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Calló largo rato, con la cabeza inclinada hacia el suelo, de tal manera que sólo se veía su tiara con la triple corona de oro, y cuando volvió a levantar el rostro, los invitados descubrieron con terror que estaba bañado en lágrimas.

– Gaspar de Meroe, y tú, Baltasar de Nippur, y tú también, pequeño Melchor, que te escondes bajo una librea de paje, detrás del rey Baltasar, a vosotros me dirijo, porque sois los únicos dignos de oírme en medio de esta corte en la que sólo veo generales felones, ministros prevaricadores, consejeros vendidos y cortesanos que conspiran. ¿Por qué esta corrupción en torno a mí? Toda esa chusma dorada tal vez fue honrada en un principio, o, en cualquier caso, ni mejor ni peor que el resto de la humanidad. Pero, ya lo veis, el poder corrompe. ¡He sido yo, el todopoderoso Herodes, a pesar mío, a pesar de ellos, quien ha hecho traidores de todos esos hombres! Porque mi poder es inmenso. Hace cuarenta años que trabajo encarnizadamente reforzándolo y perfeccionándolo. Mi policía está en todas partes, y algunas noches yo mismo condesciendo a visitar disfrazado los garitos y los lupanares de la ciudad, para oír lo que allí se dice. A todos vosotros mi mirada os atraviesa como si fuerais de cristal. Baltasar, lo sé todo acerca del saqueo de tu Balthazareum, y si quieres la lista de los culpables, la pongo a tu disposición. Pues en aquellas circunstancias demostraste una deplorable blandura. Había que castigar, Dios, castigar sin piedad, y en vez de eso has dejado que encanecieran tus cabellos.

»Amas la escultura, la pintura, el dibujo, las imágenes. Yo también. Te entusiasma el arte griego. A mí también. Te enfrentas con el estúpido fanatismo de un clero iconoclasta. Yo también. Pero escucha la historia del Águila del Templo.

»Este tercer templo de Israel, que es con mucha diferencia el más grande y el más hermoso de todos, es la coronación de mi vida. A costa de enormes sacrificios, he realizado una obra de la que ninguno de mis predecesores asmoneos había sido capaz de hacer. Tenía derecho a esperar de mi pueblo, y especialmente de los fariseos y del clero, una gratitud total. Sobre el frontón de la puerta grande del Templo he puesto con las alas abiertas un águila de oro de seis codos de envergadura. ¿Por qué este emblema? Porque en veinte pasajes de las Escrituras aparece como, símbolo de poderío, de generosidad, de fidelidad. Y también porque es el signo de Roma. La tradición bíblica y la majestad romana, esos dos pilares de la civilización, se celebraban así a la vez, y la posteridad no podrá negar que su hermanamiento fue el objeto de toda mi política. Ya veis, las circunstancias de este asunto son imperdonables. Yo me encontraba en el último grado del sufrimiento y de la enfermedad. Mis médicos me habían enviado a Jericó para someterme allí a una cura de baños calientes y sulfurosos. Un día, nadie sabe porqué, empieza a correr por Jerusalén el rumor de mi muerte. Inmediatamente, dos doctores fariseos, Judas y Matatías, reúnen a sus discípulos y les explican que hay que destruir este emblema, porque es una imagen que viola el segundo mandamiento del Decálogo, una representación del Zeus griego y un símbolo de la presencia romana. Al mediodía, cuando el atrio de los gentiles hormiguea de gente, dos jóvenes trepan al tejado del Templo; con la ayuda de unas cuerdas, se deslizan hasta la altura del frontón de la puerta, y allí, a fuerza de hachazos, destruyen el águila de oro. jAy de ellos, pues Herodes el Grande no había muerto, ni mucho menos! Los guardianes del Templo y los soldados intervienen. Detienen a los profanadores y a los que les inducían a serlo. En total, unos cuarenta hombres. Hago que me los lleven a Jericó para interrogarles. El proceso se desarrolla en el gran teatro de la ciudad. Asisto a él, tendido en unas angarillas. Los jueces dan su veredicto: los dos doctores son quemados vivos en público, los profanadores son decapitados.

»¡Ya ves, Baltasar, cómo un rey que rinde culto a las artes ha de defender las obras maestras!

»En cuanto a ti, Gaspar, sé más que tú acerca de tu Biltina y del granuja que la acompaña. Cada vez que estrechabas en tus brazos a tu hermosa rubia, uno de mis agentes estaba oculto detrás de un tapiz de tu alcoba, bajo tu lecho, y me enviaba un informe al día siguiente por la mañana. Y tu negligencia es, si ello es posible, más culpable aún que la de Baltasar. ¡Hay que ver! Esa esclava te engaña, te escarnece, te ridiculiza ante los ojos de todos, ¡y dejas que siga viviendo! ¿Dices que estabas enamorado de su blanca piel? ¡Pues bien, había que arrancársela! Te enviaré especialistas que depellejan maravillosamente a los cautivos, arrollando su piel en ramas de avellano.

