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Fue entonces cuando empezó a hablarse de un cometa. Venía del sudoeste, se dirigía, según decían, hacia el norte. Mis astrólogos -todos caldeos- estaban muy excitados, y discutían interminablemente acerca del significado de aquel fenómeno. La mayoría lo considera como una amenaza. Epidemia, sequía, terremoto, advenimiento de un déspota sanguinario, hechos así se suponen precedidos por extraordinarios meteoros. Y mis astrólogos no se privaban de rivalizar en pesimismo en sus predicciones. La tristeza de ébano en la que estaba sumido me empujaba a la contradicción. Ante su gran sorpresa, afirmé en voz muy alta que la situación presente era tan mala que un cambio profundo tenía que ser benéfico. O sea que el cometa era de buen augurio… Pero cuando por fin apareció en el cielo de Nippur, mis interpretaciones dejaron aún más estupefactos a mis gorros puntiagudos. Hay que precisar que para mí el saqueo del Balthazareum se sumaba, con cincuenta años de intervalo, a la pérdida de mi bella mariposa, aquel Caballero Baltasar víctima del mismo fanatismo estúpido. En mi rencor, identificaba al suntuoso insecto portador de mi efigie con el palacio en el que había dispuesto lo mejor de mi vida. Así, pues, afirmé fríamente que el astro tembloroso y antojadizo que había hecho su aparición sobre nuestras cabezas era una mariposa sobrenatural, un ángel-mariposa, que llevaba esculpido en su tórax el retrato de un soberano, y que indicaba, a quien quería comprenderlo, que se preparaba una revolución benéfica, y que ésta iba a producirse por el lado de poniente. Ninguno de mis sabios rascacielos se atrevió a contradecirme, incluso algunos, por adulación, afirmaron que era como yo decía, y de este modo acabé por creer yo mismo lo que en un principio sólo había dicho por espíritu de provocación. Así nació en mí la idea de partir una vez más, de dar curso a mi humor atrabiliario siguiendo la mariposa de fuego, del mismo modo que antaño descubrí la alquería mágica de Maalek empuñando un cazamariposas.

Los Narcisos, que desde el saqueo del Balthazareum se morían de tedio, prorrumpieron en gritos de júbilo, y reunieron los caballos y las provisiones que se necesitaban para una lejana expedición al Occidente. Por mi parte, como se había reavivado el recuerdo de Maalek y de sus mariposas, ya no me separaba del bloque de mirra que él me confió. Yo veía confusamente en esa masa olorosa y translúcida la clave de una solución para la dolorosa contradicción que me desgarraba. La mirra, según el uso de los antiguos embalsamadores egipcios, era la carne corruptible prometida a la eternidad. Siguiendo un camino desconocido, en una edad en la que se suele pensar en el retiro y en el repliegue hacia los propios recuerdos, yo no buscaba como otros un camino nuevo hacia el mar, las fuentes del Nilo o las Columnas de Hércules, sino una mediación entre la máscara de oro impersonal e intemporal de los dioses griegos y… el rostro de una gravedad pueril de mi pequeña Miranda.

Desde Níppur a Hebrón hay unas cien jornadas, con el rodeo por el sur necesario si se quiere cruzar el mar Muerto en barco. Cada noche veíamos la mariposa de fuego agitarse por el oeste, y con el día sentía que las fuerzas de mi juventud volvían a mi cuerpo y a mi alma. Nuestro viaje no era más que una fiesta que se hacía más radiante de etapa en etapa. Sólo nos faltaban dos días para alcanzar Hebrón cuando unos jinetes destacados en avanzada me comunicaron que una caravana camellera conducida por negros venía de Egipto -y probablemente de la Nubia-, como si fuera a nuestro encuentro, aunque sus intenciones parecían pacíficas. Habíamos plantado nuestro campamento a las puertas de Hebrón desde hacía veinticuatro horas cuando el enviado del rey de Meroe se presentó ante los guardianes de mi tienda.

