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Una nueva prueba esperaba a los viajeros el décimo día. El viento seguía soplando de forma muy regular y en la misma dirección, pero no tardó en verse que aumentaba poco a poco de fuerza, hasta el punto de que el capitán del Yasmina dio la orden, por medio de sus plumas, de recoger velas, Por la noche se hizo evidente que se acercaban a una tempestad de rara violencia, a juzgar por la negrura surcada de relámpagos que dominaba el horizonte hacia el que se dirigían. Una hora más tarde una noche cerrada cayó de pronto sobre los cinco navíos y los aisló totalmente unos de otros. Las horas siguientes fueron espantosas. Sólo habían dejado el mínimo de velamen para que el navío no se pusiera a través de las olas. Huía bajo las ráfagas, balanceándose a veces en la cresta de una ola, y entonces tomando una velocidad atroz antes de deslizarse por fin en un abismo glauco. Taor, que se había expuesto imprudentemente en el castillo de proa, casi perdió el conocimiento al ser sumergido por un golpe de mar. Por segunda vez aquel joven, dedicado al azúcar desde la niñez, entablaba así relación con el elemento salado en un bautismo de inolvidable brutalidad. ¡Su destino le reservaba una tercera prueba salada, y mucho más larga y dolorosa que ésta!

Por el momento lo que más le inquietaba era Yasmina. La elefantita albina, que había berreado de miedo al comienzo de la tormenta, al ser arrojada hacia adelante y hacia atrás, a la derecha y a la izquierda, finalmente renunció a mantenerse en pie. Estaba tendida sobre el costado en medio de una salmuera nauseabunda, con los párpados caídos sobre sus dulces ojos azules, y un débil gemido se escapaba de sus labios. Taor bajó varias veces para estar junto a ella, pero tuvo que renunciar a sus visitas después de que un sobresalto del navío le hiciera rodar por entre las deyecciones que emporcaban el suelo, y estuvo a punto de que le aplastase la masa de su amiga. Sin embargo, esta primera prueba no le hizo lamentar haber emprendido el viaje, porque, al alejarse de Mangalore en el espacio y en el tiempo, empezaba a medir la insignificancia de la vida a la que su madre le había confinado entre sus azufaifos y sus alfóncigos. Pero sentía remordimientos respecto a Yasmina, tan visiblemente inerme ante las pruebas de un largo viaje.

Por el contrario, Siri Akbar parecía transfigurado por la tempestad. El, que hasta entonces se había encerrado en una reserva gruñona, ahora parecía volver a la vida. Daba órdenes y distribuía tareas con una sangre fría que no era incompatible con una especie de exaltación jubilosa. Taor comprobaba que su compañero y primer esclavo, que en el palacio se desvivía para medrar por medio de tortuosas intrigas, aparecía engrandecido y como purificado por el asalto de los elementos de la naturaleza, porque nada más cierto que siempre somos más o menos el reflejo de nuestras empresas y de nuestros tropiezos. Al descubrir su rostro por un breve instante a la luz de un relámpago, Taor quedó sorprendido por su extraña hermosura hecha de valor, de lucidez y de ardor juvenil.

La tempestad cesó tan rápidamente como había estallado, pero se necesitaron nada menos que dos días de navegación circular para volver a encontrar tres navíos. Se trataba del Bohdi, del Jina y del Asura. El cuarto, el Vahana, no apareció, y hubo que decidirse a continuar la ruta del oeste considerándolo perdido, al menos provisionalmente.

