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A partir de entonces todos se pusieron a buscar con la nariz pegada al suelo, y de vez en cuando se oía un grito de triunfo y se veía a alguien que corría hacia el príncipe para entregarle su hallazgo a cambio de una monedita. No obstante, se avanzaba con gran lentitud, y al caer la noche resultó que estaban a menos de dos horas del campamento donde se encontraba el grueso de la expedición con la impedimenta y los elefantes.

Al agacharse para recoger el segundo pétalo encontrado por él, Taor oyó silbar por encima de su cabeza una flecha que fue a clavarse vibrando en el tronco de una higuera. Dio la orden de detenerse y de que todo el mundo se juntara. Poco después las hierbas y los árboles se animaron en torno a los viajeros, y se vieron rodeados por una multitud de hombres con el cuerpo pintado de verde, vestidos con hojas y coronados de flores y frutos. «¡Los baobalíes!», murmuró Siri. Debían de ser cerca de quinientos, y todos apuntaban con sus arcos y sus flechas a los intrusos. Cualquier resistencia era inútil. Taor levantó la mano derecha, gesto universal que significa paz y negociación. Después Siri, acompañado por uno de los guías reclutados en Elat, avanzó hacia los arqueros, cuyas filas se abrieron a su paso. Así desaparecieron para no regresar hasta después de dos largas horas.

– Es extraordinario -contó Siri-. He visto a uno de sus jefes, que debe de ser también sumo sacerdote. La organización de su tribu me ha parecido bastante laxa. No somos muy mal acogidos porque nuestra llegada coincide providencialmente con la resurrección de la diosa Baobama, madre de los baobabs y abuela de los baobalíes. Tal vez se trate de una coincidencia. A menos que la desaparición de nuestra Yasmina no tenga algo que ver con esa supuesta resurrección. No tardaremos en saberlo. He solicitado que acepten que rindamos homenaje a Baobama. Su templo se encuentra a dos horas de camino.

– Pero, ¿y Yasmina? -se inquietó el príncipe Taor.

– Precisamente -respondió no sin misterio Siri-, no me sorprendería encontrarla dentro de poco.

Cuando el grupo se puso en marcha, rodeado, seguido y precedido por un ejército de hombres verdes con arcos siempre amenazadores, se parecía tristemente a un puñado de prisioneros a quienes unos vencedores se llevaban a viva fuerza, y así era como Taor y sus compañeros veían la situación.

El templo de Baobama ocupaba el espacio delimitado por cuatro baobabs dispuestos en un rectángulo perfecto y constituyendo los pilares del edificio. Era una choza bastante grande abundantemente decorada con motivos parecidos a los que Taor y sus compañeros habían visto anteriormente en los árboles-sepulcros. La espesa techumbre de bálago y las paredes de tablas ligeras, sin ventanas, el amasijo de plantas trepadoras que las cubrían -jazmines, ipomaeas, aristoloquias, pasionarias-, todo conspiraba visiblemente a crear y a mantener en el interior una sombra de exquisito frescor. Los hombres armados se mantenían a distancia, a fin de que los alrededores del templo sólo fuesen ocupados por músicos, tañedores de caramillos, tamborileros que golpeaban con sus dedos secos como palillos de tambor una piel de antílope tensada sobre una calabaza, u hombres-orquesta que agitaban furiosamente los brazos y las piernas con cascabeles, llevando la cabeza coronada por discos de cobre, con las manos crepitantes de crótalos. Taor y su escolta avanzaron bajo un baldaquino de bambú vestido de buganvillas que precedía a la entrada del templo. En el interior, primero se encontraba una especie de vestíbulo que servía de tesoro y de guardarropa sagrado. Allí se veían colgados en las paredes o puestos sobre caballetes, inmensos collares, tapices bordados de silla de montar, campanas de oro, doseles con flecos, teteras de plata, arreos suntuosos y gigantescos que debían de convertir a la diosa, una vez adornada, en un relicario viviente. Pero en aquel momento Baobama estaba completamente desnuda, y los visitantes, después de subir tres escalones para acceder a otra zona un poco más alta, quedaron no poco sofocados al descubrir a la propia Yasmina, aposentada en un lecho de rosas, con los ojos en blanco de pura voluptuosidad. Hubíerase dicho que les esperaba, porque había en su mirada azul como un matiz de desafío y de ironía. Lo único que se movía en la sombra dorada del pueblo eran dos grandes esteras de esparto accionadas desde fuera que se balanceaban lentamente en el techo para refrescar la atmósfera. Hubo un largo y respetuoso silencio. Luego Yasmina desenrrolló su trompa, y con su extremidad, fina y precisa como una manita, cogió de un cesto un dátil relleno de miel que a continuación depositó sobre su inquieta lengua. Entonces el príncipe se acercó, abrió una bolsa de seda y vertió sobre su lecho un puñado de pétalos de rosa, los que sus compañeros y él mismo habían recogido y que les habían guiado hasta allí. Era un acto de homenaje y de sumisión. Así lo interpretó Yasmina. Como Taor se encontraba a su alcance, alargó su trompa hacia él y le acarició la mejilla con su extremidad, gesto tierno y desenvuelto a la vez, en el que había afecto, despedida, un dulcísimo abandono al destino. Taor comprendió que su elefanta favorita, divinizada en razón de la afinidad que tenían los paquidermos con los baobabs, elevada a una dignidad sobrehumana, adorada por todo un pueblo como la madre de los árboles sagrados y la abuela de los hombres, comprendió, pues, que Yasmina estaba definitivamente perdida para él y para los suyos.

