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– No pensó que me convencería tan fácilmente, ¿eh? Bien, pero antes de festejar, dígame cómo piensa matar a ciento cincuenta soldados de las SS sin matar a los prisioneros.

– Usted es el que quiere salvarlos -adujo Stern precipitadamente-. Dígame usted qué hacer.

McConnell tuvo una impresión fugaz de que las palabras de Stern no se correspondían con sus pensamientos. No tenía pruebas de ello; lo cierto era que Stern casi siempre decía exactamente lo que pensaba y por eso sus palabras transmitían convicción. Sin embargo, su última frase sonaba falsa, exagerada. Pero, ¿qué podía ocultar detrás de esas palabras?

– Dicen que usted es un genio -prosiguió Stern para cortar el silencio-. Llegó el momento de demostrarlo.

– Lo haré -aseguró McConnell mientras sus ojos y oídos evaluaban la nueva personalidad que se presentaba ante él-. Encontraré la manera de hacerlo.

Media hora y dos cafeteras después, McConnell aún no había encontrado la solución. Los tres estaban encorvados en torno de la mesa como estudiantes que deben resolver un problema difícil de cálculo numérico. Stern había sugerido realizar un asalto veloz de tipo comando pata liberar a los prisioneros antes de gasear el campo, pero cualquier variante de esa idea necesitaba por lo menos una docena de hombres y ejecución milimétrica. Sus ideas no ayudaron a McConnell a encontrar la solución, pero sí confirmaron sus sospechas de que Stern -por los motivos que fuesen- realmente deseaba salvar a los prisioneros.

Fue Anna quien le dio la pista. Stern relataba cómo su grupo guerrillero había intentado asaltar una fortificación británica, cuando Anna lo interrumpió con la exclamación:

– ¡Ach, la Cámara E!

– ¿Cómo? -dijo Stern, sorprendido.

– La Cámara Experimental. Es una cámara sellada en el fondo del campo donde Brandt realiza sus experimentos con gases.

– ¿Qué pasa con eso? -preguntó McConnell.

– Los SS la evitan como si fuera un pabellón de apestados. Estaba pensando, ¿qué pasa si encerramos a los prisioneros ahí? Los llevamos de a poco una media hora antes del ataque. Los prisioneros estarían a salvo allá adentro mientras los SS morirían gaseados afuera.

Stern la miró con admiración:

– Es una idea brillante.

– Un momento -dijo McConnell-. ¿Cuáles son las dimensiones de la cámara?

La sonrisa de Anna se desvaneció.

– No la conozco por dentro, pero… sí, tiene razón. Es muy pequeña. Desde afuera no lo parece, pero tiene una doble pared. Es como una cámara dentro de otra. A ver si recuerdo… he leído los informes. Tiene nueve metros cuadrados, si no recuerdo mal.

– Es muy poco -dijo McConnell-. ¿Y la altura?

– Apenas la suficiente para que un hombre alto pueda estar de pie. Unos dos metros.

– No es mucho. ¿Cuántos son los prisioneros?

Meneó la cabeza:

– Después de las represalias de hoy quedan doscientos treinta y cuatro.

– Es imposible.

– Tiene razón -opinó Stern-. No entrarían ni la mitad de los prisioneros. ¡Diablos! Tiene que haber una forma.

McConnell puso las manos sobre la mesa y permaneció inmóvil durante casi un minuto mientras su mente exploraba las variantes posibles de la idea de Anna.

– Me parece que la hay -manifestó por fin.

– ¿Cómo? -exclamó Stern-. ¿Se le ocurre una idea?

– Desde el punto de vista conceptual, Anna tiene razón sobre la Cámara E. El problema es cómo gasear a los SS y a la vez proteger a los prisioneros. Pero ella lo aborda al revés.

– ¿Quiere decir que habría que encerrar a los SS en la cámara mientras los prisioneros están a salvo en el exterior?

– En teoría, sí.

– ¡Pero los SS nunca se acercan a la cámara! Además, son ciento cincuenta.

McConnell no pudo reprimir una sonrisa.

– Tiene razón, sin duda. Pero también es indudable que el arquitecto que diseñó Totenhausen fue lo suficientemente previsor para incluir un refugio antiaéreo en los planos.

Lo miraron fijamente al comprender el significado de lo que acababan de escuchar.

– Cielos, tiene razón. Es un túnel largo, con capacidad más que suficiente para encerrar a todos los SS del campo.

– Eso es -dijo Stern con voz alterada por la euforia-. Introducimos dos garrafas en el túnel, buscamos la manera de que los SS corran a buscar refugio y auf Wiedersehen… misión cumplida. Ese gas debe ser doblemente eficaz en un recinto cerrado.

– Diez veces más eficaz que al aire libre -afirmó McConnell-. Además, eliminamos el factor viento.

Stern meneó la cabeza:

– Smith tiene razón, doctor. Usted es un genio.

McConnell inclinó la cabeza con falsa modestia.

– ¿Cuántas entradas tiene el refugio, Anna?

– Dos. El acceso principal está en una de las cuadras de los SS, el otro en el sótano del hospital. La morgue.

– ¿Podrá trabar la puerta de la morgue para que nadie que entre desde la cuadra salga por ese lado?

– Si es necesario, sí.

– Si es más eficaz en un recinto cerrado -dijo Stern, pensativo-, bastará una garrafa. Usaré dos para mayor seguridad. Es cuestión de descolgarlas del poste y…

– ¿Cuál es el problema? -preguntó McConnell-. ¿No podrá descolgarlas?

– Sí, eso sí. El problema es cómo introducirlas en el campo. Yo entré saltando desde una rama que pasa sobre el alambrado, pero no podré hacerlo con las garrafas de acero. -Stern pensó un instante y miró a Anna: -Hay una sola manera de hacerlo.

– En auto.

Asintió:

– ¿Puede conseguirlo?

Anna se mordisqueó el labio inferior.

– Mi amiga Greta Müller. Es hija de un campesino que provee de alimentos al Oberabschnitt de las SS en Stettin. Tiene vehículos y el combustible para hacerlos marchar.

– Si tenemos un auto, ocultamos las garrafas debajo del asiento trasero. Mejor aún, las sujetamos con cadenas debajo del chasis. -La energía pura irradiaba de Stern a medida que el plan adquiría claridad en su mente. -Usted entra mañana a la noche, tarde, y estaciona junto al hospital. Yo la espero allá. Tomamos las garrafas y usted me acompaña a la morgue, para entrar en el refugio por ahí. Las instalo y pongo los disparadores en hora. -Se inclinó hacia Anna. Sus ojos negros irradiaban la fuerza plena de su personalidad. -¿Puede conseguir un auto?

– Estoy casi segura de que sí -respondió, mirándolo fascinada-. Greta cree que tengo un amante en Rostock. Yo he alimentado esa ficción para pedirle el auto sin dar explicaciones. Lo he usado tres veces, pero generalmente con mayor aviso.