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Así corrió durante largo rato el rey Nabunasar III… ¿o habría que decir ya el antiguo rey Nabunasar III? Salió de Chamur, atravesó campos de labranza, se encontró en un bosque, cruzó una montaña, franqueó un río gracias a un puente, luego vadeó otro río, finalmente dejó atrás un desierto y otra montaña. Corría, corría, corría sin gran cansancio, lo cual era muy sorprendente en un hombre ya de edad, corpulento y acostumbrado a una vida indolente.

Por fin se detuvo en un bosquecillo, bajo una gran encina, hacia cuya copa la pluma blanca se irguió verticalmente. En lo alto, en la última horqueta, se veía un montón de ramitas, y sobre aquel nido -porque evidentemente era un nido-el hermoso pájaro blanco que se agitaba inquietamente.

Nabunasar se apresuró a asir fuertemente la más baja de las ramas, y con un movimiento de la cadera se encontró sentado en ella; inmediatamente se puso en pie, y volvió a empezar con la segunda rama, y así fue trepando ágil y ligero como una ardilla.

No tardó en llegar a la última horqueta. El pájaro blanco huyó espantado. Allí había una corona de ramitas que contenía un nido blanco, en el que Nabunasar reconoció sin dificultad todos los pelos de su barba cuidadosamente entrelazados. Y en medio de aquel nido blanco reposaba un huevo, un hermoso huevo dorado, como la antigua barba del rey Barbadeoro.

Nabu desprendió el nido de la horqueta y empezó a bajar del árbol, pero no era tarea fácil, con la quebradiza carga que le ocupaba una mano. Más de una vez pensó en renunciar, y hasta cuando aún estaba a una docena de metros del suelo estuvo a punto de perder el equilibrio y de caerse. Por fin saltó sobre la musgosa tierra. Anduvo durante unos minutos en la dirección que juzgaba era la de la ciudad, y entonces tuvo un extraordinario encuentro. Un par de botas, y encima una gruesa barriga, y encima un sombrero de guarda de caza, en resumen, un verdadero gigante de los bosques. Y el gigante gritó con voz de trueno:

– ¡Bribonzuelo! ¿O sea que has venido a robar huevos al bosque del rey?

¿Bribonzuelo? ¿Cómo podían llamarle así? Y Nabu de pronto se dio cuenta de que se había hecho muy pequeño, delgado y ágil, lo cual explicaba que hubiese podido correr durante horas enteras y trepar a los árboles. Por lo cual tampoco le costó mucho meterse entre la maleza y escapar al guarda de caza, que se movía pesadamente debido a su estatura y a su barriga.

Cuando uno se aproxima a Chamur pasa cerca del cementerio. Y el pequeño Nabu tuvo que pararse en aquel lugar porque se cruzó con una inmensa y lucida multitud que rodeaba un espléndido coche fúnebre tirado por seis caballos negros, unos animales magníficos, con penachos de plumón oscuro y caparazones hechos de lágrimas de plata.

Preguntó varias veces a quién llevaban a enterrar, pero siempre se encogían de hombros y se negaban a darle una respuesta, como si la pregunta fuera demasiado estúpida. Sin embargo observó que la carroza llevaba escudos con una N y una corona encima. Finalmente se refugió en una capilla mortuoria situada en el otro extremo del cementerio, dejó el nido a su lado, y ya agotadas sus fuerzas, se durmió sobre la lápida de una tumba.

El sol ya calentaba cuando al día siguiente reemprendió el camino de Chamur. Tuvo la sorpresa de encontrar cerrada la puerta principal, lo cual era muy sorprendente a aquella hora del día. Era forzoso que los habitantes esperaran un acontecimiento importante o a un visitante distinguido, pues sólo en esas circunstancias excepcionales se cerraba y se abría solemnemente la puerta grande de la ciudad. Y allí estaba, curioso e indeciso, ante el portalón, siempre con el nido blanco en las manos, cuando de pronto el huevo dorado que contenía se rompió en pedazos, y de él salió un pajarito blanco. Y aquel pajarito blanco cantaba con voz clara e inteligible: «¡Viva el rey! ¡Viva nuestro nuevo rey Nabunasar IV!».

