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– No creas que duermen -me dijo Maalek, adivinando mis pensamientos-. Las crisálidas no invernan. Por el contrario, se dedican a un trabajo formidable cuya grandeza muy pocos hombres pueden imaginar. Escucha bien eso, principito: las orugas que has visto eran cuerpos vivos compuestos de órganos, como tú y como yo. Estómago, ojo, cerebro, etcétera, a la oruga no le falta de nada. ¡Y ahora mira!

Despegó un capullo de una ramita, lo sujetó entre el pulgar y el índice, y lo cortó con una cuchilla. La larva destripada se reducía a una sustancia blanca, parecida a la pulpa de un aguacate.

– Ya ves, no hay nada, una pasta harinosa. Todos los órganos de la oruga se han fundido. ¡Ha desaparecido la oruga, con toda su panoplia fisiológica completísima! ¡Simplificada a no poder más, licuefacta! No se necesita menos para convertirse en mariposa. Hace muchos años que, mientras observo todas esas minúsculas momias, medito sobre esa simplificación absoluta que es el preludio una maravillosa metamorfosis. Busco equivalentes. La emoción, por ejemplo. Sí, la emoción, o sí lo prefieres, el miedo.

Se sentó en un escabel para hablarme con más comodidad y desde más cerca.

– El miedo… Una hermosa mañana de Abril te paseas por el parque del castillo. Todo invita a la paz y a la felicidad. Te entregas, te abandonas a los olores, a los ramajes, al viento tibio. Y de pronto surge un animal feroz que va a arrojarse sobre ti. Hay que hacerle frente, prepararse para el combate, un combate para salvar la vida. Una gran emoción se adueña de ti. Durante unos segundos te parece que tus pensamientos se baten en retirada, no tienes fuerza para pedir socorro, los brazos y las piernas ya no obedecen tu voluntad. Eso es lo que se llama el miedo. Yo lo llamaría la simplificación. La situación exige de ti una metamorfosis radical. El paseante despreocupado ha de convertirse en un combatiente. Lo cual no se puede hacer sin una fase de transición que te licúe como hace la ninfa dentro del capullo. De esa licuefacción ha de salir un hombre dispuesto para la lucha. ¡Confiemos en que sea a tiempo!

Se levantó y dio unos pasos en silencio.

– Evidentemente, esta teoría de la fase de simplificación transitoria se ilustra mucho mejor a escala de las naciones. Un país que cambia de régimen político -o sencillamente de soberano- suele conocer un período de turbulencias en el que todos los órganos de la administración, de la justicia y del ejército parecen disolverse en la anarquía. Todo eso es necesario para que la nueva autoridad pueda ocupar su lugar,

»En cuanto a la metamorfosis que convierte a la oruga en mariposa, evidentemente es ejemplar. A menudo he estado tentado de ver en la mariposa una flor animal que -respondiendo al mimetismo que confunde al insecto con la hoja- brota de una planta llamada oruga. Metamorfosis ejemplar porque es un éxito clamoroso. ¿Puede imaginarse una transfiguración más sublime que la que empieza con la oruga gris y reptante, y concluye en la mariposa? Pero ese ejemplo no siempre se sigue, ni mucho menos. He citado las revoluciones populares. Pero, ¿cuántas veces un tirano es depuesto y ocupa su lugar un tirano más sanguinario aún? ¡Y los niños! ¿Acaso la pubertad, que hace de ellos hombres, es la metamorfosis de una mariposa en oruga?

Luego me hizo entrar en un pequeño gabinete donde reinaba un intenso olor balsámico. Allí era, me explicó, donde las mariposas que quería conservar eran sacrificadas y ensartadas, con las alas abiertas, para toda la eternidad. Apenas salían del capullo -todavía muy húmedas, arrugadas y temblorosas-, las introducía en una jaula con cristales herméticamente cerrada. Observaba su despertar a la vida y su expansión a la luz del sol, e incluso antes de que intentaran levantar el vuelo, las asfixiaba metiendo en la jaula el extremo encendido de un bastoncillo untado de mirra. Maalek apreciaba mucho esta resina que exuda un arbusto oriental, 3 y que los antiguos egipcios utilizaban para embalsamar a sus muertos. Veía en ella la sustancia simbólica que permitía que la carne putrescible accediera a la perennidad del mármol, el cuerpo perecedero a la eternidad de la estatua… y sus frágiles mariposas a la densidad de las joyas. Me regaló un bloque que siempre he conservado, y que sopeso en mi mano izquierda mientras escribo estas líneas: observo esta masa rojiza, un poco aceitosa, surcada por estrías blancas, y que dejará en mi mano un tenaz olor de templo oscuro y de flor marchita.