Melchor, príncipe de Palmirena

Soy rey, pero soy pobre. Tal vez la leyenda haga de mí el Mago que va a adorar al Salvador y le ofrece oro. Sería una sabrosa y amarga ironía, aunque en cierto modo conforme a la verdad. Los demás tienen un séquito, criados, monturas, tiendas, vajillas. Es lo justo. Un rey no viaja sin un cortejo digno de su persona. Yo estoy solo, con la única excepción de un anciano que no se aparta de mí. Mi antiguo preceptor me acompaña después de haberme salvado la vida, pero a su edad necesita de mi ayuda más que yo de sus servicios. Hemos venido a pie desde la Palmirena, como vagabundos, sin más equipaje que un hatillo que se balancea sobre nuestros hombros. Hemos atravesado ríos y bosques, desiertos y estepas. Para entrar en Damasco llevábamos el gorro y la alforja de los buhoneros. Para hacer nuestra entrada en Jerusalén llevábamos el casquete y el bastón de los peregrinos. Porque teníamos tanto temor de nuestros compatriotas que habían salido a perseguirnos como de los sedentarios de las regiones que cruzábamos, hostiles a los viajeros que no tenían una actividad bien reconocible.

Veníamos de Palmira, que en hebreo llaman Tadmor, la ciudad de las palmeras, la ciudad rosada, construida por Salomón después de su conquista de Hama-Zoba. Es mi ciudad natal. Es mi ciudad. De ella sólo me llevé un único objeto, pero que era para mí el testimonio de mi rango y un recuerdo de familia: una moneda de oro con la efigie de mi padre, el rey Teodeno, cosida en el dobladillo de mi túnica. Porque soy el príncipe heredero de Palmirena, soberano legítimo desde la muerte del rey, que sucedió en circunstancias no poco oscuras.

Durante mucho tiempo el rey no tuvo hijos, y su hermano menor, Atmar, príncipe de Hama, junto al Orontes, que tenía una infinidad de mujeres y de hijos, se consideraba como su presunto heredero, Al menos eso fue lo que deduje de la violenta hostilidad que me manifestó siempre. Porque mi nacimiento había sido un duro golpe para su ambición. Lo cierto es que nunca se resignó a aquella jugarreta del destino. En el curso de una de sus expediciones por la orilla oriental del Eufrates, mi padre había conocido y amado a una simple beduina. Al enterarse de que iba a ser madre, la noticia le llenó de sorpresa y de alegría. Inmediatamente repudió a la reina Euforbia, y puso en el trono a la recién llegada, que supo llevar con una innata dignidad ese brusco paso de la tienda de los nómadas al palacio de Palmira. Luego he sabido que mi tío emitió acerca de mi origen dudas tan injuriosas para mi padre como para mi madre. Así se produjo una ruptura entre los dos hermanos. No obstante, Atmar no consiguió atraerse a la reina Euforbia, a la que invitó a instalarse en Hama, donde decía que iba a poner a su disposición un palacio. Sin duda esperaba encontrar en ella una aliada natural, y recoger de su boca confidencias que pudiese utilizar contra su hermano. La antigua soberana se retiró con una irreprochable dignidad, y cerró decididamente su puerta a los intrigantes. Porque el ir y venir de espías, conspiradores o simplemente oportunistas, no cesó nunca entre Hama y Palmira. Mi padre lo sabía. Después de un accidente de caza bastante sospechoso que estuvo a punto de costarme la vida a los catorce años, se limitó a hacer que me vigilaran estrechamente. Se preocupaba mucho menos por su propia vida. Y evidentemente se equivocaba. Pero nunca sabremos si el vino de Riblah, una copa del cual, medio llena, cayó de su mano cuando se desplomó como herido en pleno corazón, tuvo que ver con su súbita muerte. Cuando llegué al lugar, el líquido derramado ya no podía recogerse, y lo más extraño era que la jarra de la que procedía estaba vacía. Pero los cortesanos que yo había creído leales a la Corona, o bien apartados de los asuntos de gobierno e indiferentes a los honores, se quitaron la máscara y se manifestaron como ardientes partidarios del príncipe Atmar, es decir, opuestos a que yo accediera al trono.