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Pero, ¿cuál es el secreto de tantas virtudes? Pues que ignora los desórdenes del amor y las turbaciones de la procreación. El mulo nunca tiene muletos. Para hacer un muleto se necesita un papá asno y una mamá yegua. Ésta es la razón de que algunos asnos -y Yaul era de esos-, elegidos como padres de muletos (éste es el título más prestigioso de nuestra comunidad), reciben yeguas por esposas.

Yo no soy excesivamente indinado al sexo, y sí tengo ambiciones son de otra clase. Pero he de confesar que algunas mañanas, el espectáculo de Yaul volviendo de sus proezas ecuestres, agotado y borracho de placer, me hacía dudar de la justicia de la vida. Claro que la vida no me trataba a cuerpo de rey.

Siempre apaleado, insultado, abrumado por cargas más pesadas que yo mismo, alimentado con cardos -¡ah, esa idea de los hombres de que a los asnos les gustan los cardos!-. ¡Que nos den una vez, una sola vez, trébol y cereales, para que podamos ver la diferencia! Y cuando se acerca el final, los obsesionantes cuervos cuando, vencidos por el cansancio, esperaremos junto a una zanja que la muerte misericordiosa venga a poner término a nuestros sufrimientos. Los obsesionantes cuervos, sí, porque vemos una gran diferencia entre los buitres y los cuervos, cuando estamos cerca del último momento. Porque los buitres sabed que sólo atacan a los cadáveres. No hay nada que temer de ellos mientras os quede un soplo de vida: misteriosamente avisados, esperan a una respetuosa distancia. Mientras que los cuervos, esos demonios, se precipitan sobre un moribundo, y lo destrozan cuando aún vive, empezando por los ojos…

Esas son cosas que hay que saber para comprender mi estado de ánimo, en aquel comienzo de invierno, cuando me encontraba con mi amo en Belén, un pueblo grande de la Judea. Toda la provincia era un constante ir y venir de gente, porque e! Emperador había ordenado que se censara la población, y todos tenían que hacerse inscribir con los suyos en el lugar del que procedían. Belén no es más que una aldea en lo alto de una colina cuyas laderas están adornadas con terrazas y jardincillos que sostienen murales de piedra. En primavera y en un período ordinario, debe de estar bien vivir aquí, pero a comienzos del invierno y en medio del tumulto del censo, yo echaba mucho de menos mi establo de Djela, el pueblo del que veníamos. Mi amo había tenido la suerte de encontrar un lugar para mi ama y los dos niños en una gran posada que hormigueaba de gente. Al lado del edificio principal había una especie de granero donde debían de guardar los provisiones. Entre las dos casas, una estrecha calleja que no llevaba a ninguna parte había sido cubierta por unas vigas sobre las cuales se habían echado brazadas de juncos, formando una especie de techo de bálago. Bajo tan precario abrigo se había puesto un pesebre y una cama de paja para los animales de los clientes de la posada. Allí me ataron al lado de un buey al que acababan de desenganchar de una carreta. He de deciros que siempre he sentido horror por los bueyes. Desde luego esos animales carecen de malicia, pero por desgracia el cufiado de mi amo posee uno, y cuando llega el tiempo de la labranza los dos hombres se ayudan el uno al otro, y nos enganchan juntos en el arado, a pesar de la prohibición formal de la ley. 8 Ahora bien, la ley es muy sabia, porque, podéis creerme, no hay nada peor que trabajar en semejante compañía. El buey tiene su andar -que es lento-, su ritmo, que es continuo. Tira con su cuello. El asno -como el caballo-tira con la grupa. Precipita su esfuerzo, trabaja a sacudidas vigorosas. Obligarle a ir junto a un buey es atarle una bola al pie, quebrantar toda su energía, ¡y no tiene tanta!