Al día siguiente reemprendieron el camino de Belén con los tres elefantes machos.

El encuentro era fatídico, necesario, estaba inscrito desde el principio de los tiempos en las estrellas y en el fondo de las cosas: se produjo en Etam, una tierra extraña, con murmullo de fuentes, agrietada por cuevas, erizada de ruinas, una tierra por la que ha pasado la Historia, arrollándolo todo a su paso, pero sin dejar ningún signo inteligible, como esos heridos en la cara, horriblemente desfigurados, pero que no pueden contar nada. Entre los tres que volvían de Belén -a pie, a caballo y a lomos de camello-, y el que subía hacia el pueblo inspirado con sus elefantes, la entrevista, sin embargo, estuvo bañada por una luz tranquila y penetrante. Se encontraron con toda naturalidad al borde de tres estanques artificiales conocidos por el nombre de pilones de Salomón, cuando se disponían, después de una jornada calurosa y polvorienta, a descender hasta el agua por las escaleras talladas en la misma piedra. Y en seguida, por la fuerza de la afinidad secreta de los cuatro viajes, se reconocieron. Se saludaron, luego se ayudaron en sus abluciones, como si se bautizaran el uno al otro. Después se separaron para volver a reunirse aquella noche, de común acuerdo, en torno a una hoguera de acacia.

– ¿Le habéis visto? -fue lo primero que preguntó Taor.

– Le hemos visto -dijeron a la vez Gaspar, Melchor y Baltasar.

– ¿Es un príncipe, un rey, un emperador rodeado de un magnífico séquito? -quiso saber Taor.

– Es un niño muy pequeño nacido sobre la paja de un establo, entre un buey y un asno -respondieron los tres.

El príncipe de Mangalore calló, petrificado de asombro. Debía de tratarse de un equívoco. El que él había ido a buscar era el Divino Confitero, dispensador de dulces tan exquisitos que después de probarlos ya no podía gustar ningún otro alimento.

– No habléis todos a la vez -les dijo-, porque si no, no me aclararé nunca.

Luego se volvió hacia el más viejo y le rogó que fuese el primero en explicarse.

– Mi historia es larga, y no sé por dónde empezar -dijo Baltasar acariciándose la barba blanca con ademán perplejo-.

Podría hablarte de cierta mariposa de mi niñez que creía reconocer en el cielo, una vez ya llegado al otro extremo de mi vida. Los sacerdotes la destruyeron, pero hay que creer que ha resucitado. Está también Adán, dos Adanes, no sé si me entiendes, el blanco de después de la caída cuya piel virgen se parece a un pergamino lavado, y el Adán negro de antes de la caída, cubierto de signos y de dibujos como un libro ilustrado. Está también el arte griego enteramente consagrado a los dioses y a los héroes, y un arte más humano, más próximo, que esperamos todos, y del que mi joven amigo, el pintor babilonio Asur será sin duda el precursor…