Después me hizo entrar donde él vivía. De aquel lugar sólo recuerdo los millares de mariposas que cubrían las paredes, protegidas en cajas planas de cristal. Me las nombró todas en una letanía fantástica en la que aparecían esfinges, pavos reales, noctuelas, sátiros, y aún me parece estar viendo la Gran Nacarada, la Atalanta, la Quelonia, la Urania, la Heliconia, la Nunfale. Pero más que ninguna otra variedad me entusiasmó la de los Caballeros Abanderados, más que por sus «sables», especie de prolongaciones finas y curvadas de las alas inferiores, por un escudo visible en el peto que reproduce un dibujo a menudo geométrico, aunque a veces sea claramente figurativo, una calavera o la cabeza de un ser vivo, un retrato, mi retrato, me aseguró Maalek, al regalarme, embutido en un bloque de berilo rosa, un Caballero Abanderado Baltasar, como lo bautizó solemnemente.

Al día siguiente emprendí el viaje de regreso a Nippur, después de cambiar mi caza mariposas por el Abanderado Baltasar, que apretaba bajo mi manto junto con mi bloque de mirra, dos objetos que ahora, ya con una larga perspectiva de años, me parecen como los primeros jalones de mi destino. Porque aquel Caballero Baltasar -negro y formando aguas, con una trencilla de color malva- que llevaba esculpida y tatuada en su córneo peto una cabeza humana indiscutible, y, más discutiblemente, la mía, por eso mismo debía convertirse en la primera víctima, antes de otras muchas, del odio fanático de los sacerdotes de Nippur. En efecto, una vez de nuevo en el palacio, mostré a todo el mundo mi adquisición con una juvenil imprudencia, sin ver -o querer ver-que ciertas caras se ponían hoscas y hostiles, cuando yo explicaba que era mi retrato lo que exhibía en su cuerpo aquel hermoso caballero de terciopelo negro. La prohibición de toda imagen en general, y de retratos en particular, sigue siendo un artículo de fe entre los pueblos semitas, obsesionados por el horror -¿o habría que decir la tentación?- de la idolatría. Al tratarse de un miembro de la familia reinante, un busto, un retrato, una efigie, suscita además la sospecha de un intento de autodivinización según el modelo romano, lo cual, a los ojos de nuestro clero, equivale a la abominación de la desolación.

Algún tiempo después me ausente durante tres días para una expedición de caza. A mi vuelta encontré mi bloque de berilo y su precioso contenido pulverizados sobre las baldosas de mi terraza, sin duda aplastados por una piedra, o, más probablemente, por efecto de un mazazo. No conseguí sacar nada de los criados, que inevitablemente habían tenido que ser testigos de esa «ejecución». Acababa de chocar con los límites del poder real. Era la primera vez, y no sería la última.

Por otra parte, el enemigo no carecía de nombre ni de rostro. El gran sacerdote, un afable anciano de quien sospecho que era secretamente escéptico, por su iniciativa no se hubiera ensañado con mi colecciones. Pero a su lado había un joven levita, el vicario Cheddad, imbuido de tradición, puro entre los puros, ardiente defensor del dogma iconófobo. Primero por debilidad y timidez, más tarde por cálculo, siempre quise evitar chocar frontalmente con él, pero en seguida comprendí que era el enemigo irreductible de lo que para mí era lo más valioso del mundo, la verdad es que mi verdadera razón de ser, el dibujo, la pintura y la escultura, y, lo que quizá sea aún más grave, nunca le perdoné la destrucción de mi bella mariposa, aquel Caballero Baltasar que llevaba hasta el cielo mi propio retrato grabado en su coselete. ¡Ay del que hiere a un niño en lo que más quiere! ¡Que no espere que su crimen sea juzgado como infantil por el hecho de que su víctima es un niño!

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3 El bahamodendron myrrha.