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»Todo eso debe de parecerte muy embrollado, a ti, que vienes de tan lejos con tus elefantes cargados de golosinas. Por lo tanto me limitaré a lo esencial. Has de saber, pues, que, apasionado por el dibujo, la pintura y la escultura desde mi niñez, siempre he chocado con la hostilidad irreductible de los hombres de religión, que odian toda imagen o representación artística. No soy el único. Estuvimos en el palacio de Herodes el Grande. Precisamente acababa de ahogar en sangre una revuelta fomentada por sus sacerdotes a propósito de un águila de oro que había hecho poner encima de la puerta principal del Templo de Jerusalén. El águila pereció. Los sacerdotes también. Tal es la terrible lógica de la tiranía. Siempre he alimentado la esperanza de escapar a ella. Me remonté a las fuentes de este drama, a la fuente única que se encuentra en las primeras líneas de la Biblia. Cuando se escribió que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, comprendí muy bien que no se trataba de una vana redundancia verbal, sino que estas dos palabras indicaban -como en punteado- la línea de un desgarrón posible, amenazador, fatal, que en efecto se produjo después del pecado. Como Adán y Eva desobedecieron, su profundo parecido con Dios quedó abolido, pero no por eso dejan de conservar como un vestigio suyo, un rostro y una carne que siguen siendo el reflejo indeleble de la realidad divina. Desde entonces pesó una maldición sobre esa imagen mentirosa que exhibe el hombre caído, como un rey destronado que siguiera jugando con su cetro, que ya es tan sólo un sonajero ridículo. Sí, es esta imagen sin semejanza la que condena la segunda ley del Decálogo, y con la que se encarniza mi clero, lo mismo que el de Herodes. Pero yo no pienso como Heródes que los baños de sangre resuelven rodas las dificultades. Mi amor por las artes no me ciega hasta el punto de borrar la religión en la que nací y en la que me educaron. Los textos sagrados están ahí, ellos han sido mi alimento, y no puedo ignorarlos. Es cierto que la imagen puede ser mendaz y el arce impostor, y la encarnizada guerra que libran los idólatras contra los iconoclastas continúa en mi corazón.

» Llegué, pues, a Belén dividido entre el desgarramiento y la esperanza.

– ¿Y qué has encontrado en Belén?

– Un niño recién nacido en la paja de un establo, ya te lo hemos dicho, y mis compañeros y todos los testigos de aquella noche -la más larga del año- no cesarán de repetir este testimonio. Pero aquel establo era también un templo, el carpintero, padre del niño, un patriarca, su madre una virgen, el mismo niño un dios encarnado en lo más espeso de la pobre humanidad, y una columna de luz atravesaba la techumbre de bálago de tan miserable refugio. Todo aquello tenía un profundo significado para mí, era la respuesta a la pregunta de toda mi vida, y esa respuesta consistía en el imposible hermanamiento de contrarios inconciliables. «Quien escudriñe demasiado los secretos de la divina Majestad, será abrumado por su gloria», dijo el Profeta. 9 Por eso en el Sinaí Yahvé se ocultó a los ojos de Moisés tras una nube. Pero esa nube acababa de disiparse, y Dios, encarnado en un niño recién nacido, se había hecho visible. Me bastaba mirar a Asur para ver reflejarse en el rostro de un artista la aurora de un arte nuevo. Mi joven pintor babilonio estaba transfigurado por la revolución que se producía ante sus ojos: el simple gesto de una madre joven y pobre, inclinándose sobre su recién nacido, súbitamente elevado al poder divino. La vida cotidiana más humilde-aquellos animales, aquellas herramientas, aquel henil- bañada de eternidad por un rayo caído del cielo…

»Me preguntas qué he encontrado en Belén: he encontrado la reconciliación de la imagen y de la semejanza, la regeneración de la imagen gracias al renacer de una semejanza subyacente.

– ¿Y qué hiciste?

– Me arrodillé en medio de los demás, artesanos, campesinos, maravillados, mozas de hostería. Pero has de saber que lo más prodigioso es que cada uno de aquellos arrodillamientos tenía un sentido diferente. Mi adoración se dirigía a la carne -visible, tangible, ruidosa, con olor- transfigurada por el espíritu. Porque todo arte es carnal. La belleza sólo existe para los ojos, los oídos, la mano. Y mientras la carne fuese maldita, los artistas eran también malditos con ella.

