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Stan Wojik tenía el aspecto de haber sido un trabajador manual antes de convertirse en soldado aficionado, pero su hermano Miklos era la caricatura viva del artista famélico. Era un segundo violín en una orquesta de tercera categoría, con mejillas demacradas y ojos ingenuos de niño. McConnell recordó dónde había conocido a los hermanos. Integraban con Anna el "comité de recepción" cuando el avión Moon los dejó a Stern y él en Alemania. Sacó del talego una horma de queso inglés. Stan lo aceptó con una sonrisa y lo entregó a su hermano.

– Stan habla bien el alemán -informó Anna.

– Bien -dijo Stern, mirando al polaco a los ojos-. Será mejor que yo tenga mi arma. Si nos sorprenden, diré que son mis prisioneros. Nos detuvimos a comer.

Stan Wojik se encogió de hombros y dejó su fusil en el suelo. Stern tomó su Schmeisser. McConnell vio que Stan llevaba una gran cuchilla colgada de una correa de cuero de su cinturón. Stan rió y la palmeó.

– Yo era carnicero -dijo-. A veces tengo la oportunidad de carnear. -Sonrió con malicia: -Me gusta el salchichón nazi, cuando lo consigo.

Stern rió a su vez y luego, hablando una mezcla de alemán y polaco, le explicó lo que quería. Stan Wojik escuchaba atentamente y asentía en cada pausa. McConnell lo entendía a medias. Stern y el mayor de los Wojik comían queso mientras conversaban, pero Miklos se sentó junto a Anna y sus ojos no se apartaron de la cara de la enfermera.

Finalmente, Stan se volvió hacia McConnell y le preguntó en alemán:

– ¿Eres norteamericano?

– Sí.

– Dile a Roosevelt que necesitamos armas. Las necesitamos en Varsovia, pero Stalin no quiere entregarlas. Dile a Roosevelt que si estamos armados, nosotros mismos derrotaremos a los nazis. No tenemos miedo.

McConnell comprendió que era inútil tratar de explicarle que sus posibilidades de hablar con el Presidente de la nación eran poco menos que nulas.

– Se lo diré -aseguró.

Se sorprendió cuando Stern sacó una hoja de papel de su bolsillo y la entregó a Stan Wojik. El polaco también parecía sorprendido, y McConnell se acercó para leerla. Era un mensaje en inglés, con traducciones al polaco y al alemán:

CÓDIGO: ATLANTA Frec: 3140 Solicito ataque aéreo de distracción muy cerca pero no sobre TARA el 2115144 a las 20:00 en punto. Absolutamente esencial para éxito misión. BUTLER y WILKES.

– ¿Le parece prudente? -preguntó McConnell-. ¿Qué pasa si lo pescan con eso?

Stern se encogió de hombros:

– Si sucede, esa nota será el menor de nuestros problemas. Como usted dijo, sin esa incursión aérea en el momento y el lugar exactos, el plan fracasará. Vale la pena correr el riesgo para que transmita el mensaje correctamente.

Stan Wojik asintió.

– ¿Dónde viven? -preguntó McConnell, incapaz de reprimir su curiosidad.

Miklos rió:

– Somos de Warsow, en la frontera entre Polonia y Alemania.

– ¿Varsovia?

– Warsow -dijo Stern-. Es un pueblo cerca de la isla de Usedom. Allí estaba la fábrica de cohetes hasta que la trasladaron a Peenemünde después de la gran incursión aérea de agosto.

– Siguen con los experimentos -terció Stan Wojik, que había entendido-. Los cohetes cruzan Polonia. Aviones sin piloto. Armas muy peligrosas.

– ¿Todavía hay una guarnición SS en Peenemünde? -preguntó Stern.

– Hay algunos SS, sí.

– ¿Tuvieron que abandonar Warsow? -preguntó McConnell.

Stan se encogió de hombros:

– Difícil combatir alemanes en la ciudad.

– ¿Viven en los bosques?

– Donde indique Londres. Siempre en movimiento.

Era el fin del encuentro. Anna sacó el resto de la comida del talego de McConnell pata entregarla a los polacos. Miklos le agradeció efusivamente, pero Stan sólo tenía ojos para la metralleta Schmeisser de Stern. Impulsivamente, McConnell sacó la suya de su talego y por medio de gestos indicó a Stan que estaba dispuesto a cambiarla por el Mauser de corredera y una caja de proyectiles. Stern iba a oponerse, pero a último momento cambió de opinión. Hicieron el trueque.

En el momento de separarse, Stan Wojik hizo un gesto con su flamante metralleta y preguntó a Stern si de veras engañaba a los alemanes con su uniforme.

Stern sufrió una súbita transformación que dejó atónitos a los cuatro, pero sobre todo a McConnell y Anna: separó los pies, enderezó los hombros, se llevó las manos a las caderas y rugió una serie de órdenes en alemán.

El polaco grandote dio un paso atrás y su mano se posó en el mango de la cuchilla.

– ¡Lo hace demasiado bien! -dijo a McConnell con una risita nerviosa-. Cuidado, que no le vaya a gustar demasiado.

Stern abandonó su pose marcial y le estrechó la mano nuevamente.

– ¿El transmisor tiene suficiente alcance?

– Suecia está apenas a ciento sesenta kilómetros. -El polaco sonrió y se golpeó el amplio pecho. -Si no obtenemos confirmación, robaré un bote e iré yo mismo. Tendrá las bombas, amigo mío. Adiós.

– Dowidzenia -dijo Stern.

Volvían por el camino de Dettmannsdorf cuando Stern rompió el silencio:

– Es la clase de valiente que no va a sobrevivir a la guerra. Nadie le dará una medalla, y va a morir solo y con los ojos vendados, parado frente a un paredón de ladrillos.

– Cállese -dijo Anna-. Aunque sea cierto, de nada sirve hablar de eso.

McConnell estuvo de acuerdo.

Volvieron a la casa de Anna sin inconvenientes. Los problemas empezaron al anochecer, cuando McConnell y Stern fueron en busca de las garrafas que necesitaban para convertir el refugio antiaéreo de los SS en una trampa mortal. En tres ocasiones tuvieron que echar cuerpo a tierra sobre la nieve para evitar las patrullas con perros. Los soldados iban en pareja, generalmente a pie. Una moto con sidecar había pasado por la estrecha picada, alzando una ola de nieve al tomar la curva.

Antes de salir, Stern le había dicho a McConnell que bastaban los uniformes alemanes para desalentar cualquier intento de interrogarlos, pero hasta el momento no había demostrado interés en poner a prueba su teoría.

Cuando llegaron al poste de donde pendían las garrafas, McConnell contuvo el aliento, atónito. Los puntales eran gruesos como robles, y un gran travesaño los unía en lo alto. Apenas alcanzaba a divisar un objeto que pendía del cable, pero era imposible distinguir su forma entre el follaje. Aunque le parecía imposible trepar hasta el travesaño en la oscuridad, Stern se apresuró a demostrar que sus bravatas en Achnacarry no eran meras fanfarronadas. Se calzó las clavijas de escalar y, a pedido de McConnell, una máscara antigás (aunque era poco menos que inútil sin el equipo completo), sujetó una soga enrollada a su cinturón y asaltó el poste con la agilidad de un chimpancé. Cuarenta segundos después del primer envión, ya estaba sentado sobre el travesaño a veinte metros del suelo.