicales por estar afectadas las raíces nerviosas. En los dos niños menores la columna y cuello formaron el "arco" característico. Ninguno podía bajar el mentón.

Tercer deceso en grupo de control (varón, tres años); muerte dolorosa durante el turno de Greta. Esa mañana le había suministrado aspirina, nada más. La autopsia de Brandt reveló muerte por hidrocefalia. Ventrículos cerebrales dilatados, circunvoluciones aplanadas por presión de un líquido viscoso y purulento. Afectación del nervio óptico: en el momento del deceso, el paciente estaba ciego de un ojo. El exudado purulento había invadido el canal espinal.

Durante el experimento, Brandt practicó varias punciones espinales para analizar líquido cefalorraquídeo. Estaba furioso por la lentitud de su fórmula comparada con la sulfadiazina. Aterrados por las punciones, los niños debieron ser sujetados por Ariel Weitz y los SS. Sexto día, Brandt inyectó su fórmula directamente en la médula de un niño. Esto me hace pensar que su fórmula secreta no está relacionada con las sulfonamidas, ya que éstas no requieren terapia local. Brandt repetirá todo el experimento en una semana con un preparado diferente. Ayer llegó una caja de suero de caballo antimeningococo polivalente…

McConnell alzó la vista del diario. Se dio cuenta de que sufría una especie de conmoción. Por lo menos en una docena de pasajes distintos se describían experimentos similares con niños y había alusiones a por lo menos cincuenta más, realizados por Brandt y sus ayudantes. Todos estaban descritos detallada y fielmente. Pero lo más aterrador era que ninguna de esas experiencias estaba justificada por razones médicas válidas. Se sabía que la sulfadiazina curaba la meningitis. ¿Acaso Klaus Brandt torturaba a los niños para tratar de descubrir un nuevo fármaco que le permitiera hacerse rico después de la guerra?

McConnell cerró los ojos y se apretó los dedos contra las sienes. ¿Cómo era posible que Anna Kaas escribiera semejantes cosas con tanta aparente indiferencia? Había tratado de descubrir algún sentimiento de culpa o asco, pero después de las primeras anotaciones prácticamente no hacía alusión a su propio punto de vista. Entonces comprendió qué se proponía, o mejor, rogó que fuera así. La enfermera alemana actuaba como una suerte de cámara oraclass="underline" registraba todo lo que veía a la manera de un testigo que prestara declaración ante un tribunal de justicia. La inclusión de sus propios sentimientos desacreditaría su testimonio después de la guerra.

Con todo, no podía dejar de lado el hecho de que había presenciado semejantes atrocidades; más aún, había participado en ellas. Eso era duro de aceptar. Anhelaba encontrar una expresión de angustia, un ruego siquiera parcial o tácito de perdón por parte del espíritu vulnerable que habita en el fondo de todo ser humano. Hasta el momento no lo había encontrado.

Tenía una sola certeza: si salía vivo de Alemanias el diario de la enfermera iría con él.

Callado y atónito, Jonas Stern contemplaba a las cuarenta mujeres que lo rodeaban en la cuadra de mujeres judías. Una sola vela chisporroteaba en el piso. Jamás había visto semejantes miradas, ni siquiera en soldados alterados por una terrible carnicería. Ojos como espejos negros, vacuos y a la vez insondables. Tenía la sensación de que si colocaba su dedo sobre uno de esos ojos, éste se rompería y sus fragmentos caerían en una caverna negra de dolor y desesperación imposible de llenar.

En poco tiempo se había enterado de muchas cosas. Había formulado algunas preguntas sobre las historias de esas mujeres para justificar el cuento de que reunía información para los dirigentes sionistas en Palestina y Londres. Pero al escuchar algunas respuestas, por un rato no pudo pensar en otra cosa. Todas las historias eran variaciones sobre el mismo tema: estábamos bien; Hitler tomó el poder; los ricos huyeron; los nazis llegaron al pueblo, la ciudad, la aldea, nuestra casa, nuestro apartamento; mataron a mi padre, mi madre, mi esposo, mis hijos, mi tío, mis hermanas, mi hija, mis abuelos. Casi todas terminaban con la misma frase: soy la última sobreviviente de mi familia.

Stern se enteró de la muerte de la jefa de cuadra y las represalias brutales que la siguieron, sembrando la confusión en el bloque, y que la joven holandesa que lo interrogaba había ocupado el puesto de la polaca muerta por falta de otra candidata. Estaba a punto de hacerle la pregunta que lo había impulsado a arriesgar su vida, cuando ella se anticipó: