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McConnell oyó un suave tintinear, pero nada más. Al cabo de quince minutos, apareció la primera garrafa de gas en medio de la oscuridad sobre su cabeza. El tubo camuflado descendía silenciosamente, oscilando en un lento arco mientras Stern lo bajaba por medio de la gruesa soga. Cuando McConnell trató de detener la oscilación para impedir que los disparadores a presión golpearan el suelo, la garrafa lo derribó.

Al verlo, Stern ató la soga al travesaño y bajó. Hombre prevenido, había desactivado los disparadores, y entre los dos bajaron la garrafa al suelo sin problemas. Después de repetir la operación, Stern tenía los músculos acalambrados por el esfuerzo excesivo.

– Tiene una mancha en el uniforme -advirtió McConnell después del segundo descenso.

– Alquitrán -dijo Stern al quitarse la máscara antigás empapada de sudor-. La enfermera tendrá que limpiarlo. ¿Listo?

– ¿Cree que podremos arrastrarlas?

– Si queremos seguir vivos hasta la mañana, no. Las huellas llevarían a los SS derecho al escondite. ¿En qué piensa, doctor?

McConnell se puso en cuclillas junto a una garrafa.

– Pensaba… si no sería posible probar el gas antes del ataque, para ver si actúa o no. Así sabríamos si vale la pena seguir adelante con esto.

– ¿Podemos hacerlo?

McConnell palpó uno de los disparadores y examinó la válvula de la garrafa.

– No lo creo, perderíamos todo el contenido de la garrafa. Cualquiera de estos disparadores volaría la tapa de la garrafa y no habría manera de impedir el escape del gas.

– ¿Qué importa? Hagámoslo. Una garrafa alcanzará para matar a todos en el refugio.

– Usted no entiende. Si vaciamos una garrafa y el gas actúa, no quedará una criatura viva en cien metros a la redonda. Las patrullas de Schörner lo descubrirían en poco tiempo y además oirían el ruido del disparador. Y además, aunque tuviera puesto el equipo, no quisiera estar cerca cuando escape el gas. Es demasiado peligroso. -Se levantó. -Así que no habrá ensayo general. Vámonos.

– McShane dijo que trasladaron las garrafas por medio de estacas. Podemos unir dos ramas largas con nuestros lazos y llevar la garrafa como un cuerpo sobre una camilla.

– Buena idea. Tendremos que hacer dos viajes, pero vale la pena.

En pocos minutos encontraron un par de ramas capaces de soportar el peso, y todo lo demás fue un paseo. Se desplazaban sigilosamente entre los árboles; sabían que un descuido podía significar la muerte de ambos. Una nueva nevada que tapó sus huellas les dio renovados bríos.

Enterraron las garrafas en un matorral junto al sendero tortuoso. A la noche siguiente pasarían con el VW de Greta y las sujetarían bajo el chasis.

Durante el regreso evitaron los senderos. Bajaban la cuesta del lado de Dornow, cuando Stern sintió el aroma delator que tantas veces le había salvado la vida: el olor del tabaco. Extendió el brazo para detener a McConnell, pero éste no estaba a su lado.

Se echó de barriga al suelo sin hacer ruido.

A tres metros de él se encendió un fósforo.

Le bastó un segundo para comprender varias cosas: que habían tropezado con una trinchera; que la ocupaban dos SS con pistolas automáticas en una mano y cigarrillos en la otra; que sus cabezas estaban a la altura de las rodillas de él antes de arrojarse al suelo; que McConnell se había alejado y no podía advertirle sin delatarse. Sólo podía rogar que el norteamericano sintiera el olor del tabaco.

No fue así. Cuando se encendió el fósforo, McConnell ya pisaba el borde de la trinchera. Se detuvo, el borde de nieve cedió bajo su peso y cayó boca abajo sobre la senda.

Los SS casi se mearon de miedo, pero arrojaron los cigarrillos y apuntaron las pistolas al hombre que gemía en el suelo. Un pastor alemán empezó a ladrar.

Al ver el perro, Stern dejó de existir en su propia mente. Dejó de poseer masa o capacidad de movimiento. Sabía que el menor gesto, el olor más tenue, atraería al animal.

Uno de los SS obligó a McConnell a levantarse y le iluminó la cara con la linterna. El otro le apuntó con su pistola. Desconcertados por el uniforme con galones de capitán, no reconocían a McConnell pero tampoco se decidían a tratarlo como un criminal. El hombre de la linterna empezó a disparar preguntas mientras el pastor gruñía amenazante. McConnell se limitó a entregar sus documentos de identidad falsificados.

El hombre de la linterna los examinó cuidadosamente.

Un metro y medio cuesta arriba, Stern descolgó la Schmeisser de su hombro y se deslizó como un visón sobre la nieve. Lo detuvo un tronco caído. La inminencia de la batalla le calentaba la sangre, era una droga para su corazón y su cerebro. Si no hubiera sido por la nieve, habría pensado que estaba en el desierto, explorando el terreno en busca de las tropas de Rommel. Con gran esfuerzo se contuvo de dar un alarido, levantarse de un salto y abatir a los dos SS.

Se obligó a razonar.

Si mataba a los soldados, el comandante Schörner no tardaría en advertir su ausencia e iniciaría una rastrillada intensa. Por lo tanto, no quedaría otra alternativa que trepar inmediatamente la cuesta y soltar las garrafas. Pero entonces mataría a su padre. No podía aceptarlo, pero algo tenía que hacer. El alemán chapurreado de McConnell no engañaría a los SS ni por un segundo. Suerte que no tenían transmisor. Una posibilidad era salir del bosque con toda audacia, en el papel del Standartenführer Ritter Stern. Pero aunque los engañara, no dejarían de informar al comandante Schörner de su presencia. Lo más probable era que lo llevaran a Totenhausen.

Al ver los ojos asustados de McConnell que buscaban su escondite, Stern comprendió que le quedaba otra alternativa. La del general Smith. En ningún caso podemos permitir que el buen doctor caiga en manos del enemigo. Ante la posibilidad de que lo atrapen con vida, usted deberá eliminarlo. Era una orden directa. Pero se la había dado la misma noche que le dijo que su padre había muerto en Totenhausen. Mentiroso hijo de puta. Sin embargo… la orden era lógica. Había un solo problema. Si mataba a McConnell, ¿quién le ayudaría a salvar a su padre? Los polacos -susurró su voz interior- Qué más quisiera Stan Wojik que agregar toda una guarnición SS a su lista de trofeos…

Maldijo en silencio, se apoyó contra el tronco y apuntó la Schmeisser al pecho de McConnell. Esperaría a que los soldados lo obligaran a marchar hacia Totenhausen. Entonces abriría fuego. Lo mataría y correría como loco.

Puso el dedo en la base del disparador.

McConnell tuvo que empeñar todo su coraje y poder de concentración para no mirar hacia donde sabía que se ocultaba Stern. Recordaba al gringo Randazzo, su relato de la muerte de David a manos de los SS en una situación idéntica a esa. ¿Dónde mierda estaba Stern? ¿Por qué no salía del bosque en su papel de oficial de la SD? El de la linterna dijo algo en su alemán gutural y le dio un empujón. Las únicas palabras que entendió fueron "¿Quién es…?", "doctor" y "Peenemünde".