Pero la gran empresa del reinado de Herodes, y también la cuestión más grave que le enfrentó con el pueblo judío, fue la reconstrucción del Templo.
Había habido dos templos en Jerusalén. El primero, construido por Salomón, fue saqueado por Nabucodonosor, y destruido por completo unos años después. El segundo, más modesto, era recordado por los judíos con veneración, a pesar de su pobreza y de su vetustez, porque conmemoraba el retorno del Destierro, y materializaba el renacimiento de Israel. Éste fue el que se encontró Herodes al acceder al poder, y el que decidió demoler para reconstruirlo. Desde luego, al principio los judíos se opusieron a tal proyecto. No dudaban de que Herodes sería capaz, después de destruir el antiguo templo, de romper su promesa de reconstruirlo. Pero supo apaciguarlos, y acabaron por convencerse de que si el idumeo estaba dispuesto a acometer una empresa tan inmensa era para expiar sus crímenes, piadosa ilusión que el rey se guardó mucho de disipar.
Inmensa, en efecto, porque movilizó a dieciocho mil obreros, y aunque la consagración hubiera podido celebrarse menos de diez años después del comienzo de los trabajos, éstos aún distan de haberse concluido, y-como el templo y palacio están contiguos- aún podemos asistir al ir y venir de las cuadrillas de trabajadores, y al estruendo que causan. Por otra parte, hay que convenir en que estas obras ciclópeas armonizan perfectamente con la atmósfera de terror y de crueldad que reina en el palacio. Los martillazos se mezclan con los latigazos, los juramentos de los obreros se confunden con los gemidos de los torturados, y cuando se ve evacuar un cadáver, nunca se sabe si se trata de la víctima de algún suplicio o de un cantero al que ha aplastado un bloque de granito. Raras veces, creo yo, la grandeza y la ferocidad se han visto más estrechamente hermanadas.
Herodes parece haber hecho una cuestión de honor de su triunfo sobre la desconfianza de los judíos. Para llevar a buen fin los trabajos relativos a los lugares sagrados del Templo, hizo que enseñaran a cortar los sillares, así como las labores de albañilería, a sacerdotes que trabajaban revestidos con sus ornamentos. Y ni un solo día se interrumpió el servicio divino, porque nunca se demolía nada sin haber reconstruido antes suficientemente. Y diré que el nuevo edificio es de proporciones grandiosas, y no me cansaría de pormenorizar su esplendor. Sólo quisiera evocar el «atrio de los paganos», vasta explanada rectangular que tiene una anchura de quinientos codos» 6 en la que la gente se pasea, conversa, compra a los mercaderes que allí despliegan sus cestos, y que es comparable al Agora de Atenas o al Foro romano. Todo el mundo puede ir a refugiarse de la lluvia y del sol bajo los pórticos con columnas y techumbres de cedro que bordean el atrio, sin más condiciones que llevar un calzado limpio, no ir armado, ni siquiera de bastón, y no escupir en el suelo. En medio se alza el Templo propiamente dicho, conjunto de rellanos superpuestos el más elevado de los cuales es el Santo de los Santos, en el que no se entra bajo pena de muerte. Su portada de metal macizo está rodeada de vides de oro, con racimos cada uno de los cuales es tan alto como un hombre. Está defendido por un velo de tela babilonia bordada de jacintos, de hilo fino, escarlata y púrpura, símbolos del fuego, de la tierra, del aire y del mar, y que figuran un mapa del cielo. Quisiera evocar finalmente la techumbre, que limita una balaustrada de mármol blanco calado, y formada por láminas de oro con brillantes pinchos, cuyo fin es alejar a los pájaros.
Sí, es una sublime maravilla este nuevo templo que hace a Herodes el Grande igual y quizá superior a Salomón. Ya puede imaginarse qué turbación provocaba en mi cabeza de príncipe destronado, qué tempestad causaba en mi corazón de huertano el espectáculo de tanto esplendor, de tanto poderío, también de tanto horror grandioso.
Sin embargo, fue algo muy distinto cuando al décimo día nos informaron que, por orden del rey, el gran chambelán nos invitaba a la cena que iba a celebrarse aquella noche en el gran salón del trono. Estábamos seguros de que Herodes comparecería en ella, aunque nada lo indicase la fórmula de la invitación, como si el tirano hubiese querido rodearse de misterio hasta el último momento.
