Y dando media vuelta se constituyó en guía de la columna. En un circo rocoso esmaltado de asfódelos las tiendas bajas de los nómadas formaban un solo caparazón violeta y abollado que el viento, al precipitarse en su interior, levantaba de vez en cuando como un pecho al respirar.
El rabí Rizza, vestido de velos azules y calzado con sandalias de correas, acogió a los viajeros cerca de una hoguera de eucalipto. Tras los saludos, se acuclillaron en torno al fuego. Taor sabía que estaba ante un jefe, un señor, es decir, ante un igual. Pero al mismo tiempo no acertaba a comprender tanta pobreza. Porque para él, miseria y esclavitud, riqueza y aristocracia, formaban una sola idea, y se esforzaba trabajosamente por distinguirlas. Rizza se guardó mucho de hacer preguntas acerca del origen y del destino de sus huéspedes. Las frases que intercambiaron se limitaron a buenos deseos y a palabras de cortesía. La sorpresa de Taor fue mayúscula cuando vio que un niño llevaba a Rizza un cuenco de grosera harina de trigo, con un caneco de agua y un tarrito de sal. El jefe amasó con sus propias manos una pasta, y sobre una piedra plana dio a aquella especie de hogaza la forma de una torta redonda y bastante gruesa. Hizo un pequeño hoyo en la arena, y con una pala arrojó allí cenizas y brasas de la hoguera, poniendo encima la torta. Luego la recubrió con un montón de ramaje al que prendió fuego. Cuando se apagó la primera llamarada, dio la vuelta a la torta y volvió a cubrirla con ramas. Por fin la retiró del hoyo y la limpió con retama para quitarle la ceniza que la manchaba. A continuación la partió en tres pedazos y ofreció una parte a Taor y otra a Siri.
Acostumbrado a los fastos de una refinada cocina, en la que trabajaba una multitud de cocineros y marmitones, el príncipe de Mangalore, sentado en el suelo, comió un pan ardiente y gris, con granos de arena que crujían entre los dientes.
Un té verde con menta saturado de azúcar, que vertieron desde muy arriba en tazas minúsculas, le devolvió a costumbres más familiares. Pero después de un prolongado silencio Rízza empezó a hablar. La vaga sonrisa que acompañaba sus palabras y las cosas sencillas e inmediatas a las que aludía -el viaje, la comida, la bebida- podían hacer creer que reanudaba el hilo de las trivialidades que les habían ocupado hasta entonces. Pero Taor no tardó en comprender que se trataba de algo muy distinto. El rabí contaba una historia, una fábula, un apólogo que Taor entendía a medias, como si distinguiese mal, en su glauco espesor, una enseñanza que se aplicaba de un modo muy preciso a su caso, aunque el narrador lo ignorase casi todo de él.
– Nuestros antepasados, los primeros beduinos -comenzó-, no eran nómadas como lo somos hoy en día. ¿Cómo iban a serlo? ¿Cómo iban a abandonar el suntuoso y suculento vergel en el que Dios les había puesto? No tenían más que alargar la mano para coger los frutos más sabrosos que hacían doblegar las ramas de árboles de una variedad infinita. Porque en ese vergel sin fin no había dos árboles idénticos que diesen frutos semejantes.