Debían de estar a menos de una semana de la isla de Dioscórides que anuncia el golfo de Adén, cuando los hombres del Bohdi, por medio de las plumas, hicieron las señales convenidas para pedir socorro. Taor y Siri se trasladaron rápidamente a aquel barco. ¿Le habían picado unos insectos, se había intoxicado con alimentos en malas condiciones, o sencillamente no podía soportar el balanceo y las cabezadas de su prisión? El viejo elefante parecía sufrir una locura agresiva. Se agitaba frenéticamente, atacaba con furia a cualquiera que se arriesgase a bajar a la cala, y cuando estaba solo embestía contra los costados de la embarcación. La situación se iba haciendo peligrosa, porque el peso, la fuerza y los temibles colmillos del animal podían hacer temer que causase graves daños en el navío. Atarlo o darle muerte parecían empresas en las que no cabía pensar, y como ya no comía nada tampoco podían narcotizarlo o envenenarlo. De todas formas, eso proporcionaba una remota esperanza, ya que sin duda acabaría por agotar sus fuerzas. ¿Pero resistiría el navío hasta entonces? Aun corriendo el riesgo de que Yasmina se asustase por el ruido que hacía el viejo macho, decidieron que el Bohdi siguiera navegando cerca de la nave almirante.

Al día siguiente, el elefante, que se había herido con un herraje de la cala, empezó a perder sangre en abundancia. Dos días después murió.

– Hay que darse mucha prisa en despedazar esta carroña y arrojar los pedazos por la borda, pues nos acercamos a tierra y corremos el riesgo de tener visitantes indeseables -dijo Siri.

– ¿Qué visitantes? -preguntó Taor.

Siri escrutaba las profundidades del ciclo azul. Levantó la mano hacia una minúscula cruz negra suspendida, inmóvil, a una altura infinita.

– ¡Aquí están! -dijo-. Mucho me temo que todos nuestros esfuerzos sean en vano.

En efecto, dos horas después un primer quebrantahuesos se posaba sobre el mastelero de gavia, y giraba en todas direcciones su cabeza blanca con perilla negra. Pronto se le unieron una docena de semejantes suyos. Después de haber observado largamente los lugares, los hombres atareados y el cadáver despanzurrado del elefante, se dejaron caer velozmente hasta el fondo de la cala. Los marineros que temían a esas aves sagradas pidieron que se les permitiera refugiarse en e! Yasmina… El Bohdi fue abandonado a su suerte. Cuando el Yasmina lo perdió de vista, millares de quebrantahuesos se agolpaban en los palos, en las vergas, en las cubiertas, y un torbellino de vuelos llenaba la cala.

El Yasmina, el Jina y el Asura entraron en el estrecho de Bab-el-Mandeb -La Puerta del Llanto- que comunica el mar Rojo con el océano índico, cuarenta y cinco días después de haber salido de Mangalore. La navegación había sido considerablemente rápida, pero de los cinco barcos dos se habían perdido. Ahora había que prever treinta días para remontar el mar Rojo hasta el puerto de Elat. Decidieron descansar en la isla de Dioscórides, que vela lo mismo que un centinela a la entrada del estrecho, para hacer una escala que tanto necesitaban los hombres, los animales y los navíos.

Era la primera tierra extranjera que pisaba Taor. Sentía como una embriaguez ligera y feliz trepando por las desnudas pendientes, sembradas de retama y de cardos, del monte Hadjar, seguido por los tres elefantes, que brincaban alegremente tras de él para desentumecer las piernas. Todo parecía nuevo a los viajeros, aquel calor seco y tónico, aquella vegetación espinosa y perfumada -mirtos, lentiscos, acantos, hisopos-, y hasta los rebaños de cabras de largo pelo, que huían en desorden al ver a los elefantes. Pero mucho mayor aún era el pavor de los pobres beduinos de la isla al ver desembarcar a aquellos señores acompañados de monstruos desconocidos. Pasaron ante tiendas herméticamente cerradas, en las que hasta los perros se habían refugiado, en una aldea aparentemente desierta, aunque estaba claro que cientos de ojos les observaban por las rendijas de la tela, las puertas y los postigos. Se acercaban ya a la cumbre de la montaña, barrida por una brisa tan fresca que tiritaban a pesar del esfuerzo de la ascensión, cuando les detuvo un hermoso niño vestido de negro que se había apostado intrépidamente en medio del camino.

– Mi padre, el rabí Rizza, os espera -se limitó a decir.