Pero aquella noche no se trataba de la labranza. Los viajeros que el posadero había rechazado habían invadido el granero. Yo ya supuse que no nos dejarían tranquilos durante mucho tiempo. En efecto, pronto un hombre y una mujer se deslizaron en nuestro improvisado establo. El hombre, una especie de artesano, era de edad avanzada. Había armado mucho alboroto contando a todo el mundo que tenía que hacerse censar en Belén porque pertenecía a la descendencia del rey betlemita David por una cadena de veintisiete generaciones. Se le reían en la cara. Más le hubiera valido, para encontrar un refugio, alegar el estado de su jovencísima esposa, que parecía agotada y además encinta. Juntó la paja del suelo y el heno de los pesebres para confeccionar entre el buey y yo un lecho improvisado en el que hizo recostar a la joven.

Poco a poco todo el mundo fue encontrando su lugar, y los ruidos fueron cesando. A veces la joven gemía quedamente, y así nos enteramos de que su marido se llamaba José. El la consolaba lo mejor que podía, y así nos enteramos de que ella se llamaba María. No sé cuántas horas pasaron, porque yo debí de dormirme. Al despertar noté que se había producido un gran cambio, no sólo en aquel lugar, sino en todas partes, y hasta hubiérase dicho que en el cielo, del que nuestra pobre techumbre dejaba ver centelleantes luces. El gran silencio de la noche más larga del año había caído sobre la tierra, y hubiérase dicho que retenía sus fuentes y e¡ cielo sus soplos para no turbarlo. Ni un solo pájaro en los árboles. Ni un zorro en los campos. Entre la hierba ni un ratón campesino. Las águilas y los lobos, codo lo que posee pico y garras, habían establecido una tregua y velaban, con la panza hambrienta y la mirada fija en la oscuridad. Hasta las luciérnagas y los gusanos de luz ocultaban su resplandor. El tiempo se había borrado en una eternidad sagrada.

Y bruscamente, en un momento, se produjo un acontecimiento formidable. Un estremecimiento de alegría irreprimible recorrió el cielo y la tierra. Un rumor de alas innombrables demostró que nubes de ángeles mensajeros se lanzaban en toda direcciones. La paja que nos cubría quedó iluminada por la deslumbrante luz de un cometa. Se oyó la risa cristalina de los arroyos y la majestuosa de los ríos. En el desierto de Judá un leve temblor de la arena cosquilleó los costados de las dunas. Una ovación que ascendía de los bosques de terebintos se mezcló con los aplausos ahogados de los buhos. La naturaleza entera exultaba.

¿Qué había pasado? Casi nada. Se había oído, saliendo de la cálida sombra de la paja un ligero grito, y desde luego aquel grito no era ni del hombre ni de la mujer. Era el dulce vagido de un niño pequeñísimo. Al mismo tiempo una columna de luz apareció en medio del establo, el arcángel Gabriel, el ángel de la guarda de Jesús, ya estaba allí, y en cierto modo tomaba la dirección de las operaciones. Además, la puerta no tardó en abrirse, y se vio entrar a una de las criadas de la posada vecina, que llevaba apoyado en la cadera un lebrillo de agua tibia. Sin vacilar, se arrodilló y bañó al niño. Luego lo frotó con sal, a fin de fortalecerle la piel, y una vez envuelto en pañales, lo tendió a José, quien se lo puso sobre las rodillas, señal de reconocimiento paternal.

Había que admitir que Gabriel había sido muy eficaz. ¡Ah, sin faltar al respeto que se debe a un arcángel, puede decirse que desde hacía un año Gabriel había ido con la lengua fuera! Fue él quien anunció a María que iba a ser madre del Mesías. Él fue quien disipó los recelos del buen José. Más tarde convenció a los Reyes Magos para que no fueran a informar a Herodes, y además organizó la huida a Egipto de la pequeña familia. Pero no anticipemos acontecimientos. Por ahora hace de mayordomo, organiza las alegres pompas en estos lugares sórdidos que él transfigura, como e! sol transforma la lluvia en arco iris. Fue en persona a despertar a los pastores de los campos más próximos, a los que, hay que admitirlo, al principio les dio un buen susto. Pero riendo para tranquilizarles, les anunció la hermosa, la gran noticia, y les convocó en el establo. ¿En un establo? ¡Era algo muy sorprendente, pero también reconfortante para aquellas personas tan sencillas!

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8 Demeronomio, 12, 10.