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Los primeros días de su lento avance hacia el norte no tuvieron ningún incidente notable. No había ni un ser vivo ni rastros de vegetación en la tierra rojiza, esculpida por aguas evaporadas desde hacía milenios, que los elefantes aplastaban con sus anchas patas. Luego aquella tierra se fue haciendo poco a poco verde, mientras que relieves más atormentados obligaban a la columna a serpear, a meterse en desfiladeros o a seguir el cauce reseco de un río. Lo más impresionante era las figuras monumentales y sugestivas que adoptaban los acantilados, los picos, las peñas suspendidas en la altura. Al principio los hombres señalaban riendo caballos encabritados, avestruces con las alas desplegadas, cocodrilos. Luego, al caer la noche enmudecieron bajo el peso de la angustia, al pasar bajo dragones, esfinges, sarcófagos gigantescos. Al día siguiente se despertaron en un valle de malaquita de un verde bellísimo, mate y profundo, que no era otro que el famoso «valle de los herreros», donde, según la Escritura, ochenta mil hombres extrajeron el mineral destinado a la construcción del Templo de Jerusalén. Este valle conducía a un circo cerrado, las célebres minas de cobre del rey Salomón. Estaban desiertas, y los compañeros de Taor pudieron meterse en el dédalo de galerías, correr por las escaleras talladas en la piedra, descender gracias a carcomidas escalas a pozos sin fondo, y encontrarse finalmente a fuerza de gritos en inmensas salas cuyas bóvedas, iluminadas fantasmagóricamente por las antorchas, resonaban con ecos.

Taor no comprendió por qué esa visita a un mundo subterráneo en el que habían trabajado y sufrido generaciones enteras de hombres, llenaba su corazón de sombríos presentimientos.

Siguieron su camino hacia el norte. Los accidentes del terreno iban borrándose a medida que la tierra recobraba su tonalidad gris. Rocas planas como baldosas se multiplicaron hasta el punto de que el suelo no tardó en parecer uniformemente cubierto de un cascajo liso y plano. Por fin la silueta de un árbol se dibujó en el horizonte. Taor y sus compañeros nunca habían visto árboles así. El tronco, lleno de profundos surcos, parecía enorme en relación a la modesta altura del árbol. Lo midieron por curiosidad, y comprobaron que tenía cien pies de circunferencia. Además, su corteza, color de ceniza, muy arrugada, resultaba extrañamente blanda y tierna si se le clavaba una hoja de metal, que penetraba en la madera sin encontrar la menor resistencia. Las ramas, desnudas en aquella estación, se alzaban, cortas y gruesas, hacia el cielo, como muñones suplicantes. El conjunto tenía algo de simpático y de feo, un monstruo manso y desgraciado que mejoraba al ser conocido. Más tarde se enteraron de que se trataba de un baobab, árbol africano cuyo nombre significa «mil años», porque su longevidad es fabulosa.

Y aquel baobab era el centinela avanzado de un bosque de la misma especie en el que la caravana penetró en los días siguientes, un bosque poco tupido, sin árboles jóvenes ni maleza, y cuyo único misterio consistía en las enigmáticas inscripciones que se veían en los troncos de algunos árboles, generalmente los más impresionantes por el volumen y la edad. Habían hecho muescas en la corteza blanda, y cada una de ellas se había reforzado con un tinte negro, ocre o amarillo, y piedrecitas multicolores incrustadas en la madera fingían mosaicos que rodeaban el tronco o se elevaban en espirales hasta su parte superior. En ninguna de ellas podía reconocerse ni un rostro, ni una silueta humana o animal. Era un grafismo puramente abstracto, pero tan elaborado, tan perfecto, que uno podía preguntarse si tenía algún sentido que no fuese su belleza.

Un árbol verdaderamente impresionante que surgió de pronto en medio de su camino les obligó por su mismo esplendor a hacer un alto. Su decoración, muy reciente, consistía en follajes, lianas, flores hábilmente entrelazadas que vestían suntuosamente el tronco y se prolongaban en las ramas. La significación religiosa de aquellos adornos parecía evidente, porque algo había de templo, de altar, de catafalco en aquel árbol gigantesco, adornado como un ídolo, que alzaba al cielo sus ramas de mil dedos, como otros tantos espantados brazos.

