»Pero, ay, aún no había terminado con la estirpe de los asmoneos. De mi unión con Mariamna me quedaban dos hijos, Alejandro y Aristóbulo. Después de la muerte de su madre, los envié a instruirse a la corte imperial, a fin de sustraerlos a las miasmas de Jerusalén. Tenían diecisiete y dieciocho años cuando me llegaron noticias alarmantes acerca de su conducta en Roma. Me avisaron que querían vengar a su madre de una muerte injusta -de la que me hacían el único responsable- e intrigaban contra mí cerca de Augusto. Así, unos años después, la desgracia seguía persiguiéndome. Yo tenía cerca de sesenta años, y tras de mí una larga sucesión de pruebas, de triunfos políticos brillantes, desde luego, pero que había pagado con terribles reveses de fortuna. Pensaba seriamente en abdicar, en retirarme definitivamente a mi Idumea natal. Por fin el sentido de la Corona se impuso una vez más. Fuí a Roma en busca de mis hijos. Volví con ellos a Jerusalén, les instale cerca de mí, y me preocupé por casarlos. A Alejandro lo casé con Glafira, hija de Arquelao, rey de la Capadocia. A Aristóbulo le di por esposa a Berenice, hija de mi hermana Salomé. Muy pronto un verdadero frenesí de intriga se apoderó de toda mi familia. Glafira y Berenice se declararon la guerra. La primera consiguió que su padre, el rey Arquelao, interviniera contra mí en Roma. Berenice se alió con su madre Salomé para enemistarme con Alejandro. En cuanto a Aristóbulo, por fidelidad a la memoria de su madre, quiso solidarizarse con su hermano. Para que la confusión llegara a su colmo, se me ocurrió llamar a Jerusalén a mi primera mujer, Doris, y a su hijo Antípater, que vivían en el destierro desde que me casé con Mariamna. Ambos participaron activamente en aquellas luchas, y Doris no cejó hasta lograr compartir de nuevo mi lecho.
»En medio del gran sentimiento de repugnancia que me invade ya no sé qué decisión tomar. Quisiera por una vez escapar a los baños de sangre que hasta ahora siempre han zanjado todos mis conflictos domésticos. En mi desolación busco una autoridad tutelar a la que poder someter mis problemas familiares, pero sobre todo las diferencias que me oponen a mis hijos. Puesto que todo parece tramarse en Roma, ¿por qué no recurrir a Augusto, cuya brillante reputación no cesa de ir en aumento?
»Fleto una galera y embarco en compañía de Alejandro y de Aristóbulo con destino a Roma. Allí debíamos reunimos con Antípater, que se encontraba estudiando en esta ciudad. Pero el Emperador no estaba allí, y sólo supieron darnos informaciones muy vagas acerca del lugar donde se encontraba. Comienza con mis tres hijos una obstinada búsqueda de isla en isla y de puerto en puerto. Finalmente, vamos a recalar en Aquilea, al norte del Adriático. Mentiría si dijera que Augusto se alegró al ver que turbábamos su reposo en esta residencia de ensueño con el desembarco de toda una familia, de la cual ya oía hablar con demasiada frecuencia. La explicación se desarrolló en el curso de una tempestuosa jornada, en medio de una apasionada contusión. Más de una vez rompimos a hablar los cuatro al mismo tiempo, y con tanta vehemencia que casi parecía que íbamos a llegar a las manos. Augusto sabía a las mil maravillas enmascarar su indiferencia y su hastío con una inmovilidad escultural que podía confundirse con la atención. No obstante, la increíble refriega doméstica a la que asistió, a pesar suyo visiblemente acabó por sorprenderle, incluso por interesarle, como un combate de serpientes o una batalla de cochinillas. Al cabo de varias horas, cuando nuestras voces empezaban a enronquecer, salió de su silencio, nos mandó callar, y nos anunció que después de haber sopesado cuidadosamente nuestros argumentos, iba a dictar sentencia:
»-Yo, Augusto, emperador, os ordeno que os reconciliéis y que a partir de ahora viváis en buena armonía -decidió.