Y no obstante, ¿lo confesaré? ¡Cuando entré en el salón, al principio no vi ni reconocí a Herodes! Yo imaginaba que llegaría tarde, el último, para hacer más solemne su entrada. Pero entonces me dijeron que tal cosa hubiese sido contraria a las reglas de la hospitalidad judía, que exigen que el dueño de la casa esté presente para recibir a sus invitados. Claro que el rey, tendido en un diván de ébano rebosante de almohadones, conversaba, aparentemente de forma confidencial, con un anciano de piel muy blanca que estaba tendido a su lado, y cuyo rostro noble y puro contrastaba de modo impresionante con el rostro sacudido por muecas y estragado del rey. Luego me dijeron que se trataba del famoso Manahel, vidente, oniromántico y nigromante esenio al que Herodes consultaba continuamente desde que Manahem le dio una palmada en la espalda cuando tenía quince años llamándole rey de los judíos. Pero una vez más, al no sospechar la presencia de Herodes, al principio sólo vi el reflejo mil veces repetido de un bosque de antorchas encendidas en las bandejas de plata, los frascos de cristal, los platos de oro, las copas de sardónice.
Abriéndose paso por entre la multitud de criados que se atareaban en torno a las mesitas y los divanes, el mayordomo se precipitó al encuentro del cortejo precedido por Baltasar y Gaspar, y en el que se mezclaban sus respectivos séquitos, el blanco y el negro, tan reconocibles, a pesar del desorden, como dos cordones de colores distintos estrechamente trenzados. Los dos reyes ocuparon los lugares de honor a ambos lados del lecho en el que conversaban Herodes y Manahem, y yo me instalé lo mejor que pude entre mi preceptor Baktiar y el joven Asur, un poco apartado, frente al espacio libre, en forma de herradura, que separaba las mesas del gran ventanal, que se abría a un rincón de Jerusalén nocturno y misterioso. Nos sirvieron vino aromatizado con escarabajos dorados que habían asado a la parrilla con sal. Tres tañedoras de arpa proporcionaban, por entre el rumor de las conversaciones y los ruidos de la vajilla, un fondo sonoro armonioso y monótono. Un enorme perro canelo, que nadie sabía de dónde había salido, provocó el desorden y las risas, hasta que un esclavo se lo llevó. Vi a un hombrecillo de pelo rizado, carilleno y con las mejillas rosadas, ya no muy joven, envuelto en una túnica blanca sembrada de flores, llevando un laúd bajo el brazo, y se inclinó ante Herodes. Éste se interrumpió para concederle un instante de atención, y luego dijo: «Sí, pero más tarde». Era el narrador oriental Sangali, maestro del mashal, que procedía de la costa de los Malabares. Sí, más tarde, en efecto, llegaría la hora de la palabra, porque antes íbamos a comer. Se abrieron de par en par las puertas para dejar pasar unos carritos en los que humeaban platos y marmitas. La costumbre exigía aquí que todo estuviese al mismo tiempo a disposición de los comensales. Trajeron hígados de platijas mezclados con lecha de lampreas, sesos de pavos reales y faisanes, ojos de musmones y lenguas de crías de camello, ibis rellenos de jengibre, y sobre todo un abundante guiso cuya oscura salsa, todavía hirviente, cubría vulvas de yegua y genitales de toros. Los brazos desnudos con ganchudos dedos se tendían hacia los platos. Las mandíbulas se movían, los dientes desgarraban, las nueces subían por el esfuerzo de la deglución. Mientras, las tres arpistas continuaban con sus acordes aéreos. Guardaron silencio a un ademán del mayordomo cuando los criados trajeron un gran marco de acero atravesado por una docena de espetones en los que giraban, chorreando grasa, aves de carne blanca y apretada. Herodes se había interrumpido y sonreía en silencio por entre su rala barba. Los asadores descargaron los espetones en los platos, y con la ayuda de afilados cuchillos partieron en dos cada una de las aves. Estaban rellenas de setas negras en forma de cono.