»Tal vez me dirás: aún hay en ciertas ciudades u oasis jardines de delicias como éste del que te hablo. ¿Por qué en vez de conquistarlos e instalarnos allí preferimos correr sin cesar por el desierto detrás de nuestros rebaños? Sí, ¿por qué? Es la inmensa pregunta cuya respuesta contiene toda la sabiduría. Y esta respuesta es la siguiente: los frutos de estos jardines de ahora no se parecen en nada a aquellos de los que se alimentaban nuestros antepasados. Estos frutos de ahora son oscuros y pesados. Los de los primeros beduinos eran luminosos y sin peso. ¿Qué significa eso? Nos es muy difícil imaginar lo que pudo ser la vida de nuestros antepasados, porque hemos decaído y degenerado. Piensa que hemos llegado a admitir como obvio ese horrible proverbio: "Barriga hambrienta no tiene orejas". Pues bien, en los tiempos de que hablo, barriga hambrienta de comida y orejas hambrientas de saber eran una misma cosa, porque los mismos frutos satisfacían a la vez esas dos clases de hambre. En efecto, esos frutos no sólo eran diferentes por la forma, el color y el sabor. Se distinguían también por la ciencia que otorgaban. Algunos aportaban el conocimiento de las plantas y los animales, otros el de las matemáticas, había el fruto de la geografía, el de las artes musicales, el de la arquitectura, la danza, la astronomía, y muchos más. Y con tales conocimientos daban a quienes los comían las virtudes correspondientes, el valor a los navegantes, la habilidad a los barberos-cirujanos, la honradez a los historiadores, la fe a los teólogos, la solicitud a los médicos, la paciencia a los pedagogos. En aquellos tiempos el hombre participaba de la simplicidad divina. El cuerpo y el alma estaban fundidos en un único bloque. La boca servía de templo viviente -tapizado de púrpura, con su doble semicírculo de escabeles de esmalte, sus fuentes de saliva y sus chimeneas nasales- a la palabra que alimenta y al alimento que enseña, a la verdad que se come y se bebe, y a los frutos que se funden en ideas, preceptos y evidencias…
»La caída del hombre ha roto la verdad en dos pedazos: una palabra vacía, hueca, mentirosa, sin valor nutritivo. Y un alimento compacto, pesado, opaco y graso, que oscurece la mente y se transforma en mofletes y en panzas.
»¿Qué hacer? Nosotros, nómadas del desierto, hemos elegido la más extremada frugalidad, unida a la más espiritual de las actividades físicas: andar. Comemos pan, higos, dátiles, productos de nuestros rebaños, leche, manteca clarificada, quesos en muy raras ocasiones, carne aún más raramente. Y andamos. Pensamos con nuestras piernas. El ritmo de nuestros pasos impulsa nuestra meditación. Nuestros pies imitan el avance de una mente en busca de la verdad, una verdad desde luego modesta, tan frugal como nuestra alimentación. Remediamos la fractura entre alimento y conocimiento esforzándonos por mantener uno y otro en su simplicidad más extremada, convencidos de que elaborándolos a los dos no se hace más que agravar su divorcio. Claro está que no esperamos reconciliarlos con nuestras únicas fuerzas. No. Para esta regeneración se necesitaría un poder más que humano, en verdad divino. Pero precisamente esperamos esta revolución, y con nuestra frugalidad y nuestras caminatas a través del desierto, nos ponemos, o así nos lo parece, en la disposición más adecuada para comprenderla, para acogerla y hacerla nuestra, si se produce mañana o dentro de veinte siglos.
Taor no comprendió todo aquel discurso, ni mucho menos. Para él era como un amontonamiento de nubes negras, amenazadoras e impenetrables, pero surcadas por relámpagos que durante breves instantes permitían ver fragmentos de paisajes, perspectivas abisales. No comprendió lo esencial de aquel discurso, pero lo conservó entero en su corazón, sospechando que adquiriría para él un sentido profético a medida que se desarrollara su viaje. En cualquier caso ya no podía dudar de que la receta del Rahat-lukum con pistacho -por la cual en principio había abandonado su palacio de Mangalore- se difuminaba, adquiría el aire de un engaño -que le había sacado de su paraíso pueril- o se convertía en una especie de símbolo cuyo significado aún estaba por descifrar.
Por su parte, el ambicioso Siri Akbar, completamente ajeno a las preocupaciones alimenticias de su amo, de su encuentro con el rabí Rizza sólo había sacado una lección, pero ésta hacía que se tambalease todo su edificio mental. Había descubierto la posibilidad de reunir la movilidad -con la ligereza y la desnudez que exige- y una encarnizada voluntad de poder y de predación. Desde luego, Rizza no había dicho ni una palabra de aquel asunto. Pero Siri había escrutado apasionadamente el rigor ascético de su cara, el aspecto feroz de sus compañeros, la delgadez de sus cuerpos -que se adivinaban infatigables y capaces de soportar cualquier sufrimiento-, había entrevisto en la oscuridad de las tiendas la silueta velada de las mujeres y el brillo apagado de las armas. Todo aquí hablaba de fuerza, de velocidad, de una avidez tanto más temible cuando que iba acompañada por un absoluto desdén por las riquezas y sus comodidades.