»A ti, Melchor, te juzgo inmensamente cándido al haber querido introducirte en mi capital, en mi palacio, y hasta junto a mi mesa, bajo una falsa identidad. ¿En qué caravana crees estar? Has de saber que ni un detalle de tu huida de Palmira, con tu preceptor, ha escapado al conocimiento de mis espías, ni una sola de vuestras etapas, y hasta las palabras que habéis intercambiado con viajeros… que estaban a sueldo mío. Yo podía haberte avisado de lo que preparaba tu tío Atmar para el día siguiente de la muerte del rey, tu padre. No lo hice. ¿Por qué? Porque las leyes de la moral y de la justicia no se aplican en el dominio del poder. ¿Quién sabe si tu tío -que es traidor y criminal a los ojos de todos, convengo en ello- no será un soberano mejor, más benéfico para su pueblo, y sobre todo mejor aliado del rey Herodes, de lo que hubieras sido tú mismo? ¿Quería matarte? Tenía razón. La existencia en el extranjero del heredero legal del trono que él ocupa es intolerable. Para serte franco, me decepcionó al cometer el error inicial de dejar que escaparas. ¡Qué importa! He tomado la decisión de no intervenir en este asunto, no intervendré. Puedes ir y venir por Judea, estoy decidido a no ver oficialmente más que tu disfraz de Narciso del rey Baltasar. Pero abre bien los ojos y los oídos, tú que has perdido un trono y sueñas con reconquistarlo. Aprende de mi espectáculo la terrible ley del poder. ¿Qué ley? ¿Cómo formularla? Consideremos la posibilidad que acabo de evocar: os aviso a tu padre el rey Teodemo y a ti mismo que el príncipe Atmar lo tiene todo dispuesto para hacer que te asesinen apenas se produzca la muerte del rey. La revelación tal vez sea verdadera, tal vez falsa. Es imposible, ¿me oyes?, imposible comprobarlo. Es un lujo que tu padre y tú no os podéis permitir. Hay que actuar, y aprisa. ¿Cómo? Anticipándoos. Haciendo asesinar a Atmar. Ésta es la ley del poder: ser el primero en matar a la menor duda. Yo siempre me he atenido estrictamente a eso. Ley terrible, que ha creado un macabro vacío en torno a mí. El resultado, pues bien, es doble, si quieres considerar mi vida. Soy el rey de Oriente más antiguo, el más rico, el más benéfico para su pueblo. Y al mismo tiempo soy el hombre más desdichado del mundo, el amigo más traicionado, el marido más escarnecido, el padre más desafiado, el déspota más odiado de la historia.

Calla por unos instantes, y cuando vuelve a hablar lo hace con una voz casi inaudible que obliga a los invitados a prestar mucha atención.

– El ser de este mundo a quien he amado más se llamaba Mariamna. No hablo de la hija del sumo sacerdote Simón, con la que me casé en terceras nupcias por la simple razón de que también se llamaba Mariamna. No, me refiero a la primera, a la única mujer de mi vida. Yo era ardoroso y joven. Iba de triunfo en triunfo. Cuando el drama estalló acababa de resolver en beneficio mío la situación más diabólicamente embrollada que he conocido jamás.

»Trece años después del asesinato de Julio César, la rivalidad de Octavio y Antonio por la posesión del mundo se había hecho mortal. Mi razón me inclinaba hacia Octavio, amo de Roma. Mi posición geográfica, porque hacía de mí el vecino y el aliado de Cleopatra, reina de Egipto, me echó en brazos de Antonio. Reuní un ejército y volé en su ayuda contra Octavio, cuando Cleopatra, inquieta al ver engrandecido a los ojos de Antonio, de quien ella pretendía acaparar el favor a mi costa, me impidió intervenir. Me obligó a dirigir mis tropas una vez más contra su viejo enemigo, el rey de los árabes Malco. Al maniobrar contra mí, me salvó. Porque el 2 de septiembre, 7 Octavio derrotaba a Antonio cerca de Accio, en la costa de Grecia. Todo estaba perdido para Antonio, Cleopatra y sus aliados. Todo hubiera estado perdido para mí de haber podido ponerme al lado de Antonio, como yo deseaba. Sólo tenía que proceder a una mudanza que seguía siendo muy delicada. Empecé por ayudar al gobernador romano de Siria a someter a un ejército de gladiadores fieles a Antonio que trataba de unirse a él en Egipto, adonde había huido. Luego me trasladé a la isla de Rodas, donde se encontraba Octavio. No traté de engañarle. Al contrario, me presenté como el amigo fiel de Antonio, a quien se lo había dado todo para ayudarle, dinero, víveres, tropas, pero sobre todo consejos, buenos consejos: que abandonase a Cleopatra, que le conducía a su ruina, e incluso que la hiciese asesinar. ¡Ay! Antonio, cegado por su pasión, no había querido escucharme. Luego deposité mi diadema real a los pies de Octavio, y le dije que podía tratarme como a un enemigo, deponerme, hacer que me dieran muerte, sería lo justo, yo aceptaría todas sus decisiones sin protestar. Pero también podía aceptar mi amistad, que sería tan fiel, lúcida y eficaz como lo había sido para Antonio.

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7 En el año 31 a.C.