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¿O sea que el poder es eso?, se pregunta Melchor. Ese infecto magma de torturas y de incestos, ¿es el precio que hay que pagar para ser un gran soberano que va a ocupar para siempre un lugar en la historia?

¿O sea que el amor es eso?, piensa Gaspar. Herodes sólo ha amado a una mujer, Mariamna, con un amor total, absoluto, indestructible, pero, ay, no correspondido. Porque Mariamna, la asmonea, no era de la raza de Herodes, el idumeo, y la desdicha no ha dejado de ensañarse con esa pareja maldita, una desdicha que se repite con monótona ferocidad en todas y cada una de las generaciones que han salido de ellos. Y el negro Gaspar se estremece al medir el abismo lleno de amenazas que le separa de Biltina, la rubia fenicia.

¿Es eso el amor al arte?, se interroga Baltasar, con los ojos fijos en el abanderado celeste, que agita sus alas de fuego. En su mente se confunden dos revueltas, la de Nippur que destruyó su Balchazareum, y la de Jerusalén que abatió el águila de oro del Templo. Pero mientras Herodes respondió a los sublevados a su manera, con una matanza, él, Baltasar, cedió. El Balthazareum no fue ni vengado ni reconstruido. Porque el viejo rey de Nippur es presa de una duda. La hermosura de las estatuas griegas, de las pinturas romanas, de los mosaicos púnicos o de las miniaturas etruscas, cuando toda la tradición religiosa la condena, ¿no será porque contiene realmente algo de maldito? Piensa en su joven amigo, Asur el babilonio, que orienta sus búsquedas hacia una celebración de las humildes realidades humanas. Pero ¿cómo exaltar lo que por su naturaleza está condenado a ser irrisorio, efímero?

Y los tres tratan de imaginar, cada uno a su manera, al pequeño rey de los judíos hacia el cual Herodes les ha delegado tras de su pájaro blanco. Pero todo se hace confuso en su mente, porque aquel Heredero del Reino mezcla atributos incompatibles, la grandeza y la pequeñez, el poder y la inocencia, la plenitud y la pobreza.

Hay que seguir andando. Ir a ver. Abrir los ojos y el corazón a verdades desconocidas, prestar oído a palabras inauditas. Andan, presintiendo con conmovido gozo que tal vez una era nueva va a abrirse ante sus pasos.

El asno y el buey

EL BUEY

El asno es un poeta, un literato, un charlatán. El buey no dice nada. Es un rumiante, un meditativo, un taciturno. No dice nada, pero eso no quiere decir que no piense. Reflexiona y recuerda. Imágenes inmemoriales flotan en su cabeza, pesada y maciza como una roca. La más venerable viene del antiguo Egipto. Es la del Buey Apis. Nació de una ternera virgen a la que fecundó un trueno. Lleva una media luna en la frente y un buitre sobre el lomo. Bajo su lengua está oculto un escarabajo. Le alimentan en un templo. Después de eso, ¿verdad?, un pequeño dios nacido en un establo de una doncella y del Espíritu Santo no va a sorprender a un buey.

Recuerda. Se ve a sí mismo como novillo. En el centro del cortejo formado para la fiesta de las cosechas en honor de la diosa Cibeles, se adelanta, coronado de racimos de uva, escoltado por jóvenes vendimiadoras y viejos Silenos panzudos y encarnados.

Recuerda. Los trabajos negros de otoño. El lento trabajo de la tierra hendida por la reja del arado. Su hermano de labor sujeto al mismo yugo que él. El establo cálido y humeante.

Sueña con la vaca. El animal-madre por excelencia. La suavidad de su vientre. Los tiernos cabezazos del ternerillo contra ese cuerno de la abundancia vivo y generoso. Las arracimadas ubres de color rosa, de donde brota la leche.

El buey sabe que es todo eso, y que su masa tranquilizadora y firme ha de velar por el parto de la Virgen y el nacimiento del Niño.

EL ASNO DICE

Que mi pelo blanco no os engañe, dice el asno. Antes yo era negro como el azabache, sin más que una estrella clara en la testera, una estrella, signo evidente de mi predestinación. Todavía hoy conservo mi estrella, pero ya no se ve, porque todo el pelaje ha blanqueado. Es como los astros del cielo nocturno, que se borran en la palidez del alba. Así, la edad avanzada ha dado a todo mi cuerpo el color de mi estrella frontal, y también en eso quiero ver un signo, la señal evidente de una especie de predestinación.