»Por fin deposité a los pies de la Virgen aquel bloque de mirra que Maalek, el sabio de las mil mariposas, entregó al niño que fui hace medio siglo, como el símbolo del acceso de la carne a la eternidad.

– Y ahora, ¿qué vas a hacer?

– Asur y yo volveremos a Nippur para llevar la buena noticia. Sabremos convencer al pueblo, pero también a los sacerdotes, y en primer lugar al viejo Cheddad, por muy endurecido que esté en sus rígidos dogmas: la imagen está salvada, el rostro y el cuerpo del hombre ya pueden celebrarse sin idolatría.

»Voy a reconstruir el Balthazareum, pero ya no para coleccionar en él vestigios del pasado grecolatino. No, serán obras modernas, las que encargaré como un rey Mecenas a mis artistas, las primeras obras maestras del arte cristiano…

– El arte cristiano -repitió pensativamente el príncipe Taor-. ¡Qué extraña asociación de palabras, y qué difícil es imaginar la creación futura!

– Pues no tiene nada de sorprendente. Imaginar una obra ya es empezar a crearla. Y lo mismo que tú, yo no imagino más, porque la sucesión de los siglos vírgenes se abre como un abismo ante mis pies. Salvo, quizá, la primera de esas obras, la primera pintura cristiana, la que nos afecta y nos concierne a todos aquí…

– ¿Y qué será esa primera pintura cristiana?

– La Adoración de los Magos, tres personajes cargados de oro y de púrpura que vienen de un Oriente fabuloso para prosternarse de un miserable establo ante un niño recién nacido.

Hubo un silencio durante el cual Gaspar y Melchor se unieron a la visión de Baltasar. Los siglos venideros les parecían una inmensa galería de espejos en los que se reflejaban los tres, cada vez en la interpretación de una época de genio distinto, pero siempre reconocibles, un joven, un anciano y un negro de África.

Después la visión se borró, y Taor se volvió hacia el más joven.

– Príncipe Melchor -le dijo-, te siento próximo a mí por la edad. Además, tu tío te ha desposeído de tu reino, y yo no estoy seguro de que mí madre me deje reinar algún día. Por eso escucharé con atención fraternal tu relato sobre la noche de Belén.

– La de Belén -se apresuró a corregir Melchor con la fogosidad de su edad-, pero antes la noche de Jerusalén, porque estas dos etapas de mi destierro son inseparables.

»Yo salí de Palmira con ideas simples sobre la justicia y el poder. Había, según imaginaba, dos clases de soberanos, los buenos y los malos. Mi padre, Teodemo, era el prototipo del buen rey. Mi tío, Atmar, que había intentado asesinarme y se había apoderado de mi reino, era el tirano. Mi línea de conducta quedaba así trazada muy recta ante mí: buscar apoyos, aliados, reunir un ejército, reconquistar con la espada en la mano el reino de mi padre y naturalmente castigar al usurpador. En una sola noche -la del banquete de Herodes- todo ese hermoso programa cambió por completo. ¡A todos los príncipes que se preparan para gobernar haría yo que les leyesen la vida de Herodes! ¡Qué ejemplo! ¡Qué lección! Qué imagen contradictoria da ese soberano justo, pacífico y discreto, bendecido por los campesinos, los artesanos, toda la gente humilde de su reino, gran constructor, hábil diplomático, y que es, detrás de las paredes de su palacio, un déspota asesino, torturador, infanticida, un loco sanguinario. Y no es una casualidad o una coincidencia histórica lo que reúne en una misma cabeza las dos caras de ese Jano Bifronte. Es una fatalidad que exige que cada bendición que desciende sobre el pueblo se pague con una abominación perpetrada en el seno de la corte. Con Herodes descubrí que la violencia y el miedo son ingredientes inexorables del reino terrenal. Y no sólo la violencia y el miedo, sino una lepra del carácter temiblemente contagiosa que se llama bajeza, doblez y traición. Te diré, príncipe Taor, que por haber compartido un solo banquete con el rey Herodes y su corte, hemos quedado ya inficionados Gaspar, Baltasar y yo mismo…

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9 Proverbios, 25, 27.