«Todos los años, en el período más seco del verano, el aprovisionamiento de agua se hacía difícil en Jerusalén. Hice doblar las conducciones que a lo largo del camino de Hebrón y de Belén llevaban a Jerusalén el agua de los estanques de Salomón. Dentro de la misma ciudad, un conjunto de albercas y de cisternas proporcionó un aprovechamiento mejor de las aguas pluviales. Mientras, una prosperidad sin precedentes encontraba su expresión en nuestra moneda de plata, cuya proporción de plomo pasó de veintisiete a trece por ciento, sin duda la mejor aleación monetaria de toda la cuenca mediterránea.
»No, no eran motivos de satisfacción lo que me faltaban, pero apenas contrapesaban las causas de irritación que me producían diariamente los informes de mi policía acerca de la inquietud que había en la corte. Circuló el rumor de que yo había tomado por amante a Glafira, la joven esposa de mi hijo Alejandro. Luego, ese mismo Alejandro aseguró que su tía Salomé -que ya tenía más de sesenta años- por la noche se metía en su cama, y le obligaba a mantener relaciones incestuosas. Más tarde hubo el asunto de los eunucos. Eran tres, se ocupaban respectivamente de mi bebida, de mis comida y de mi aseo, y por la noche compartían mi antecámara. La presencia junto a mí de esos orientales siempre había sido motivo de escándalo para los fariseos, que daban a entender que los servicios que me prestaban iban mucho más allá de lo referente a mi mesa y a mi aseo. Entonces me contaron que Alejandro los había sobornado convenciéndoles de que mi reinado iba a durar ya muy poco, y que a pesar de mis disposiciones testamentarias, sólo él me sucedería en el trono. La gravedad del asunto se debía a la intimidad que esos servidores tenían conmigo, y a la confianza que yo tenía que concederles. Quien tratase de corromperles sólo podía tener los más negros propósitos. Mí policía se puso en acción, y ésta es una de las fatalidades de los tiranos, que a menudo se ven impotentes para templar el celo de los hombres a los que han confiado su propia seguridad. Durante semanas enteras Alejandro quedó incomunicado, y el palacio resonó con los gemidos de las personas que le eran más allegadas, y a las que torturaban mis verdugos. Sin embargo, una vez más conseguí restablecer una paz precaria dentro de mi casa. Me ayudó a ello Arquelao, rey de la Capadocia, quien se apresuró a acudir, inquieto por la suerte que podían correr su hija y su yerno. Con mucha habilidad, empezó colmándoles de maldiciones, pidiendo para ellos un castigo ejemplar. Yo le dejé decir, satisfecho de ver que asumía el papel indispensable de justiciero, reservándome aquél, tan raro en mí, de abogado de la defensa y de la clemencia. Las confesiones de Alejandro nos ayudaron: el joven hizo responsable de todo el asunto a su tía Salomé, y sobre todo a su tío Peroras. Ese último decidió declararse culpable, lo cual hizo inmediatamente, con toda la extravagancia de su naturaleza: vestido de negros andrajos, con la cabeza cubierta de ceniza, fue a arrojarse a nuestros pies hecho un mar de lágrimas, y se acusó de todos los pecados del mundo. De golpe, Alejandro resultaba casi completamente disculpado. Sólo me quedaba disuadir a Arquelao, que quería llevarse a su hija a la Capadocia, diciendo que se había hecho indigna de seguir siendo mi nuera, aunque en realidad lo que pretendía era sacarla de un avispero temible. Le escolté hasta Antioquía, y allí dejé que siguiera su camino cargado de regalos: una bolsa de setenta talentos, un trono de oro con incrustaciones de piedras preciosas, una concubina llamada Panníquis y los tres eunucos que estaban en el origen de todo aquello, y a los que ya no podía, a pesar de todo, conservar a mi servicio íntimo.
«Cuando se trata de justificar el proceder de los príncipes, suele recurrirse a una especie de lógica superior -que tiene poco que ver o que está en flagrante contradicción con la del común de los mortales- y que se llama la razón de Estado. Adelante con la razón de Estado, pero sin duda aún no soy del todo un hombre de Estado, porque no puedo asociar estas dos palabras sin echarme a reír sarcásticamente por entre mi rala barba. ¡Razón de Estado! Es bien cierto, claro está, que se llama Euménides-es decir, Benévolas- a las Erinnias o Furias, hijas de la tierra que tienen por cabellos serpientes entrelazadas, que persiguen el crimen blandiendo un puñal con una mano y una antorcha encendida en la otra. Ésta es una figura de estilo que se llama antífrasis. Sin duda también por antífrasis se habla de razón de Estado, cuando se trata también evidentemente de locura de Estado. El sangriento frenesí que sacude a mí desventurada familia desde hace medio siglo ilustra bastante bien esa especie de sinrazón que procede de las alturas.
»Tuve una tregua que aproveché para tratar de resolver la irritante cuestión de la Traconítida y de la Batanea. Estas provincias, situadas al noreste del reino, entre el Líbano y el Antilíbano, servían de refugio a contrabandistas y a cuadrillas armadas de las que los habitantes de Damasco no dejaban de quejarse. Yo había llegado a la conclusión de que las expediciones militares no iban a conseguir nada mientras esta región no fuese colonizada por una población sedentaria y laboriosa. Hice instalar en la Batanea a judíos de Babilonia. En la Traconítida instalé a tres mil idumeos. Para proteger a esos colonos construí una serie de ciudadelas y de pueblos fortificados. Una franquicia de impuestos concedida a los recién llegados provocó una oleada de inmigración continua. Pronto aquellas tierras baldías se transformaron en campos verdeantes. Las vías de comunicación entre Arabia y Damasco, Babilonia y Palestina se animaron con todo el beneficio que representan para la Corona los derechos de peaje y de aduana.
»Fue entonces cuando un visitante inesperado e indeseable despertó todos los antiguos demonios de la corte. Euricles, tirano de Esparta, como su padre, debía su fortuna a la ayuda decisiva que había proporcionado a Octavio en la batalla de Accio. Para agradecérselo, el Emperador le había concedido la ciudadanía romana, y le había confirmado como soberano de Esparta. Cierta tarde se presentó en Jerusalén sonriente, afable, con las manos rebosantes de suntuosos regalos, visiblemente decidido a ser el amigo y el confidente de todos los clanes. A partir de entonces volvieron a encenderse los rescoldos mal apagados de nuestras disputas, porque Euricles se dedicaba a contar a los unos lo que había oído a los otros, no sin agrandarlo y deformarlo. A Alejandro le recordaba que era el amigo de siempre del rey Arquelao, y por lo canto el equivalente de un padre para él, y se sorprendía de que Alejandro, yerno de un rey y asmoneo por su madre, aceptase la tutela de su hermanastro Antípater, nacido de una plebeya. Luego ponía en guardia a Antípater contra el odio inextinguible que sus hermanastros sentían por él. Por fin me contó un plan que atribuía a Alejandro: hacerme asesinar para más tarde huir primero al lado de su suegro, en la Capadocia, luego a Roma con objeto de inclinar a Augusto en su favor. Cuando el tirano espartano volvió a embarcar rumbo a la Lacedemonia, entre mil halagos y presentes, toda mi casa hervía como el caldero de una bruja.