– Creo comprender-murmuró Siri.

– ¿Qué es lo que has comprendido? -le preguntó el príncipe.

– No es más que una hipótesis, pero vamos a comprobarla.

Llamó a un joven cornac, delgado y ágil como un mono, y le habló en voz baja señalándole la parte superior del árbol. El joven dijo que sí con un movimiento de la cabeza, y enseguida se dirigió hacía el tronco, por el que se puso a trepar valiéndose de todas las rugosidades de la corteza. Así fue como una analogía se impuso al mismo tiempo a todos los hombres de la caravana que asistían silenciosos a la operación: el cornac subía a aquél árbol como si subiese al lomo de su elefante, porque lo cierto es que nada se parecía más a un elefantes que aquel baobab con su tronco gris enorme y sus ramas delgadas y erguidas como tropas, un elefante vegetal, del mismo modo que el elefante sólo era un baobab animal.

El hombre llegó a la parte más alta del tronco, de donde salían todas las ramas. Pareció desaparecer en una concavidad. No tardó en volver a salir, y empezó a bajar del árbol, visiblemente con prisa de huir de lo que había podido ver allí. Saltó a tierra, corrió hacia Siri y le habló al oído. Siri aprobó con la cabeza.

– Es tal como yo suponía -dijo a Taor-. El tronco está hueco como una chimenea, y sirve de sepulcro a los hombres de esta tierra. Si este árbol está adornado de esa forma, es porque dentro han metido hace poco un cadáver, como una espada en su vaina. Desde lo alto del tronco se ve su cara mirando al cielo. Los baobabs decorados que hemos ido encontrando hasta ahora son otros tantos sepulcros vivos de una tribu de la que me hablaron en EIat, los baobalíes, lo cual significa «hijos del baobab». Rinden culto a este árbol, que consideran como su antepasado, y al seno del cual creen volver después de la muerte. El hecho es que al corazón del árbol, en su lento crecimiento se incorpora la carne y los huesos del muerto, quien continúa así viviendo de forma vegetal.

Aquel día ya no fueron más lejos, y levantaron el campamento al pie del gigante necróforo. Y toda la noche, aquel extraño bosque de tumbas vivientes y erguidas rodeó a los durmientes con una paz negra, pesada, sepulcral, de la que salieron con las primeras luces del alba pálidos y temblorosos corno resucitados. En seguida empezó a correr la noticia de una desgracia que dejó consternado a Taor: ¡Yasmina había desaparecido!

Al principio creyeron que había huido, pues, por orden de Taor, durante la noche estaba libre de toda atadura, y el apego gregario era lo único que la retenía junto a los demás elefantes. Por otra parte, costaba imaginar que unos extraños hubieran podido llevarse por la fuerza y sin hacer ruido a la joven elefanta. Indiscutiblemente, ella había tenido que consentir. Pero hubo que admitir la intervención de unos secuestradores, porque los dos enormes cestos de pétalos de rosas que transportaba durante el día, y de los que la descargaban al llegar la noche, habían desaparecido con ella. Se imponía una conclusión: se habían llevado a Yasmina, pero con su complicidad y consentimiento.

Se hicieron búsquedas en círculos concéntricos alrededor del lugar donde se encontraban los elefantes, pero el suelo duro y pedregoso no mostraba ninguna huella. Sin embargo, tal como debía ser, fue el propio príncipe quien descubrió el primer indicio. De pronto se le vio gritar corriendo, luego se agachó y recogió entre el pulgar y el índice algo ligero y frágil como una mariposa: un pétalo de rosa. Lo levantó por encima de su cabeza para que todo el mundo lo viese.

– La dulce Yasmina -dijo- para que la encontremos nos ha dejado la pista más suave y perfumada del mundo. ¡Buscad, buscad, amigos míos, pétalos de rosa! Son otros tantos mensajes de mi elefantita blanca de ojos azules. Ofrezco una recompensa por cada pétalo que encontréis.