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Abrió la boca, pero no pudo decir palabra.

El soldado con la pistola dio un paso adelante y le quitó la Walther de su funda.

– Los, marsch! -vociferó, señalando hacia Totenhausen. McConnell echó una última mirada furtiva hacia Stern, se volvió y se puso en marcha. No había caminado diez metros cuando el ¡brrrat! de la Schmeisser con silenciador perforó la oscuridad.

Sintió un golpe violento entre los omóplatos. A continuación quedó tendido e inmovilizado boca abajo sobre la nieve. Los colmillos del pastor alemán desgarraban su uniforme y ya le laceraban la piel del hombro.

¡Brrat! Era la Schmeisser otra vez.

Oyó un golpe sordo, pasos rápidos que se acercaban, y sintió los dientes del animal en su nuca.

Un aullido feroz asaltó sus tímpanos.

Al volcarse de espaldas vio a Stern que sujetaba al perro al suelo con un pie y le disparaba a la boca.

– ¡Arriba! -ordenó Stern-. ¡Vamos!

A pesar de la conmoción, McConnell comprendió rápidamente lo ocurrido. Stern había matado a uno de los SS. El pastor alemán, bien entrenado, lo atacó inmediatamente. Stern mató al otro SS y luego le sacó al perro de encima.

– ¿Dónde carajo estaba? -preguntó McConnell.

– ¡Cállese! -Ya arrastraba uno de los cadáveres hacia los árboles. -Cubra la sangre con nieve.

McConnell obedeció. Conque es así, pensó. La sangre le martillaba los oídos. Esto es la guerra. Cuando terminó de cubrir las manchas de sangre, Stern había ocultado los cadáveres de los hombres y el perro entre los árboles.

– ¿Qué hacemos? -preguntó, aturdido por la adrenalina-. ¡Seguro que alguien oyó! ¿Qué hacemos con los cadáveres?

– Cállese, déjeme pensar -dijo Stern-. No podemos enterrarlos. Los perros los descubrirían enseguida. Lo mejor sería arrojarlos al río, pero no llegaríamos. -Bruscamente chasqueó los dedos: -¡La cloaca! Dornow debe de tener un desagüe al río.

– ¿Quiere llevar los cadáveres al pueblo? ¿También el del perro?

– Debe haber un acceso en la entrada al pueblo. Tal vez cerca de la casa de Anna. Iré a explorar.

– ¿No cree que los descubrirán en la cloaca?

Stern se inclinó sobre uno de los cuerpos.

– El olor los delatará, pero, ¿qué importa? Las cloacas siempre huelen mal.

McConnell le aferró un hombro:

– Me salvó la vida, Stern. Yo… bueno… gracias, nada más.

Los ojos de Stern lanzaron un destello en la oscuridad.

– No me agradezca tanto, doctor. Faltó muy poco.

McConnell quiso preguntarle para qué, pero Stern ya alzaba un cadáver sobre su hombro y se alejaba entre los árboles.

35

McConnell despertó bruscamente de un sueño profundo. Su corazón latía violentamente. Al regresar de la cloaca de Dornow, Stern le había dicho que no se desvistiera para dormir; ahora comprendía el motivo. Alguien golpeaba a la puerta. Stern, ya de pie, verificaba la carga de su Schmeisser. Los ruidos sordos indicaban que la puerta golpeada no era la del sótano, pero era un alivio fugaz.

Stern le dio un puntapié.

– ¡Tratan de entrar en la casa!

McConnell desenfundó la Walther y siguió a Stern por la escalera. A través de una grieta vieron a Anna entrar en la cocina en camisón. Echó una ojeada a la puerta del sótano, titubeó y fue al vestíbulo.

– ¿Quién es?

– Fraulein Kaas? ¡Abra!

Stern entró en la cocina y se ocultó detrás del armario próximo al vestíbulo. McConnell permaneció en la escalera, pero apuntó la Walther a través de la grieta.

– ¡Enfermera Kaas! ¡Abra la puerta!

Anna apoyó la espalda contra la puerta, tomó aliento y cerró los ojos.

– ¿No sabe la hora que es? ¡Identifíquese! -dijo perentoriamente.

McConnell miró su reloj: las doce y minutos.

– ¡Soy el Sturmmann Heinz Weber! ¡El comandante Schörner requiere su presencia en el campo! ¡Inmediatamente!

Anna echó una ojeada a la cocina, se volvió y abrió la puerta. Se encontró ante un hombre alto, un cabo, cuyo aliento humeaba en el aire frío.

– ¿Qué sucede, Sturmmann?

– No lo sé, enfermera.

– ¿Vino en auto?

– Nein, en moto con sidecar. De prisa, por favor.

– Espere. Debo vestirme.

– ¡Rápido! El Sturmbannführer me fusilará si llegamos tarde.

– ¿Tarde para qué?

– ¡De prisa! -insistió el cabo, y se alejó de la puerta.

Anna atravesó la cocina sin intención de detenerse, pero McConnell abrió la puerta y le tomó el brazo.

– ¡No vaya! -dijo para su propia sorpresa y la de Anna.

– Debo hacerlo -dijo con una mirada extrañada-. No hay alternativa.

Stern la empujó hacia su dormitorio, luego empujó a McConnell hacia la escalera, lo siguió y cerró la puerta.

– ¿Qué mierda pretende? -preguntó.

Ante el silencio de McConnell, Stern le rozó el pecho con la culata de la Schmeisser. Veloz como una víbora, McConnell le dio un violento empellón en el pecho que lo estrelló contra la pared.

– No vuelva a hacer eso. Jamás.

Atónito por la reacción, Stern se limitó a mirar al norteamericano que subía la escalera y se sentaba junto a la puerta.

– Ella no tendrá problemas -dijo-. Hasta ahora se las ha arreglado de lo más bien sin su ayuda.

McConnell lo miró furioso.

– ¿Qué sabe usted? ¿Y si Schörner y Brandt están torturando a las enfermeras? No sabe de lo que son capaces esos hijos de puta.

– ¿Y usted sí, doctor? Pasó toda la guerra a salvo en Inglaterra.

McConnell bajó la escalera y fue a la biblioteca desvencijada contra la pared del fondo. Tomó el diario de Anna del anaquel detrás de los libros de contabilidad y lo arrojó a Stern.

– Eso es lo que sé. Debería leerlo. Tal vez le revolvería el estómago, aunque quiere hacernos creer que es imposible.

Stern miró el diario:

– Claro que es posible. Y sé muy bien de qué son capaces esos hijos de puta. Hace diez años que los judíos lo estamos sufriendo.

McConnell se puso en cuclillas.

– ¿Cree que hallaron los cadáveres? ¿O tal vez las garrafas?