Entonces lentamente la pesada puerta giró sobre sus goznes y se abrió de par en par. Se había extendido una alfombra roja desde el umbral hasta la escalinata del palacio. Una alegre muchedumbre se agolpaba a derecha y a izquierda, y mientras el niño con el nido avanzaba, todo el mundo repetía la aclamación del pájaro, gritando: «¡Viva el rey! ¡Viva nuestro nuevo rey Nabunasar IV!».

El reinado de Nabunasar IV fue largo, tranquilo y próspero. Dos reinas se sucedieron en su lecho, sin que ninguna de las dos diera un delfín al reino. Pero el rey, que recordaba cierta escapada que hizo al bosque persiguiendo a un pájaro blanco que robaba barba, no se preocupaba lo más mínimo por su sucesión. Hasta el día en que, con el paso de los años, aquel recuerdo empezó a borrarse de su memoria. Fue cuando una hermosa barba de oro, poco a poco, le iba cubriendo el mentón y las mejillas.

Herodes el Grande

Herodes se rió varias veces mientras escuchaba ese cuernecillo, y todos los ministros y cortesanos se rieron dócilmente con él, de tal modo que la atmósfera estaba muy calmada, y Sangali se sentía tranquilo acerca de sus orejas. Saludaba inclinándose hasta el suelo y para dar las gracias hacía sonar un acorde en su laúd cada vez que una bolsa caía a sus pies. Cuando se alejó, una amplia sonrisa iluminaba su sonrosado rostro.

Pero la risa sienta mal a Herodes. Su cuerpo, torturado por las pesadillas y las enfermedades, no soporta esa clase de espasmo. Agarrado al triclinio, se encorva hacia el suelo embaldosado en una convulsión dolorosa. Todos acuden en su ayuda, aunque en vano. De forma irresistible, se deslizan suposiciones en las mentes: ¿Y si el déspota se muriese? ¡Qué herencia caótica iba a dejar tras él, con sus diez mujeres y sus hijos dispersos por los cuatro extremos del mundo! La sucesión… Aquél había sido el asunto impuesto a Sangali por el propio rey. Lo cual prueba que no dejaba de pensar en ello. Ahora abre la boca y jadea con los ojos cerrados. Una arcada le sacude. Vomita sobre las baldosas una mezcla que evoca lo esencial del festín. No pueden ponerle un lebrillo bajo la boca. Sería insultar la majestad de aquel vómito real del que nadie tiene el derecho de desviar la mirada. Alza un rostro lívido, veteado de verde e inundado de sudor. Quiere hablar. Hace un ademán para que se reúnan en semicírculo en torno a su lecho. Emite un sonido inarticulado. Vuelve a empezar. Por fin se distinguen unas palabras en el amasijo sonoro que sale de sus labios.

– Soy rey-dice-, pero me siento moribundo, solitario y desesperado. Ya lo habéis visto: no puedo conservar ningún alimento. Mi estómago está tan enfermo que rechaza todo lo que mi boca le envía. Y además tengo hambre. ¡Me muero de hambre! Tiene que haber quedado guiso, medio buitre, pepinos con cidra, o uno de esos liros engordados con manteca de cerdo gracias a los cuales los judíos burlan la ley mosaica. ¡Dios, que me den de comer!

Los criados, muertos de miedo, acudieron precipitadamente con cestos de pasteles, platos llenos, bandejas chorreantes de salsa.

– ¡Y si sólo fuera el estómago! -sigue diciendo Herodes-, Pero todas mis entrañas arden como el infierno. Cuando me agacho para vaciar las tripas, suelto un icor de pus y de sangre en el que se agitan los gusanos. Sí, lo que me queda de vida no es más que un aullido de dolor. Pero me aferró a ella con rabia, porque no tengo a nadie que pueda sucederme. Este reino de Judea que yo he hecho y al que he llevado en mis brazos desde hace casi cuarenta años, al que he dado la prosperidad gracias a una era de paz sin ejemplo en la historia humana, ese pueblo judío que rebosa talento, pero execrado por los demás pueblos a causa de su orgullo, de su intolerancia, de su soberbia, de la crueldad de sus leyes, esa tierra que he cubierto de palacios, de templos, de fortalezas, de quintas, ay, bien veo que todo eso, esos hombres y esas cosas están condenados a un naufragio lamentable, por falta de un soberano que tenga mi vigor y mi genio. ¡Dios no dará a los judíos un segundo Herodes!