– Amigos míos -gritó Herodes-. Os invito a hacer honor a este plato delicado, histórico y simbólico, que no dudaré en elevar a la dignidad de plato nacional del reino de Herodes el Grande. Se inventó bajo el imperio de la necesidad hace unos treinta años. Fue poco después de la guerra que yo libraba contra Malco, rey de Arabia, por instigación de la reina Cleopatra. Un temblor de tierra convirtió en pocos minutos toda Judea en un montón de ruinas, matando a treinta mil personas e inmensas cantidades de ganado. Sólo se beneficiaron de la catástrofe los buitres y los árabes. Mi ejército, que vivaqueaba al raso, no sufrió las consecuencias del seísmo. Sin embargo, mandé inmediatamente a Malco unos emisarios de paz, arguyendo que en semejantes circunstancias era mejor que renunciáramos a batirnos. Pero Malco, queriendo aprovecharse de la situación, hizo asesinar a mis enviados y se apresuró a atacarme. Su proceder fue abominable. Era yo quien le había salvado de la esclavitud a la que quería reducirle Cleopatra. Para conseguir la paz, pagué entonces doscientos talentos, y me comprometí a entregar más tarde una suma equivalente, sin que ello costase a Malco ni un solo denario. Y ahora suponiendo que yo me veía reducido a la impotencia por el seísmo, mandaba sus tropas contra mí. No le esperé. Crucé el Jordán y le acometí con la rapidez del rayo. En tres batallas hice trizas su ejército. Y naturalmente no acepté ninguna negociación, ninguna propuesta de rescate de prisioneros. Exigí y obtuve una capitulación sin condiciones.
»En estas circunstancias gloriosas y dramáticas, mis cocineros, agotados ya todos los recursos, un buen día me sirvieron un ave asado con setas. El ave era un buitre, y las setas trompetas de los muertos. Me reí mucho. Lo probé. ¡Era delicioso! Hice prometer a mis intendentes que la vez siguiente me servirían al mismo Malco, a pesar de que se nos prohíbe comer carne de cerdo.
La chanza provocó grandes carcajadas entre los invitados. Herodes también se reía, cogiendo con las manos la osamenta del buitre asado que un esclavo había puesto ante él. Todo el mundo le imitó. Sirvieron vino en las cráteras. Durante un rato sólo se oyó el crujido de los huesos. Más tarde hicieron circular bandejas de pasteles de miel, montones de granadas y de uva, de higos y de mangos. Entonces la voz del rey se elevó de nuevo, dominando el tumulto. Reclamaba la presencia de aquel narrador oriental que habíamos visto al comienzo del banquete. Le llamaron. Su aire cándido y frágil contrastaba con los semblantes ahítos y feroces que le rodeaban. Hubiérase dicho que su evidente candidez excitaba la crueldad de Herodes.
– Sangali, puesto que tal es tu nombre, vas a contarnos un cuento -ordenó-¡Pero cuidado con lo que dices, que no se te ocurra aludir involuntariamente a algún secreto de Estado! Que sepas que te juegas las dos orejas en esta empresa. Te ordeno, pues, por tu oreja derecha…
Pareció que estaba pensando cuidadosamente lo que quería ordenarle. Por eso desencadenó una tempestad de risas cuando terminó la frase:
– … que me hagas reír. Y por tu oreja izquierda te ordeno que me cuentes una historia en la que intervenga un rey, sí, muy sabio y muy bueno, al que sus herederos daban muchas preocupaciones. Eso es: un rey que ya es viejo y que se preocupa por su herencia. Si me hablas de otra cosa y no me haces reír, saldrás de aquí desorejado, como lo fue antaño Hircán II, a quien su sobrino Antígono mutiló con sus propios dientes» para impedir que llegase a ser sumo sacerdote.
Hubo un silencio.
– Ese rey cuya historia quieres oír -dijo por fin Sangali con voz intrépida- se llamaba Barbadeoro.
– ¡Adelante con Barbadeoro! -aprobó Herodes-. Escuchemos la historia de Barbadeoro y de sus herederos, porque, sabedlo, amigos míos, en este momento nada me interesa tanto como las cuestiones de herencia.
Barbadeoro o la sucesión
Érase una vez en la Arabia Feliz, en la ciudad de Chamur, un rey que se llamaba Nabunasar III, y que era famoso por su barba ensortijada, fluvial y dorada, a la que debía su sobrenombre de Barbadeoro. Cuidaba mucho de ella, hasta el punto de que por la noche la metía en una pequeña funda de seda, de la que sólo salía por la mañana para ser confiada a las expertas manos de una barbera. Porque conviene saber que si los barberos manejan la navaja y cortan cuidadosamente las barbas, las barberas, por el contrario, sólo utilizan el peine, la tenacilla y el vaporizador, y jamás cortan ni un solo pelo a sus clientes.
Nabunasar Barbadeoro, que en su juventud se había dejado crecer la barba sin prestarle mucha atención -y más por negligencia que de forma deliberada-, con los años atribuyó a ese apéndice de su barbilla un significado cada vez mayor y casi mágico. No andaba lejos de pensar en ella como el símbolo de su realeza, por no decir el receptáculo de su poder.
Y no se cansaba de contemplar en el espejo su barba de oro, por entre la cual introducía complacidamente sus dedos llenos de sortijas.
El pueblo de Chamur amaba a su rey. Pero el reinado duraba desde hacía más de medio siglo. Reformas urgentes eran aplazadas una y otra vez por un gobierno que, siguiendo el ejemplo de su soberano, se mecía en una satisfecha indolencia. El consejo de ministros sólo se reunía una vez al mes, y los ujieres oían a través de la puerta frases -siempre las mismas- separadas por largos silencios:
– Habría que hacer algo.
– Sí, pero evitemos toda precipitación.
– La situación no está madura.
– Demos tiempo al tiempo.
– Es urgente esperar.
Y se separaban felicitándose, pero sin haber decidido nada.
Una de las principales ocupaciones del rey era, después del almuerzo -que tradicionalmente era largo, lento y pesado-, una profunda siesta que se prolongaba hasta muy avanzada la tarde. Tenía lugar, conviene precisarlo, al aire libre, en una terraza a la que daban sombra la frondosidad de las aristoloquias.
Y resulta que desde hacía unos meses Barbadeoro ya no disfrutaba de la misma tranquilidad de ánimo. No porque las advertencias de sus consejeros o los murmullos de su pueblo hubieran conseguido turbarle. No. Su inquietud tenía un origen más alto, más profundo, en una palabra, más augusto: por vez primera, el rey Nabunasar III, al admirarse en el espejo que le tendía su barbera después de arreglarle su apéndice piloso, había descubierto un pelo blanco mezclado con el dorado brillo de su barba.