Porque soy viejo, muy viejo, debo de tener cerca de cuarenta años, lo cual para un asno es fantástico. Quizá sea incluso el decano de los asnos. Sería otro signo.

Me llaman Kadi Chuya. Y eso merece una explicación. Desde mi más tierna edad, mis amos no han podido permanecer insensibles al aire de sabiduría que me distinguía de los demás asnos. En mi mirada había algo grave y sutil que impresionaba. De ahí el nombre de Kadi que me dieron, porque todo el mundo sabe que entre nosotros un kadi es a un tiempo un juez y un religioso, es decir, un hombre doblemente ilustre por su sabiduría. Pero, desde luego, yo no era más que un asno, el más humilde y el más maltratado de los anímales, y sólo podían darme ese nombre venerable de Kadi disminuyéndolo con otro nombre que fuera ridículo. Y éste fue Chuya, que quiere decir pequeño, mezquino, despreciable. Kadichuya, el sabio que no es nada, llamado por sus amos tan pronto Kadi como, más frecuentemente, Chuya, según su humor en aquel momento. *

Yo soy un asno de pobres. Durante mucho tiempo he presumido de serlo. Porque tenía por vecino y confidente un asno de ricos. Mi amo era un modesto labrador. Su campo linda con una hermosa propiedad. Un comerciante de Jerusalén iba allí con los suyos para estar más frescos en las semanas más calurosas del verano. Su asno se llamaba Yaul, un animal soberbio, casi dos veces más grande que yo, con el pelaje de un gris casi perfectamente uniforme, muy claro, fino como la seda. Había que verlo salir enjaezado de cuero rojo y de terciopelo verde con su silla de cañamazo, sus anchos estribos de cobre, agitando borlas y haciendo tintinear cascabeles. Yo hacía como que juzgaba ridículos esos arreos de carnaval. Sobre todo me acordaba de los sufrimientos que le habían infligido en su infancia para hacer de él una montura de lujo. Lo había visto chorreando sangre, porque acababan de esculpirle con navaja en plena carne las iniciales y la divisa de su amo. Vi sus orejas cruelmente cosidas por las puntas, para conseguir que luego se mantuvieran muy erguidas, como cuernos, en tanto que las mías caían lamentablemente a derecha y a izquierda de mi cabeza, y las patas fuertemente ceñidas por vendas, para que fuesen más finas y más rectas que las de los asnos ordinarios. Los hombres son así, hacen sufrir aún más a lo que prefieren y a aquello de lo que están más orgullosos, que a lo que detestan o desprecian.

Pero Yaul gozaba de importantes compensaciones, y había una secreta envidia en la conmiseración que yo creía poder manifestar para con él. En primer lugar comía todos los días cebada y avena en un pesebre muy limpio. Y sobre todo estaban las yeguas. Para comprenderlo bien hay que empezar por medir el insoportable orgullo que sienten los caballos respecto a los asnos. No basta con decir que nos miran con altivez. La verdad es que no nos miran, para ellos no existimos, como creen que no existen los ratones o las cochinillas. En cuanto a la yegua, bueno, para el asno es el no va más, la gran dama altanera e inaccesible. Sí, la yegua es el desquite mayor y sublime que puede tomarse el asno de ese majadero que es el caballo. Pero, ¿cómo es posible que un asno rivalice con el caballo en su propio terreno, hasta el punto de birlarle la hembra? Lo que pasa es que el destino tiene muchos recursos, y ha inventado el privilegio más sorprendente y más extravagante del pueblo de los asnos, y la clave de ese privilegio se llama el mulo. ¿Qué es un mulo? Es una montura seria, segura y sólida (y ya puestos a alinear adjetivos calificativos en ese, podría añadir silenciosa, sensata, solvente, pero sé que he de vigilar mi excesiva afición a las palabras). El mulo es el rey de los senderos arenosos, de las cuestas escabrosas, de los vados de los ríos. Tranquilo, imperturbable, incansable, anda…

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* Uno de sus lejanos descendientes publicará, bajo el nombre afrancesado de Cadichon, sus memorias, recogidas por la condesa de Segur, de soltera Rostopchine.