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Desde luego, uno de mis primeros viajes fue para visitar Grecia y sus confines. Deseaba que mis jóvenes compañeros tuviesen un deslumbramiento comparable al mío veinte años atrás, y con un sentimiento de alegre fervor nos embarcamos en Sidón en un velero fenicio. ¿Se debió a que los años habían cambiado mi mirada o a la presencia de los pajes que tenía a mi alrededor? Ya no volví a ver la Grecia de mi adolescencia, pero en cambio descubrí otra. Los Narcisos, emprendedores y ávidos de relaciones humanas, muy pronto se hicieron adoptar por la sociedad, por otra parte abierta y de un acceso fácil, de la juventud ateniense. Con una rapidez que me sorprendió, hablaron su lengua, copiaron su indumentaria, invadieron sus baños, sus gimnasios, sus teatros. Hasta el punto de que a veces me costaba distinguir a los míos entre los efebos a los que veía aglomerarse en las estufas y las palestras. Me sentía orgulloso de que hiciesen tan buen papel, y me felicitaba por anticipado por toda la renovación que iban a aportar a la sedentaria burguesía de Nippur. Incluso cierta forma de amor -que Grecia ha convertido en una especialidad, no por su práctica, que es universal, sino por su tranquila manifestación pública- era algo de lo que yo me alegraba al ver que lo adoptaban plenamente, ya que proporciona una diversión ligera, gratuita e inofensiva respecto a la pesada y coercitiva heterosexualidad conyugal.

Pero no sólo había gimnastas, actores, maestros de armas o masajistas en esa ciudad cuyo genio había deslumbrado al mundo. Yo mismo pasé allí exquisitas veladas bajo los pórticos coronado de follaje, bebiendo vino blanco de Tasos, y conversando con hombres y mujeres infinitamente cultos y escépticos, curiosos de todo, sutiles, amenos, los mejores anfitriones del mundo. Sin embargo muy pronto comprendí que había que esperar muy poco de aquellas personas tan civilizadas, pero cuyo reseco corazón, ingenio superficial e imaginación estéril creaban una atmósfera próxima al vacío. En mi primer viaje a Grecia sólo había visto dioses. La segunda vez vi a hombres. Por desgracia, existía poca relación entre unos y otros. Tal vez siglos atrás aquella tierra había estado poblada por campesinos, soldados y pensadores sobrehumanos que se encontraban a la misma altura que el Olimpo. Vivían tratando familiarmente a los semidioses, a los faunos, a los sátiros, a Castor, Pólux, Hércules, a gigantes y centauros. Luego había habido genios cuya voz formidable aún resonaba desde el fondo de las edades hasta nosotros, Hornero, Hesíodo, Píndaro, Esquilo, Sófocles, Eurípides. Los que yo veía ahora no eran sus herederos directos, ni siquiera los herederos de sus herederos. La Grecia de mi primer viaje era una imagen sublime. Pero en mi segundo viaje comprobé que esa imagen sólo era una máscara sin rostro que flotaba en el vacío.

¡Pero qué importa! Los flancos del navío que nos devolvió a la patria rebosaban bustos, torsos, bajorrelieves y piezas de cerámica. ¡Si hubiera podido desmontar un templo entero y llevármelo pieza a pieza! En cualquier caso, de esa primera expedición nació la idea de un Balthazareum, o, dicho de otra forma, de una fundación real donde pudieran exponerse mis colecciones y los tesoros artísticos adquiridos por la Corona. El Balthazareum se enriqueció a cada nueva expedición, y de año en año pudieron verse allí mosaicos púnicos, sarcófagos egipcios, miniaturas persas, tapices chipriotas, y hasta ídolos indios con trompa de elefante, reunidos en departamentos especializados. Este museo, reconozco que un poco heterócuto, era mi orgullo, la razón de ser, no sólo de mis viajes, sino de toda mi vida. Cuando acababa de adquirir una nueva maravilla, me despertaba de noche para reír de júbilo imaginándomela expuesta en el lugar que le correspondía dentro de mis colecciones. Mis Narcisos habían entrado en el juego, y después de convertirse por la fuerza de las cosas en expertos en mimbilia de todos los orígenes, rastreaban y aumentaban mis colecciones con ardor juvenil. Por otro lado, yo no perdía la esperanza de ver que alguno de ellos diera un día los frutos de la admirable educación artística de la que me eran deudores, y usara el estilete del grabador, la pluma del dibujante o el cincel del escultor. Porque el espectáculo de la creación ha de ser contagioso, y las obras maestras no son plenamente ellas mismas hasta que suscitan el nacimiento de otras obras maestras. Por eso alenté los tanteos de un joven de nuestro grupo que se llamaba Asur, y que era de origen babilonio. Pero además de la hostilidad de nuestro clero, le veía chocar con la contradicción que antes he querido expresar entre el arte hierático, en el que se helaban las obras que veíamos, y las manifestaciones espontáneas de la vida más sencilla que le deslumbraban de alegría y de admiración. Su búsqueda era la mía, pero más ardiente, más angustiada, debido a su juventud y a su ambición.

Después se produjo el accidente, el negro atentado de la noche sin luna, aquel equinoccio de otoño que me hizo pasar de golpe, desde la juventud eterna en la que me había encerrado con mis Narcisos y mis maravillas, a una vejez amarga y reclusa. En pocas horas mis cabellos encanecieron y mi cuerpo se encorvó, mi mirada se empañó, se endureció el oído, mis piernas se hicieron pesadas y mi sexo se encogió.

Nos encontrábamos en Susa, y buscábamos entre los vestigios de la Apadana de Darío I lo que la dinastía de los aqueménidas podía transmitirnos. La cosecha era hermosa, pero de un augurio bastante siniestro. Sobre todo las vasijas pintadas que exhumábamos sólo nos hablaban de sufrimiento, ruina y muerte. Hay señales que no engañan. Sacábamos de una tumba cráneos incrustados en crisoprasa, la más maléfica de las piedras, cuando vimos un caballo negro alado de polvo que venía del oeste hacia nosotros. Nos costó reconocer en el jinete al hermano menor de un Narciso, hasta tal punto tenía el rostro demudado después de cinco días de galopar frenéticamente… para no hablar, ay, también de la terrible noticia de la que era portador. El Balthazareum ya no existía. Un motín que empezó en los barrios más miserables de la ciudad le había puesto sitio. Los fieles servidores que intentaron defender sus puertas fueron exterminados. Luego lo saquearon todo, sin dejar nada de las maravillas que contenía. Lo que no pudieron llevarse lo destrozaron a mazazos. A juzgar por los gritos y los estandartes de los amotinados, las causas de esa cólera popular eran de carácter religioso. Quería destruir un lugar cuyas colecciones insultaban el culto al verdadero Dios y a la prohibición de los ídolos y de las imágenes.

O sea que el crimen estaba firmado. Yo conocía suficientemente al turbio populacho de los barrios bajos de mi capital para saber que le importa un comino el culto del verdadero Dios y el de las imágenes. En cambio es sensible a las consignas que se acompañan de dinero y de alcohol. La mano del vicario Cheddad era visible en aquel supuesto levantamiento popular. Pero, como es natural, había sabido permanecer al margen. Mi peor enemigo me había herido sin dar la cara. Si le castigase obraría como un tirano, y toda la población sometida al clero me maldecidiría. Encontraron y vendieron como esclavos a los cabecillas y a los que se probó que habían dado muerte a los guardianes del Balthazareum. Luego me retiré, también yo herido de muerte, al fondo de mi palacio.