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Muy distinto era e! estado de ánimo del príncipe Taor. Sacado bruscamente de su pasividad por los preparativos del viaje, se convirtió en otro hombre. Sus íntimos apenas le reconocían cuando le veían establecer con una competencia y una autoridad sorprendentes la lista de los hombres que debían acompañarle, la enumeración del material que había que disponer, la elección de los elefantes que iban a ser embarcados. En cambio, nada más propio de él que la decisión de las provisiones que iban a acumularse en las calas de los navíos. Porque el verdadero sentido del viaje se hacía evidente en las esportillas, sacos y fardos que rebosaban de guayabas, azufaifas, ajonjolí, canela, uva de Golconda, flores de azahar, harina de sorgo, clavo de especias, sin contar, desde luego, el azúcar, la vainilla, el jengibre y el anís. Todo un navío estaba dedicado a la fruta -seca o confitada-, mangos, plátanos, piñas tropicales, mandarinas, cocos, anacardos, limones verdes, higos y granadas. Estaba claro que la expedición se hacía con finalidades pasteleras, y ninguna otra. Además se había elegido un personal muy especializado, y se veía trabajar, en medio de embriagadores olores de caramelo, a confiteros nepaleses, turroneros cingaleses, reposteros bengalíes e incluso mantequeros bajados de las alturas de Cachemira, con pellejos conteniendo caseína líquida, decocciones de cebada, emulsiones de almendra y resinas balsámicas.

Sus amigos reconocieron también a Taor cuando le vieron insistir, oponiéndose al más elemental sentido común, en que Yasmina fuese una de las elefantas de la expedición. Oponiéndose al más elemental sentido común porque Yasmina era una joven elefanta blanca y de ojos azules, dulce, frágil y delicada, la que menos podía soportar la fatiga de una travesía tan larga, con las jornadas de camino por el desierto que seguirían a continuación. Pero Taor amaba a Yasmina, y el pequeño paquidermo de mirada lánguida le correspondía, y tenía una manera de pasarle la trompa alrededor del cuello cuando él le había dado un pastelillo de crema de coco, que hacía brotar lágrimas de emoción. Taor decidió que la elefanta viajaría en el mismo barco que él, junto con todo el cargamento de pétalos de rosa.

Los navíos estaban aparejados en la rada de Mangalore, y se dispuso una pesada pasarela, con una suave inclinación, para poder embarcar los elefantes. Pero la hora de zarpar dependía del capricho de los vientos, pues el monzón de verano ya había dejado de hacer sentir su influencia, y se encontraban en ese período de turbulencias y perturbaciones que precede al cambio de dirección del viento y del oleaje. Hubo tormentas y lluvias torrenciales, muchos empezaron a preocuparse, y algunos se preguntaron si no debían interpretar aquella cólera del cielo como un mal augurio para el viaje. Se dieron defecciones. Por fin, la calma, anunciando la instalación definitiva del monzón de invierno, limpió el cielo bajo un viento del este fresco y seco. Era la señal que esperaban. Se procedió a embarcar a los elefantes. Todo hubiera sido más fácil de haber podido empujarlos juntos por la pasarela, porque el instinto gregario hubiese ayudado a la maniobra. Pero ese mismo instinto se oponía a todos los esfuerzos, ya que cada animal tenía que embarcarse por separado, y había que recurrir a la astucia, a la violencia y a la seducción para separarlos y hacer que subieran a bordo. La situación pareció desesperada cuando le llegó el turno a Yasmina. Presa del pánico, soltaba espantosos barrí tos, y arrojaba al suelo a los hombres que se aferraban a ella. Tuvieron que ir a buscar a Taor. Él le habló durante largo rato, en voz baja, rascando con sus uñas la concavidad de su frente. Luego le anudó sobre los ojos un pañuelo de seda para cegarla, y con la trompa encima de su hombro pasó con ella la pasarela.

Como había un elefante por navío, dieron a cada navío el nombre del elefante que transportaba, y estos cinco nombres eran: Bohdi, Jina, Vahana, Asura y, claro está, Yasmina. Una hermosa tarde de otoño las cinco naves salieron sucesivamente de la rada con todo el velamen desplegado. De todos los que partían -hombres y animales- el príncipe Taor parecía ser el que manifestaba más alegría al lanzarse a aquella aventura, el que menos lamentaba lo que dejaba atrás. Lo cierto es que no dirigió ni una mirada a la ciudad de Mangalore, mientras sus casas de ladrillos rosados escalonadas en la colina se alejaban y parecían apartarse de la pequeña flotilla a medida que ésta ponía rumbo al oeste.

La navegación era sencilla y fácil. Singlaban por estribor, con todos sus recursos, bajo un viento fuerte y completamente regular, que además soplaba en la buena dirección. Como apenas hacerse a la mar se habían alejado de las costas, no tenían que temer ni arrecifes ni bancos de arena, y hasta los piratas, que sólo atacaban a los barcos de cabotaje, dejaron de constituir una amenaza después de unas cuantas horas de navegación. La travesía del mar de Omán hubiera carecido de historia de no ser porque los elefantes se rebelaron ya la primera noche. Hay que tener en cuenta que estos animales, que mientras no se les necesitaba vivían en libertad en un bosque real, tenían la costumbre de pasar el día adormilados bajo las frondas, y a la puesta de sol se dirigían en un rebaño compacto hacia las orillas del río. Por eso empezaron a agitarse apenas llegó el crepúsculo, y como los barcos navegaban muy juntos el uno del otro, el primer barrito que lanzó el viejo Bohdi provocó una enorme escandalera en los demás navíos. El estruendo no hubiese tenido importancia si al mismo tiempo los animales no se hubieran balanceado a derecha y a izquierda, golpeando fuertemente con la trompa los costados del navío. Se oía así un ruido de tam-tam, mientras los navíos adquirían un balanceo que se acentuó hasta llegar a ser inquietante.

Taor y Siri, que iban en la nave almirante Yasmina, podían ir a los demás barcos, ya fuera en botes de remo, ya, cuando los navíos estaban muy cerca, valiéndose de pasarelas. Pero también se comunicaban con los capitanes de los demás navíos por señales convenidas que transmitían agitando penachos de plumas de avestruz. Este último medio fue el que emplearon para dar una orden general de dispersión. En efecto, era importante que los animales dejaran de excitarse mutuamente con el ruido que hacían. Sólo Yasmina se había mantenido tranquila, pero el temblor de sus orejas manifestaba cuál era su emoción, indicando que sin eluda debía de considerar toda aquella algazara como una especie de homenaje para ella. Al día siguiente, al caer el día se reanudó la excitación, pero quedó limitada gracias a la distancia que los cinco veleros habían puesto entre sí.