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– Herr Stern, ¿cómo hará para salir del campo?

Comprendió el sentido de la pregunta. Algunas de las mujeres empezaban a soñar con la fuga. Tenía que desalentarlas. No podían saber que él no tenía la menor intención de alejarse de la zona antes de… ¿antes de qué? De matarlas a todas, claro.

– Herr Stern -insistió Rachel.

– Saldré por la puerta principal, tal como entré.

Rachel lo pensó unos instantes.

– No me parece lógico. ¿Un oficial de las SS anda a pie?

La pregunta lo desconcertó.

– Escuche, este uniforme es de la Sicherheitsdienst. Más temida que la Gestapo. Ni siquiera los SS pueden interrogar a un SD.

Stern vio un destello de esperanza en los ojos negros.

– Quiero pedirle un favor -dijo Rachel-. Un favor muy grande.

– No puedo llevarla conmigo -dijo precipitadamente. -A mí no. A mi hijo.

La miró fijamente:

– ¿Su hijo está aquí?

– Los dos. Una niña y un varón.

– ¿Y quiere… que me lleve a uno solo?

La joven tomó su mano y la apretó con fuerza. Había desesperación en sus ojos.

– Es mejor que uno tenga la oportunidad de vivir y no que mueran los dos -dijo-. ¡Y aquí morirán los dos!

No sólo había desesperación en sus ojos, sino una resolución inquebrantable. Hablaba en serio.

– ¡Son tan pequeños! -dijo con una voz implorante que lo sumió en un pozo de vergüenza e impotencia-. Puede alzar a uno fácilmente…

Stern retiró su mano bruscamente, conmovido hasta lo más íntimo al comprender que la mujer había aceptado la imposibilidad de fugarse y estaba dispuesta a entregar su hijo a un desconocido. Miró las caras que lo rodeaban en busca de un gesto de desaprobación.

Ninguna de las mujeres parecía escandalizada por el ruego de Rachel.

En el sótano de Anna, McConnell encontró por fin el pasaje que buscaba. Era uno de los últimos, fechado apenas un par de semanas antes.

1-2-44. Cada vez más civiles mueren en los bombardeos aliados. Por las dudas de que no sobreviva a la guerra, dejaré asentadas ciertas cosas que no puedo asumir sin un profundo dolor. Sé lo que el mundo dirá de mí. ¿Cómo pudo contemplar hechos tan horrorosos? Era civil. Era enfermera. No estaba obligada a hacerlo. Nadie le apuntaba una pistola a la sien. Eso es verdadero y a la vez falso. Soy civil, pero vivo en la Alemania nazi en guerra. Y en una semana conocí a Klaus Brandt lo suficiente para darme cuenta de que pedir un traslado podía significar la muerte. Brandt tiene poder absoluto en Totenhausen. Si él ordena una muerte, esa persona está muerta. El único que no le teme es el Sturmbannführer Schörner. Creo que Schörner ha visto tanta muerte en Rusia que no le teme a nada.

Algunos me llamarán cobarde por no escapar de aquí, por no negarme a participar en estos experimentos aun a costa de mi vida. ¿Soy cobarde? Sí. Noche tras noche he tenido pesadillas de que el Hauptscharführer Sturm derriba mi puerta a patadas y me arrastra al Árbol. He llegado al borde del suicidio. Pero la condena del mundo no significa gran cosa. Todas las torturas del mundo son menos dolorosas que los ojos suplicantes de niños moribundos que me piden ayuda sin que yo pueda dársela.

No tengo excusas, pero sí una respuesta para el mundo. Llegué a Totenhausen muy deprimida después del asesinato de mi amante por las SS en Berlín. Al comprender lo que sucedía aquí, creo que sufrí una conmoción profunda. Apenas me recuperé un poco, mi único pensamiento fue cómo escapar de aquí. Entonces medité sobre mi situación. Si Brandt me permitiera partir, yo me alejaría de los crímenes. Pero los crímenes seguirían. Seguirían como antes, pero no los presenciaría nadie que los rechazara como yo. Era como un pez en una gran marejada. El pez se aleja, pero la marejada sigue su camino devastador. Durante muchos días casi no pude hablar. Entonces decidí que se me había enviado a ese infierno con un propósito: dar testimonio. Anotar todo lo que veía. Es lo que hice y seguiré haciendo. Me he vuelto indiferente a cosas que arredrarían a un asesino. Pero ya no pienso en el suicidio. Ruego que se me permita sobrevivir a la guerra. Ruego que mi diario sea el nudo, corredizo que rompa el asqueroso cuello de Klaus Brandt. A veces me pregunto si tengo esperanza de salvación o si ya estoy condenada a los ojos de Dios. Pero sobre todo me pregunto si Dios ve este lugar. ¿Pueden coexistir Dios y Totenhausen en el mismo universo?

McConnell cerró el diario. Había encontrado el pasaje reconfortante que buscaba. En medio del crisol de la degeneración humana, sobrevivía una chispa de esperanza, de integridad. Anna Kaas se había rebelado contra la locura homicida que describía. Pero su rebelión no era el gemido fútil de un diletante político. No se había refugiado en la moralina impotente o en el pretexto y el autoengaño. Tampoco había cometido un acto de abnegación valiente pero inútil, como tal vez habría hecho McConnell. Su acto era mucho más difícil. Había sacrificado su condición humana para hacer lo único capaz de afectar a quienes perpetraban los horrores que presenciaba diariamente: revelar sus actos al mundo.

En ese instante, McConnell comprendió algo más. Anna Kaas había logrado algo inédito en él. Había sacudido su convicción íntima sobre la inutilidad de la violencia. Durante toda su vida había sostenido la convicción antibélica de su padre. Pero esa noche, unas palabras sencillas arrojaron una dura luz sobre algo peor que la guerra. O quizás era un nuevo tipo de guerra, de la humanidad contra sí misma. Una demencia autodestructiva sin otra conclusión posible que la aniquilación total. Su experiencia como médico le proporcionó la metáfora exacta para la revelación.

Cáncer.

El sistema que había creado a Totenhausen -y todos los campos mencionados en el diario- era un melanoma maligno que crecía en la especie humana. Era astuto, actuaba disimulado bajo un mal más convencional, pero con el tiempo destruiría todo lo que se cruzara en su camino, Como cualquier melanoma, no se podía detenerlo sin destruir tejidos sanos.

Sentado con el libro sobre sus piernas, McConnell llegó a una conclusión que antes de esa noche hubiera sido inconcebible. Si su padre -un médico y veterano de la guerra, apóstol de la no violencia durante veinte años- por algún acto mágico llegara a conocer el diario de Anna Kaas y luego se encontrara frente a frente con el Doktor Y Klaus Brandt…

Lo mataría como a un perro rabioso.

– ¡Por última vez, no puedo! -exclamó Stern-. Será un milagro si escapo con vida. Con un niño será imposible.

Apartó la mirada de la cara de Rachel Jansen. La luz de sus ojos se había apagado. Donde antes había esperanzas, sólo quedaban cenizas.

– Quiero hacerles una pregunta -manifestó-. A todas. Acérquense.

Las caras grises se acercaron.

– Hágala -dijo Rachel.

– Me interesa un hombre. Un judío de Rostock. Nos informaron que murió en este campo. Tal vez alguna de ustedes pueda hablarme de él. Si lo recuerdan. Cómo vivía… cómo murió.