»Tal fue la resolución imperial que tuvo que bastarnos. ¡No era gran cosa al lado de la expedición que habíamos emprendido! Pero hay que admitir que era una idea muy extraña ir a buscar un arbitro que zanjara nuestros conflictos familiares. Sin embargo, yo no podía irme con tan menguadas ventajas. Hice como si me dispusiera a retrasar mi partida. Augusto, malhumorado, buscaba desesperadamente la manera de desembarazarse de nosotros. Medí atentamente su creciente exasperación. En el momento oportuno cambié bruscamente de tema y aludí a las minas de cobre que poseía en la isla de Chipre. ¿No se había hablado tiempo atrás de confiarme su explotación? Aquello era pura invención mía, pero Augusto aprovechó ávidamente la ocasión que le ofrecí de vernos desaparecer. Sí, de acuerdo, podía explotar aquellas minas, pero la audiencia había terminado. Nos despedimos de él. Al menos yo no me iba con las manos vacías…
»Cuando se gobierna hay que saber sacar provecho de todo. Con la ramita que me había dado Augusto en Jerusalén encendí una gran hoguera. Ante todo el pueblo alborozado anuncié que el problema de mi sucesión ya estaba resuelto. Mis tres hijos que presenté a la muchedumbre -Alejandro, Aristóbulo y Antípater- se repartirían el poder, y el primogénito, Antípater, ocuparía en esa especie de triunvirato una posición preeminente. Añadí que por mi parte, con la ayuda de Dios, aún me sentía con fuerzas para conservar durante mucho tiempo más toda la realidad del poder, aunque concediendo a mis hijos el privilegio de la pompa real y de una corte personal.
»Las fuerzas tal vez… pero las ganas… Nunca el deseo de evasión había sido más fuerte en mí. Después de haber arrojado así un manto de púrpura sobre aquel bullebulle familiar, partí para sumergirme de nuevo y lavarme en los esplendores de mi amada Grecia. Los Juegos Olímpicos, en plena decadencia, amenazaban con desaparecer pura y simplemente. Yo los reorganicé, creando fundaciones y becas que garantizaban su porvenir. Y para aquel año asumí el papel de presidente del jurado. Me embriagué con el espectáculo de aquella juventud triunfal bajo el sol. Tener dieciséis años, el vientre liso y los muslos largos, y no tener más preocupación que lanzar el disco o emprender la carrera de fondo… Para mí no había la menor duda: sí el paraíso existe es griego, y tiene la forma oval de un estadio olímpico.
» Luego este paréntesis radiante se cerró, y volvió a poseerme mi oficio de rey, con su grandeza y su inmundicia. Fue en esa época cuando tuvo lugar, con un despliegue de pompa inolvidable, la consagración del nuevo Templo. Luego fui a Cesárea para terminar los trabajos en curso y presidir la inauguración del nuevo puerto. Antes allí sólo había un fondeadero de mala muerte, aunque era indispensable por estar situado a medio camino entre Dora y Joppe. Todo navío que bordease la costa fenicia tenía que anclar frente a aquella costa cuando soplaba el viento del sudoeste. Establecí en aquel lugar un puerto artificial haciendo sumergir en veinte brazas de fondo bloques de piedra de cincuenta pies de largo y diez de ancho. Cuando este amontonamiento alcanzó la superficie del agua, hice levantar sobre esta base un dique de doscientos pies de anchura, con varias torres, la más hermosa de las cuales recibió el nombre de Drusio, por el yerno de César. El puerto se abría al norte, porque aquí el bóreas es el viento del buen tiempo. A ambos lados de la entrada se erguían colosos como dioses tutelares, y en la colina que domina la ciudad un templo dedicado a César albergaba una estatua del Emperador inspirada en el Zeus de Olimpia. ¡Qué hermosa era mi Cesárea, toda de piedras blancas, con sus escaleras, sus plazas, sus fuentes! Aún estaba terminando los almacenes portuarios cuando me llegaron de Jerusalén los gritos de indignación de Alejandro y de Aristóbulo, porque mi última favorita se vestía con las ropas de su madre Mariamna, y luego las injurias de mi hermana Salomé, que se peleaba con Glafira, la mujer de Alejandro. Además Salomé me inquietaba aliándose con nuestro hermano Peroras, un inestable, un enfermo, a quien yo había dado la lejana TransJordania, pero que no perdía ocasión de desafiarme, por ejemplo, queriendo casarse con una esclava elegida por él en vez de la princesa de la sangre que yo le destinaba.