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– ¿Qué quiere? -preguntó perentoriamente.

– Una reunión de emergencia.

– ¿Con quién?

– Con los Wojik. Que traigan el transmisor.

– ¡Está loca! ¿Pretende que los llame?

– Sí. Ahora mismo.

– No lo haré -dijo Weitz con gesto teatral.

– Debe hacerlo. Todo depende de que lo haga.

Los ojos salvajes se iluminaron.

– ¿Llegaron los comandos?

– Llámelos, señor Weitz.

– ¿Cuántos son? ¿Atacarán el campo?

– Dígale a Stan que nos veremos en el mismo lugar.

– No puedo -se negó Weitz obstinadamente-. Schörner me descubrirá.

– Lo dudo. Debe de estar en la cama con su judía.

La miró de reojo:

– ¿Estaba enterada de eso?

– Y de mucho más. ¿Por qué está tan asustado? Pensé que no tenía miedo a nada.

– Es que Schörner ha cambiado. Ha dejado de beber, y vigila todo.

– ¿Qué esperaba después de que uno de sus hombres apareciera muerto y envuelto en un paracaídas británico?

– Tiene razón, es un desastre. Pero creo que la culpa la tiene la Jansen más que los paracaídas. Schörner ha vuelto a vivir. Cree que está en Rusia.

– Herr Weitz -dijo Anna con su tono más persuasivo-, todo lo que usted ha hecho hasta ahora era en preparación para lo que va a suceder. Todo está dispuesto. Pero si no me consigue la cita con los Wojik, no pasará nada.

Se abrazó como un montañés atacado por la hipotermia.

– Está bien, lo intentaré.

– Mejor dicho, lo hará. Apenas me vaya. -Fue hacia la puerta, pero se volvió un instante: -No beba tanto, Herr Weitz.

Weitz asintió, pero pensaba en otra cosa.

– Estoy tan cansado -dijo con voz plañidera-. Todo el mundo cree que soy un monstruo. El mismo Schörner lo cree. Mi pueblo me odia más que a los SS.

– Era necesario. Si no, no habría podido hacer todo lo que hizo.

– Sí, pero… es que… no puedo seguir así. Tengo que explicarles. Deben conocer la verdad.

Anna se acercó y posó una mano sobre el hombro huesudo, tratando de disimular el disgusto que le producía la piel febriciente.

– Dios conoce la verdad, Herr Weitz.

Los ojos inyectados de sangre la miraron fijamente.

– ¿Vendrán los Wojik mañana hacia la media tarde? ¿Con el transmisor?

Las manos húmedas de Weitz tomaron las suyas con fuerza.

– Allí estarán.

34

Cuando cruzaban Dettmannsdorf, Jonas Stern se asomó por la ventanilla trasera del Volkswagen negro de Greta Müller para hacer la venia a un soldado de la Wehrmacht.

– No juegue con su suerte -gruñó McConnell, que conducía el auto.

Stern rió e introdujo la cabeza en el auto. Llamaba la atención con el uniforme verde grisáceo y la gorra de la SD, y parecía disfrutar del paseo. Anna pensaba acudir sola a la cita con los partisanos polacos. Con el pretexto de que se sentía mal, se retiró del hospital apenas terminó su turno. Pero cuando dijo que usaría el auto de Greta Müller, Stern insistió en acompañarla.

– Creo -dijo con soberbia-, que una joven acompañada por un Standartenführer de la SD estará más segura que una mujer sola conduciendo un auto.

Anna no se dejó convencer hasta que él amenazó con abandonar la idea de salvar a los prisioneros.

Mientras la esperaban en la casa, McConnell resolvió acompañarlos. No veía motivos para quedarse esperando que llegaran los SS a informarle que sus camaradas habían caído y que él también estaba detenido. Usted es el jefe, dijo a Stern. Yo seré su chofer o lo que quiera.

Así lo hicieron. McConnell conducía; Anna y Stern viajaban en el asiento trasero, como gente importante. La cita se realizaría a quince kilómetros de la casa de Anna, en un bosquecillo al nordeste de Bad Sülze. Cuando atravesaron el caserío de Kneese Hof, les dijo que estaban a mitad de camino. Viraron al sur y cruzaron el río Recknitz para bordear Bad Sülze. Tras dos kilómetros por un camino de ripio llegaron a una ciénaga en el borde del bosque.

– Salga del camino y deténgase entre los árboles -indicó Anna.

McConnell obedeció. Stern bajó del auto y miró alrededor; tenía la Schmeisser lista para disparar. McConnell lo siguió; en un talego llevaba pan, queso y su metralleta.

– Me adelantaré -dijo Anna-. Stan es muy cuidadoso. Hablaré con él y le explicaré todo antes que los vea. Al ver esos uniformes los mataría sin pensarlo dos veces.

Pero cuando llegaron al lugar de encuentro, nadie los esperaba. Stern y McConnell se sentaron en cuclillas sobre la nieve mientras Anna iba al centro del claro. Media hora después, un joven delgado y nervioso apareció entre los árboles y cambió unas palabras con Anna. Estaba desarmado y McConnell, para su propia sorpresa, creyó reconocerlo. Hablaron durante cinco minutos antes que Anna les indicara que se acercaran.

– Diga algo en inglés -dijo a McConnell-. Rápido.

– Bueno, estooo… Hace ochenta y siete años, nuestros padres crearon en este continente una nueva nación, concebida en libertad…

– ¿Suficiente? -preguntó Anna al polaco nervioso.

El joven lo pensó un instante.

– Stan ya los vio -le dijo a Stern-. Pudo haberlos matado en cualquier momento. Suerte que está de buen humor. Deje el arma en el suelo.

Stern obedeció a regañadientes.

– No tienen el transmisor.

– ¿Cómo?

– Lo comparten tres grupos de la resistencia. Pero lo conseguirán a medianoche.

– O sea que el general Smith tendrá menos de veinticuatro horas para montar el ataque -dedujo Stern-. Apenas el tiempo justo.

McConnell se sobresaltó cuando un gigante apareció entre los árboles a menos de veinte metros de ellos. Tenía una tupida barba negra y portaba un fusil con corredera de la Primera Guerra Mundial que parecía un Mauser. Apuntaba directamente al pecho de Stern. Lógico, pensó McConnell. Stern tenía todo el aspecto de un oficial de la SD.

– Co slychac? -dijo Stern cordialmente. El rostro del grandote se iluminó:

– Pan mowi po polsku?

– Un poco -dijo Stern en alemán-. Nací en Rostock. Conocí algunos marineros polacos.

El barbudo le ofreció su manaza:

– Stanislaus Wojik -dijo, sacudiéndole el brazo con fuerza-. Él es mi hermano Miklos.