»Tuve que decidirme a mandar que interrogasen a Alejandro y a los suyos. ¡Ay, los resultados de aquella investigación fueron abrumadores! Dos oficiales de mi caballería confesaron estar en posesión de una suma importante que dijeron les había entregado Alejandro para que me mataran. Se encontró además una carta de Alejandro dirigida al gobernador de la fortaleza de Alexandrión, dejando claro que tenía el propósito de ir a ocultarse allí con su hermano después de haber cometido el crimen. Es cierto que, interrogados separadamente, los dos hermanos reconocieron su proyecto de huida a Roma pasando por la Capadocia, pero negaron constantemente haber tenido la intención de matarme antes. Sin duda se habían puesto de acuerdo acerca de esta explicación antes del interrogatorio. Mi hermana Salomé acabó de perder a sus sobrinos dándome una carta que había recibido de Aristóbulo. En ella le advertía de que temiese lo peor por mi parte, porque yo la acusaba de traicionar los secretos de la corte comunicándoselos a mi enemigo personal, el rey árabe Silleo, con el que ardía en deseos de casarse.
»Era ya inevitable un proceso por alta traición. Empecé mandando dos mensajeros a Roma. Por el camino se detuvieron en la Capadocia para recoger el testimonio de Arquelao. Este último admitió que esperaba la llegada de su yerno y de Aristóbulo, pero que no sabía nada de un viaje ulterior a Roma, y menos aún de un atentado contra mi vida. En cuanto a Augusto, me escribió que en principio era hostil a una sentencia de muerte, pero que me daba plena libertad para juzgar y condenar a los culpables. De todas formas me recomendaba que llevase el proceso fuera de mi reino, por ejemplo a Berito, donde se encontraba una importante colonia romana, y que hiciera declarar a Arquelao. ¿Berito? ¿Por qué no? La idea de alejar el asunto de Jerusalén me pareció juiciosa, debido a las simpatías de que aún gozaban los descendientes de los asmoneos. En cambio, no podía citar como testigo al rey de la Capadocia, gravemente implicado en la conjura.
»El tribunal estaba presidido por los gobernadores Saturnino y Pedanio, a los que yo sabía que Augusto había enviado instrucciones. También formaban parte de él el procurador Volumnio, mi hermano Peroras, mi hermana Salomé, y por fin unos aristócratas sirios que sustituían a Arquelao. Para evitar el escándalo, excluí la presencia de los dos acusados, a los que tenía bien custodiados en Platané, una población del territorio de Sidón.
»Fui el primero en tomar la palabra, exponiendo mi drama de rey traicionado y de padre escarnecido, mis esfuerzos incesantes por poner un poco de cordura en una familia diabólica, las mercedes con que había colmado a los asmoneos, las ofensas que, en cambio, no habían dejado de infligirme. Todo el mal se debía a su nacimiento, que juzgaban -no sin cierta apariencia razonable- superior al mío. ¿Justificaba eso que tuviese que soportar todas sus afrentas? ¿Tenía que dejarles conspirar contra la seguridad del reino y contra mi vida? Concluí diciendo que a mi parecer, y según mi conciencia, Alejandro y Aristóbulo merecían la muerte, y que no dudaba de que el tribunal llegaría a la misma conclusión que yo, pero que sería para mí una victoria muy amarga que les condenasen, puesto que eran mi propia descendencia.
«Saturnino no tardó en pronunciarse. Condenaba a los jóvenes, pero no a muerte, pues era padre de tres hijos -que estaban presentes allí- y no podía tomar la decisión de hacer morir a los de otro. ¡Es difícil imaginar un alegato más torpe! Poco importa, los demás romanos, debidamente aleccionados por el Emperador, se pronunciaron con él contra la muerte. Fueron los únicos. Como al final de un combate de gladiadores, no tardé en ver todos los pulgares apuntando hacia el suelo. El procurador Volumnio, los príncipes sirios, los cortesanos de Jerusalén y desde luego Peroras y Salomé, todos por necedad, odio o cálculo -una cosa no excluía la otra- votaron la muerte.
»Con el corazón destrozado por el pesar y la tristeza, hice llevar a mis hijos a Tiro, donde embarqué con ellos rumbo a Cesárea. Estaban condenados. Yo podía indultarles. En verdad, había dos hombres dentro de mí, y aún siguen existiendo en este momento en que os hablo: un soberano inexorable que sólo obedece a la ley del poder… Conquistar el poder, conservarlo, ejercerlo, es una sola y única acción, y eso no se hace inocentemente. Y había también un hombre débil, crédulo, emotivo, miedoso. Éste esperaba aún, contra toda esperanza, que sus hijos se salvarían. Fingía ignorar la presencia temible de su doble, su obstinada voluntad de poder, su rigor implacable. El navío nos aislaba del mundo y de sus vicisitudes, bordeando el golfo que limita Siria con Judea, ante la verdosa colina del Carmelo. Me decidí a hacerles subir a cubierta. Era el padre quien les llamaba. Al verles ante mí comprendí que sería el rey quien les recibiría. En efecto, apenas les reconocí bajo la clámide negra de los condenados, con el cráneo afeitado, llevando los estigmas de los interrogatorios que habían sufrido. La máquina judicial había efectuado su obra. La metamorfosis era irreversible: dos jóvenes aristócratas brillantes y despreocupados habían desaparecido definitivamente para ceder su lugar a dos conspiradores parricidas que habían marrado el golpe. La gracia de la juventud y de la dicha se había borrado ante la máscara patibularia del crimen. No pude decirles ni una sola palabra. Nos miramos mientras un muro de silencio cada vez más espeso se levantaba entre ellos y yo. Finalmente ordené al centurión que los custodiaba: "¡Llévatelos!". Volvió a bajarlos a la cala, y ya no les vi nunca más.
»Desde Cesárea hice que les condujesen a Sebaste, donde les esperaba el verdugo. Murieron estrangulados, y sus cuerpos reposan en la ciudadela de Alexandrión, al lado del de Alejandro, su abuelo materno. Su oración fúnebre atroz e irrisoria, como su vida y su muerte, la pronunció el emperador Augusto diciendo al recibir la noticia de su ejecución: "En la corte de Herodes es mejor ser un cerdo que ser príncipes herederos, porque al menos allí se respeta la prohibición de comer cerdo".
»La desaparición de sus dos hermanastros dejaba el campo libre a Antípater. Yo esperaba que se transformase en el sentido del apaciguamiento, de la plenitud. Ya no podía dudar que iba a ser rey. En parte lo era ya a mi lado. Después de mí era el hombre más poderoso del reino. ¿Acaso una vez más la proximidad del poder ejerció su acción corruptora? Con horror asistí a la descomposición de un hombre en el que había puesto todas mis esperanzas.
»La primera alerta se refirió a mis nietos. Toda la dureza que había tenido que demostrar con Alejandro y Aristóbulo, dentro de mi corazón se convirtió en ternura para con sus huérfanos. Alejandro tenía dos hijos de Glafira: Tigranes y Alejandro. Aristóbulo tenía tres hijos de Berenice: Herodes, Agripa y Aristóbulo, y dos hijas, Herodías y Mariamna. En total, pues, siete nietos, cinco de los cuales eran varones, todos evidentemente de sangre asmonea. Pero cuál no sería mi horror cuando la policía me puso en guardia contra los sentimientos de miedo y de odio que Antípater albergaba en su corazón para con la progenie de Mariamna. Se refería a ellos como "el nido de serpientes", y afirmaba a quien quería oírle que no podría reinar a la sombra de aquella amenaza. Así, la espantosa maldición que pesa desde hace medio siglo sobre la alianza de los idumeos y de los asmoneos iba a perpetuarse después de mi muerte.
»Y eso no era todo. Cuando hablaba de "hacer limpieza", estaba claro que pensaba antes que nadie en mí. Me contaron el lamento que había exhalado ante un testigo: "¡Nunca reinaré! ¡Fijaos, yo ya tengo los cabellos grises, y él se tiñe los suyos!". Hasta mis enfermedades contribuían a irritarle, porque le exasperaba comprobar que siempre me recuperaba después de sentirme postrado. La verdad es que desde la muerte de sus hermanos ponía menos interés en fingir, se abandonaba a una imprudente franqueza, y yo le descubría de día en día en toda su negrura. Cuando la tormenta se acumulaba sobre las cabezas de Alejandro y de Aristóbulo, Antípater se mantenía siempre a distancia, observando aparentemente una neutralidad teñida de benevolencia para con sus hermanastros. Era la diplomacia en persona. Pero ahora yo descubría que bajo esa reserva no había perdonado ningún medio de perderles. Desde el primer día fue él quien manejó los hilos y tendió las trampas en las que debían perecer. Pronto mi resentimiento contra él ya no tuvo límites.